El exsuegro inesperado…

Margarita contemplaba con melancolía el hermoso ramo de flores que el mensajero le había entregado media hora antes. No había error: aquellas rosas eran para ella. La pequeña tarjeta lo confirmaba con solo dos palabras: *”A la encantadora Margarita”*.

Desde su divorcio, la joven tenía un admirador secreto. El final con Alejandro había sido doloroso, no por amor, sino por la crueldad de su suegra, Carmela, y la complicidad de su entonces marido.

Todo ocurrió de manera extraña. La misma tarde en que Margarita llegó a casa con el acta de divorcio, sonó el timbre. Al ver aquellas rosas exquisitas, pensó que era una burla de Alejandro. Aunque las flores costaban mucho dinero, y su exmarido jamás había sido generoso.

Desde entonces, los ramos llegaban dos o tres veces por semana, siempre acompañados de una nota breve. Margarita se rompía la cabeza tratando de adivinar quién las enviaba.

Mientras admiraba aquellas rosas, recordó la única vez que Alejandro le había regalado flores. Fue tras una discusión provocada por Carmela, quien despreciaba a su nuera desde el primer día.

*”¡Derrochadora!”* —rugía Alejandro al enterarse de que Margarita se había hecho las uñas en un salón caro—. *”Eso es demasiado dinero.”*

*”No es tanto”* —replicó ella—. *”Yo también trabajo y tengo derecho a gastar en mí.”*

*”Acordamos hablar antes de gastos grandes”* —insistió él—. *”¡Y esas uñas cuestan un dineral! Mamá me dijo…”*

Margarita sonrió con amargura. Claro, Carmela otra vez. La suegra nunca perdió oportunidad de menospreciarla. Y Alejandro jamás la defendió.

Carmela incluso llegó a cuestionar la vestimenta de Margarita, sugiriendo que su jefe, un hombre, debía ser el motivo de su elección de ropa. En lugar de pararle los pies, Alejandro asentía.

El conflicto por las uñas terminó en una pelea atroz. Alejandro la llamó derrochadora y mantenida.

*”¿No te da vergüenza?”* —estalló Margarita—. *”¡Gano más que tú!”*

Y era cierto. Alejandro saltaba de trabajo en trabajo, sin estabilidad. Nunca contribuyó lo suficiente, ni con la comida ni con los gastos. La gota que colmó el vaso fue cuando él la echó de casa, segura de que volvería arrastrándose.

Pero Margarita se fue y no regresó. Tenía un pequeño piso heredado de su abuela, humilde pero suficiente.

Alejandro corrió llorando con Carmela, quien le aseguró que su esposa volvería. *”Una mujer sola no vale nada”*, decía.

Sin embargo, fue su suegro, Rafael, quien le dio un consejo inesperado: *”Margarita es única. No la pierdas.”*

Alejandro, siguiendo sus palabras, compró flores caras y la trajo de vuelta. Pero no duró. Carmela seguía envenenándolo, y pronto recayó en los insultos, esta vez criticando el peso de Margarita.

Harta, ella se marchó para siempre.

Poco después del divorcio, empezaron a llegar los ramos anónimos.

Hasta que un día, Verónica, prima lejana de Alejandro, le contó algo impactante: *”Rafael y Carmela se divorciaron. Dicen que encontró recibos de una floristería…”*

Margarita palideció. De pronto recordó que Rafael nunca la había humillado. Incluso, a veces, la defendía.

Esa noche no pudo dormir. Cuando al día siguiente llegó otro ramo, llamó a Rafael.

*”¿Fue usted?”* —preguntó, temblorosa.

Hubo un silencio. Luego, una voz suave admitió: *”Sí, Margarita.”*

*”¿Por qué?”*

*”Porque te quiero. Desde el día que llegaste a nuestra casa.”*

Ella no supo qué decir. Él nunca esperó reciprocidad. Solo deseaba verla feliz.

Con el tiempo, se hicieron amigos. Luego, algo más.

La familia estalló en escándalo. Alejandro los insultó. Carmela los difamó. Pero Rafael defendió a Margarita con firmeza.

Incluso sus padres la rechazaron: *”¡Te has liado con un viejo!”*

Pero Margarita, por primera vez, sintió que alguien la protegía de verdad.

Se casaron en silencio, rodeados de quienes los aceptaban. Compraron un piso junto, pagando la hipoteca con la venta de la casa de campo de Rafael.

Y aunque el mundo murmuró, Margarita ya no lo escuchaba. Había encontrado, al fin, un amor tranquilo.

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MagistrUm
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