El ex suegro…
Margarita contemplaba absorta el precioso ramo que el mensajero le había entregado media hora antes. No había error: las flores eran para ella. La nota adjunta lo confirmaba con solo dos palabras: «A la encantadora Margarita».
Desde el divorcio, la joven tenía un admirador secreto. Margarita lo había pasado mal tras la separación de Andrés. No por el amor perdido, sino por la cantidad de basura que su suegra había arrojado sobre ella. Y su ahora exmarido, en lugar de defenderla, siempre apoyó a su madre.
Todo fue tan extraño. Aquella misma tarde en que Margarita llegó a casa con el certificado de divorcio, sonó el timbre. Al ver las rosas exquisitas, pensó que Andrés se burlaba de ella. Aunque las flores costaban un dineral, especialmente un ramo tan lujoso. Su exmarido solo había sido generoso una vez, y hacía mucho de eso.
Desde entonces, Margarita recibía flores dos o tres veces por semana. Siempre con una nota lacónica. Le daba vueltas a la cabeza, preguntándose quién le enviaba aquellos regalos.
Mientras admiraba las rosas, recordó la única vez que Andrés le había regalado un ramo. Fue tras un conflicto repugnante. Carmen, la madre de Andrés, había puesto todo su empeño en enemistar a su hijo con su nuera.
—¡Estás malgastando el dinero! —rugió su marido al enterarse de que se había hecho las uñas en un salón caro.
—No es tanto —replicó Margarita—, al fin y al cabo, yo también trabajo y tengo derecho a gastar en mí.
—Acordamos hablar antes de gastos grandes —siguió Andrés, indignado—, y esas uñas valen un pastizal. ¡Mi madre me dijo cuánto costaba esa tontería!
Margarita esbozó una sonrisa amarga. Claro, otra vez su suegra metiendo cuchara. Carmen nunca había querido a su nuera y siempre la criticaba.
Andrés nunca la defendió. Siempre tomaba partido por su madre. Carmen le envenenaba la mente con cualquier pretexto. Cuando visitaba a la joven pareja, se llevaba las manos a la cabeza, señalando las ventanas —según ella— sucias. Luego, Andrés le recriminaba a su esposa, llamándola desastre y mala ama de casa.
Una vez, la suegra vio a Margarita volver del trabajo. Se horrorizó por su aspecto y no dudó en decirle a su hijo que su esposa —por su vestido y peinado— debía dedicarse a algo indecente en el trabajo.
—¿Has visto el escote de su vestido? —se escandalizaba Carmen—. Y su jefe es hombre. Seguro que se mueve como puede para que la asciendan.
En lugar de callarla, Andrés asentía. Tras cada conversación así, le amargaba la vida a su esposa.
Aquella pelea, cuando Margarita “se atrevió” a gastar su propio sueldo en las uñas, terminó en una discusión brutal. Andrés la insultó, llamándola derrochadora y mantenida.
—¿No te da vergüenza decirme eso? —se indignó Margarita—. Por cierto, yo gano más que tú.
Era cierto. Margarita ganaba más. Andrés llevaba tiempo sin asentarse en ningún trabajo, saltando de uno a otro: o pagaban poco o las condiciones eran malas.
Nunca vio un euro de Andrés. Ni siquiera compraba la comida. Su única responsabilidad era pagar las facturas, y a veces ni eso cumplía. Precisamente por el recibo de la luz la atacó aquel día.
—¡No podemos pagar el alquiler y tú gastas un dineral en uñas! —gritó Andrés.
—Para pagar el alquiler hay que trabajar —respondió Margarita, furiosa—, y tú parece que has olvidado cómo se hace. Yo compro la comida, los medicamentos, la gasolina, hasta mi ropa.
—¿Vives en mi piso y encima me reprochas el dinero? —exclamó Andrés, ofendido—. Mi madre tiene razón: dejas entrar a una mujer y ya se cree la dueña.
Le dolía el orgullo. Su madre le había convencido de que él era el sostén de la familia. El piso era suyo, así que ella vivía allí de prestado. Su papel era cuidar la casa, limpiar, comprar y obedecer.
—Llevo tres días sin comer carne —siguió gritando—, y tú malgastas en tonterías.
—Ayer hubo pollo y anteayer pescado —replicó Margarita—. Si quieres algo más, búscate un trabajo decente.
Andrés no soportó su “descaro”. ¿Cómo se atrevía a exigirle cosas viviendo en su casa? La llamó parásito y, en un arranque, le dijo que si quería gastar en uñas, que se largara de su piso.
Su madre le aseguraba que su esposa no se iría. Él era un buen partido; ella, una cualquiera. Recordando sus palabras, echó a su esposa. Claro, solo para asustarla.
No esperaba que Margarita empacara y se fuera. Tenía un pequeño piso heredado, con la decoración anticuada de su abuela. Pero era habitable —decidió Margarita—, y allí se instaló.
Andrés corrió asustado donde su madre. Le contó que había echado a su esposa y que esta se había ido.
—La regañé por las uñas —se quejó—, le dije que estaba harta de comer arroz. Y lo del alquiler. ¡Pero ni siquiera se disculpó!
—¡Qué sinvergüenza! —se indignó Carmen—. Una esposa decente no abandona a su marido. ¡Menos después de robar del presupuesto familiar!
—¿Robar? —intervino el suegro.
Roberto nunca discutía con su mujer ni se metía en sus conversaciones con su hijo. Se mantenía al margen, callado. Sabía que Carmen despreciaba a su nuera, pero esto ya era demasiado.
—¡Claro que robó! —afirmó Carmen—. Marido y mujer trabajan para la familia. El dinero es de los dos. Si esa víbora lo gastó en ella, es un robo.
Roberto no respondió. Solo negó con la cabeza mientras su mujer seguía intoxicando a su hijo.
—Mamá, no quiero divorciarme —se lamentó Andrés—, solo quería asustarla.
—No te preocupes, volverá —aseguró Carmen—, y hasta te pedirá perdón.
—No lo creo —suspiró Andrés.
—¡Volverá! —sentenció Carmen—. Un hombre siempre sale adelante. Una mujer no. Cuando se canse de estar sola, vendrá arrastrándose.
Andrés le creyó y volvió a casa. Esperó. Incluso estaba dispuesto a perdonarla sin disculpas. Pero Margarita no regresó.
Una noche, mientras Andrés se quejaba nuevamente, Roberto no aguantó más. Llamó a su hijo aparte.
—Tu Margarita es única. Serás un tonto si la dejas ir —susurró—. No esperes, lucha por ella.
—¿Y cómo? —preguntó Andrés, frustrado.
—Sé un hombre —reprochó su padre—. Cómprale flores bonitas, no seas tacaño. Pídele perdón y háblale con respeto.
Desesperado, Andrés siguió su consejo. Compró rosas carísimas y logró que Margarita volviera. Juró no lastimarla nunca más, y ella —impresionada por las flores— le creyó.
Pero no duró ni un mes. Carmen siguió envenenando a su hijo, y él siguió insultando a su esposa. La gota que colmó el vaso fueron sus críticas al cuerpo de Margarita.
—Mira qué vaca te has puesto —decía Andrés. Su madre le había señalado sus “kilos de más”, asegurándole que nadie querría a una mujer tan gorda, así que debía aferrarse a él.
Finalmente, Margarita comprendió que la verdadera felicidad no dependía de la aprobación de los demás, sino de elegir con valentía el amor que le llenaba el alma, y con una sonrisa tranquila, cerró los ojos mientras Roberto la abrazaba, sabiendo que juntos habían encontrado su propio final feliz.