El grito de la hijastra que hirió más que una puñalada

—¡No eres nadie para mí! —gritó Lucía, cerrando la puerta con tal fuerza que los vasos del aparador temblaron. En la casa se hizo un silencio sepulcral. Marta se dejó caer en una silla, apretando la taza de té que ya se había enfriado.

—Mamá, ¿qué pasó? —preguntó la pequeña Sol, asomándose a la cocina.

Marta negó con la cabeza. Las lágrimas brillaban en sus ojos.

—¿Otra vez Lucía gritando?

—La tutora llamó… —susurró la mujer—. No importa, no es nada…

Sol se acercó y rodeó los hombros de su madre con un brazo:

—Mamá, no te preocupes. Todo va a mejorar. —Aunque Sol solo tenía trece años, poseía una madurez sorprendente. A veces parecía mayor que Lucía, su media hermana de quince años.

Media hora después, llegó Javier del trabajo. El aroma de la cena llenó la casa. Todos, excepto Lucía, se sentaron a la mesa.

—¿Y ella dónde está? —preguntó él, mirando la silla vacía.

—Está enfadada —respondió Sol, removiendo su sopa con cuidado.

Javier miró a su esposa. Ella bajó la vista, avergonzada.

—La tutora llamó. Lucía está suspendiendo todas las asignaturas. Intenté hablar con ella… —Marta calló, conteniendo las lágrimas.

Javier se levantó y se dirigió al cuarto de su hija. Tocó la puerta.

—¡No entres! —se oyó desde dentro.

—Soy yo solo. ¿Puedo pasar?

La puerta se abrió un poco y Lucía, al ver que estaba solo, dejó entrar a su padre de mala gana.

—¿Qué desorden es este? —preguntó él, observando la ropa tirada y el envoltorio vacío de unos fideos instantáneos.

—Es que Marta otra vez… —empezó la chica, pero su padre la interrumpió:

—Yo mismo llamé a la tutora. Realmente estás suspendiendo todo. ¿Qué te pasa, Lucía?

Ella guardó silencio. Comenzó a meter los libros en la mochila.

—No te pido que quieras a Marta, pero al menos podrías respetarla. La lastimas todos los días.

—¿Y ella no me lastima a mí? ¡Tú a ella y a Solecita las llevaste al centro comercial, y yo me quedé sola en casa!

—¿Olvidaste que te castigué por escaparte de noche con tus amigas?

—¡Claro! Yo soy la mala y Sol es la santa.

—¡Basta! —la voz de Javier se volvió tajante—. ¡Te estás pasando!

Salió sin esperar respuesta. En la cocina, Marta apretaba las manos. Las palabras se le atascaban en la garganta. Pero al mirar a su esposo, no dijo nada. Solo unos minutos después murmuró:

—Ya no sé qué hacer. Lucía me rechaza, te tiene celos. Lo intenté, de verdad… pero nunca logré ser alguien importante para ella.

—Lo sé, cariño —Javier la abrazó—. Pero ¿qué hacemos?

—Tenemos que separarnos. Temporalmente —dijo Marta con voz quebrada.

—¿Qué? —él se apartó—. ¿Lo dices en serio?

—Quizás, si ella siente que solo estás tú para ella, algo cambie…

Lucía escuchó cada palabra, escondida tras la puerta. En su pecho floreció la esperanza: *”Papá volverá a vivir solo conmigo”*.

A la mañana siguiente, Javier le dijo a su hija que se mudarían a su antiguo piso. Sol rompió a llorar. Entró furiosa al cuarto de Lucía y gritó:

—¡Odias a mi madre y me robas a mi padre! —Y salió corriendo, cerrando la puerta de golpe.

Lucía no esperaba que las cosas salieran así. Al principio celebró su victoria, hasta que comprendió lo duro que era vivir sin Marta. Nadie cocinaba. Nadie ayudaba con los deberes. Su padre estaba en el trabajo, y ella tenía que hervir pasta y lavar calcetines. Él se volvió estricto, impaciente. Nada que ver con Marta, que explicaba con calma, incluso cuando Lucía le gritaba en la cara.

Se acercaba su cumpleaños. Lucía decidió hacer un pastel ella misma. Buscó una receta, batió la masa… pero se despistó. El bizcocho se quemó. Cuando su padre llegó, la encontró llorando sobre los restos carbonizados.

—Papá… volvamos a casa —susurró, apoyando la cabeza en su hombro—. Perdóname. Te quiero… y quiero a Marta… y a Sol…

—Yo también te quiero, hija. Pero volver no es fácil. Las lastimamos. Primero hay que preguntar si están dispuestas a perdonarnos.

Lucía calló. Sentía vergüenza. Mucha vergüenza.

—Debes entender —dijo Javier—, Marta quizá no sea tu madre, pero merece respeto. Y también debes disculparte.

Toda la noche, Lucía no pudo dormir. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía rabia. Solo vergüenza y dolor. A la mañana siguiente, le pidió a su padre que la llevara a casa de Marta y Sol.

Se disculpó. Sinceramente. Con lágrimas. Ante Marta. Ante Sol. Y unos días después, por primera vez en su vida, susurró: *”Mamá… perdóname”*.

Y nadie supo quién de las dos lloró más en ese momento.

*Al final, el amor no se mide en gritos, sino en el coraje de pedir perdón.*

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El grito de la hijastra que hirió más que una puñalada