El Guardián

**El Guardián Esteban**

Esteban apareció en la fábrica con las primeras heladas del invierno. Nadie supo de dónde vino. No era de allí; se notaba al instante. Hablaba con un deje del norte, pero sin revelar su pasado. La conserje murmuró que venía de una empresa de seguridad, para cubrir una baja. Documentos en regla, sobrio, reservado. Cortés, pero distante, como si cada palabra suya atravesara un muro invisible.

—Lo importante es no dormir en el turno— masculló el jefe de seguridad, hojeando el expediente—. Lo demás lo aprenderás.

Esteban no dormía. Nunca. Los otros vigilantes se amodorraban junto a los radiadores o llevaban catres para las noches. Él permanecía inmóvil como una estatua. No se movía, ni suspiraba. Solo a veces desviaba la mirada de las pantallas a los portones de hierro. Bebía solo agua, sin té ni azúcar. No fumaba. Traía la comida en un termo: un cocido y un trozo de pan moreno envuelto en un trapo viejo. Comía despacio, mirando al vacío, como si aquello no fuese necesidad, sino ritual.

Al principio se burlaban de él. Lo llamaban *El Pedernal* por su rigidez y seriedad. Bromeaban con que era un monje fugado o un ermitaño, sobre todo cuando alguien oyó su susurro, bajo como un conjuro. Otros dijeron que había sido espía: movimientos demasiado precisos, mirada aguda que recorría el patio. Pero nadie supo la verdad. Esteban no conversaba. Respondía con brevedad, como si aquello fuese una misión y no un simple trabajo.

Pasaron cuatro meses. Esteban se volvió parte del paisaje. Lo ignoraron como al óxido de las vallas. Vigilaba la entrada, anotaba nombres, levantaba la barrera, observaba las cámaras. Siempre en silencio. Siempre impasible. A veces parecía no respirar, solo mirar, como alguien a quien encomiendan custodiar algo más que almacenes y naves.

Una tarde de febrero, un chaval coló en la fábrica. Un hueco en la valla, como siempre. Quería llevarse cables de cobre, pensó que nadie lo vería. Pero resbaló en una tubería helada junto a un almacén abandonado y cayó. Gritó hasta quedarse ronco. Esteban lo oyó, no por las cámaras, sino al vuelo. Corrió hacia allí, lo encontró. El muchacho apretaba los dientes, pálido como la nieve. La pierna rota, el hueso asomando por el pantalón rasgado.

Esteban llamó a una ambulancia. Mientras esperaba, improvisó una férula con un palo y su cinturón—rápido, seguro, como si hubiese hecho eso toda la vida. No habló, solo apretó la mano del chico para que no perdiera el sentido. Permaneció allí, sin apartar los ojos, hasta que los médicos se lo llevaron. Regresó a su puesto, se quitó la chaqueta empapada, se cambió y se sentó ante las pantallas. Como si nada hubiera pasado. Como si fuese lo más natural.

Después de aquello, hablaron distinto de él. Recordaron que siempre llegaba primero y se iba el último. Que la entrada estaba más limpia, como si alguien barrera de noche. Que los robos menores cesaron. Hasta el perro callejero que rondaba la fábrica dormía junto a su puerta y gruñía a los extraños, como si supiese que aquel hombre no era un vigilante cualquiera.

En abril, desapareció. No acudió a su turno. Sin avisar, sin llamar. Su teléfono estaba fuera de cobertura. Revisaron sus papeles—no había dirección. Solo lo mínimo: número de DNI, firma angulosa y el contacto de una empresa ya cerrada. El documento era auténtico, pero sin empadronamiento. Como si Esteban solo existiese en el papel.

En su puesto dejó las llaves, el uniforme doblado al estilo militar y una hoja con una frase: *”Gracias por la paz”*. El papel estaba amarillento, los bordes oscurecidos; la letra, nítida, casi tallada. Uno de los guardias dijo que parecía escrita en otro siglo.

El perro esperó tres días junto a la puerta. Sin comer, sin quejarse, solo alzando el hocico cuando chirriaban los portones. Sus ojos miraban al vacío, pero esperaban. Al cuarto amanecer, se levantó, rodeó el puesto y se marchó, lento, como comprendiendo que ya no había nadie a quien aguardar.

Un mes después, un tornero juró haber visto a Esteban al otro lado de la ciudad. Sentado en un banco junto a una escuela, con el mismo abrigo cerrado hasta el cuello. Observaba la verja. Sin moverse. En sus manos, un periódico que no leía, solo apretaba, como algo querido.

Cuando se acercaron a él, se levantó, asintió—breve, sereno—y se fue sin volverse. Caminaba despacio, como quien no tiene prisa pero avanza igual.

Nadie lo volvió a ver. Ni en la escuela, ni en la ciudad, en ninguna parte. Pero los vigilantes de la fábrica aun susurran: si te quedas solo en el turno de noche y apagas la luz, puedes notarlo—alguien está tras los portones. Quieto. Silencioso.

Como si alguien estuviera allí. Solo que invisible.

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