El Guardián Navarro
Navarro apareció en la fábrica con los primeros fríos del invierno. Nadie supo de dónde venía. Se notaba que no era de allí. Hablaba con un deje del norte, pero sin pistas sobre su pasado. La conserje murmuró que lo mandaban de una empresa de seguridad, para cubrir una baja. Papeles en regla, sobrio, reservado. Educado, pero distante, como si cada palabra suya atravesara un muro invisible.
—Lo importante es no dormirse en el turno —masculló el jefe de seguridad, hojeando su carpeta—. Lo demás lo aprenderás.
Navarro no dormía. Nunca. Los otros vigilantes se echaban una siesta junto a la estufa o colaban una colchoneta para la noche. Él, en cambio, permanecía inmóvil como una estatua. Sin moverse, sin suspirar. Solo cambiaba la mirada del monitor a la verja y viceversa. Bebía solo agua —ni café, ni azúcar—. No fumaba. Traía la comida en un tupper: un cocido y un trozo de pan negro envuelto en un trapo. Comía despacio, mirando al vacío, como si aquello no fuera alimento, sino un ritual.
Al principio, se rieron de él. Lo apodaron «El Roca» —por su rigidez y seriedad—. Decían que era un monje fugado o un ermitaño, sobre todo cuando alguien escuchó susurrar algo, como una plegaria. Otro rumoreó que había sido espía: movimientos demasiado precisos, mirada demasiado aguda al recorrer el patio. Pero nadie supo la verdad. Navarro no conversaba. Respondía lo justo, con precisión militar, como si aquello fuera una misión y no un simple trabajo.
Pasaron cuatro meses. Navarro se volvió parte del mobiliario. Ya ni lo veían, como al óxido en las rejas. Vigilaba la entrada, anotaba nombres, levantaba la barrera para los camiones, observaba las cámaras. Siempre en silencio. Siempre impasible. A veces parecía no respirar, solo mirar, como alguien a quien le hubieran encomendado custodiar algo más importante que almacenes y naves.
Una tarde de febrero, un chaval se coló. La brecha del muro, como siempre. Quería llevarse algo de cobre, pensó que nadie lo pillaría. Pero resbaló en una tubería helada junto a un almacén abandonado y cayó. Gritó hasta quedarse afónico. Navarro no lo vio en las cámaras —lo oyó. Corrió, lo encontró. El chico apretaba los dientes, la cara más blanca que la nieve. Pierna rota, el hueso asomando bajo el vaquero rasgado.
Navarro llamó a una ambulancia. Mientras llegaba, improvisó una férula con un palo y su cinturón —rápido, con seguridad, como si hubiera hecho eso toda la vida. No habló, solo le apretó la mano al chico, evitando que perdiera el conocimiento. Se quedó allí, vigilante, hasta que se lo llevaron. Volvió al puesto, se cambió la chaqueta mojada y se sentó ante las pantallas. Como si nada hubiera pasado. Como si fuera lo normal.
Después de eso, hablaron distinto de él. Recordaron que siempre era el primero en llegar y el último en irse. Que la entrada estaba más limpia, como si alguien barriera de madrugada. Que los robos menores cesaron. Hasta el perro callejero que rondaba la fábrica dormía junto a su puerta y gruñía a los desconocidos, como si supiera que ese hombre no era un simple vigilante.
Y en abril, desapareció. No llegó a su turno. Sin avisar, sin llamar. El móvil, fuera de cobertura. Revisaron sus papeles —no había dirección. Solo lo básico: DNI, firma angulosa y el contacto de una empresa ya cerrada. El documento era auténtico, pero sin empadronar. Como si Navarro solo existiera sobre papel.
En su puesto dejó las llaves, el uniforme doblado al estilo militar y una nota con una frase: «Gracias por la paz». El papel estaba amarillento, los bordes oscurecidos, la letra clara, casi tallada. Un compañero dijo que parecía de otra época.
El perro esperó tres días ante la puerta. Sin comer, sin quejarse, solo alzaba el hocico cuando chirriaba la verja. Sus ojos miraban al vacío, pero esperaban. Al cuarto amanecer, se levantó, dio una vuelta al puesto y se marchó —lento, como si supiera que ya no había nadie que esperar.
Un mes después, un tornero juró haberlo visto al otro lado de la ciudad. Estaba sentado en un banco frente a un colegio, con el mismo abrigo cerrado hasta arriba, el cuello levantado. Miraba la cancela. Sin moverse. En las manos, un periódico que no leía —solo lo apretaba, como algo querido.
Cuando se acercaron, se levantó, asintió —breve, sereno— y se fue sin volverse. Caminaba despacio, como quien no tiene prisa pero sigue avanzando.
Nadie lo volvió a ver. Ni en el colegio, ni en la ciudad, en ninguna parte. Pero los vigilantes a veces susurran: si te quedas solo en el turno de noche y apagas la luz, puedes sentir que alguien está tras la verja. Quieto. En silencio. Firme.
Como si alguien estuviera ahí. Solo que invisible.