El exsuegro…

Margarita contemplaba el ramo de flores que le había llegado media hora antes. No había error: aquellas rosas eran para ella, lo confirmaba la breve nota adjunta. Solo dos palabras: **«A la encantadora Margarita»**.

Desde el divorcio, alguien la cortejaba en secreto. La separación de Álvaro le había dejado cicatrices, no por amor, sino por el veneno que su suegra, Dolores, vertió sobre ella. Y él, su ahora exmarido, siempre respaldó a su madre.

Todo fue extraño. La misma noche en que Margarita llegó a casa con el divorcio firmado, un mensajero llamó a su puerta. Al ver aquellas rosas exquisitas, pensó que era una burla de Álvaro. Aunque las flores costaban dinero, y mucho. Su ex solo había sido generoso una vez, hacía siglos.

Desde entonces, los ramos llegaban dos o tres veces por semana, siempre con notas breves. Margarita se devanaba los sesos preguntándose quién las enviaba.

Mientras admiraba las flores, recordó el único ramo que Álvaro le había regalado. Fue tras una pelea espantosa. Dolores, su suegra, había hecho lo imposible por enemistarlos.

—¡Derrochas el dinero! —le espetó él al descubrir que se había hecho las uñas en un salón caro.

—No es tanto —replicó ella—, yo también trabajo y tengo derecho a gastar en mí.

—Acordamos hablar antes de gastar grandes sumas —rugió Álvaro—. ¡Y esas uñas valen un dineral! Mi madre me dijo cuánto pagaste.

Margarita soltó una risa amarga. Claro, otra vez Dolores metiendo cizaña. Desde el primer día, la suegra la despreció.

Álvaro jamás la defendió. Siempre tomó partido por su madre. Dolores le envenenaba la mente: llegaba a su casa, se lamentaba de las ventanas «sucias» y él luego le reprochaba a Margarita ser mala ama de casa.

Una vez, Dolores la vio llegar del trabajo y se escandalizó por su vestido.

—¿Viste el escote? —le susurró a Álvaro—. Y su jefe es hombre. Seguro que se arrima para que la asciendan.

En vez de callarla, él asintió. Tras cada comentario así, su vida se volvía un infierno.

La pelea por las uñas terminó en gritos. Álvaro la insultó, la llamó derrochadora y mantenida.

—¿No te da vergüenza? —replicó Margarita—. Gano más que tú.

Era cierto. Álvaro saltaba de trabajo en trabajo: o el sueldo era bajo o las condiciones, inhumanas.

Él nunca aportó dinero. Ni para la comida. Solo debía pagar el alquiler, y a veces ni eso. Aquel día, le estalló por el piso.

—¡No podemos pagar el alquiler y tú gastas en uñas!

—Si quieres pagar, trabaja —respondió ella—. Yo compro la comida, la gasolina, la ropa… ¡Todo!

—Vives en mi piso y encima me reprochas —se quejó él—. Mi madre tiene razón: dejas entrar a una mujer y se cree la dueña.

Dolores le había convencido de que él era el sostén. El piso era suyo, así que Margarita solo vivía allí por su gracia. Debía limpiar, cocinar y obedecer.

—Llevo tres días sin carne —mintió él—, y tú malgastas en uñas.

—Ayer hubo pollo, anteayer pescado —replicó ella—. Si quieres más, busca un trabajo digno.

Álvaro no soportó su «descaro». ¡Vivir en su casa y exigir! La llamó parásita y le gritó que si quería gastar en tonterías, se largara.

Dolores le decía que Margarita no se iría: él era un buen partido; ella, una cualquiera. Recordando sus palabras, la echó. Para asustarla, nada más.

No esperaba que ella empacara y se fuera. Margarita tenía un diminuto piso heredado de su abuela, con reformas antiguas, pero habitable. Y allí se instaló.

Álvaro corrió llorando con su madre.

—La regañé por las uñas, dije que estaba harta de no tener carne… ¡Y se fue!

—¡Descarada! —chilló Dolores—. Una esposa decente no abandona a su marido. ¡Y menos después de robarle!

—¿Robar? —intervino el suegro.

Ramón casi nunca hablaba. Sabía que Dolores odiaba a su nuera, pero aquello era demasiado.

—¡Claro que robó! —dijo ella—. Ambos trabajan para la familia. El dinero es de los dos. Si se lo gasta en ella, es un robo.

Ramón no respondió. Solo negó con la cabeza.

—Mamá, no quiero divorciarme —lloriqueó Álvaro—. Solo quería asustarla.

—No importa —contestó Dolores—. Volverá arrastrándose.

—No lo creo.

—¡Volverá! —insistió ella—. Los hombres siempre salen adelante. Las mujeres, no. Pronto verá que nadie la quiere y regresará.

Álvaro la creyó y esperó. Incluso estaba dispuesto a perdonarla sin disculpas. Pero Margarita no volvió.

Un día, harto de quejarse, Ramón lo apartó.

—Margarita es única —le susurró—. No la pierdas.

—¿Qué hago?

—Sé un hombre —dijo Ramón—. Cómprale flores, pide perdón, habla con respeto.

Desesperado, Álvaro siguió su consejo. Gastó una fortuna en rosas y la convenció de volver. Prometió cambiar y ella, ilusa, creyó.

Pero no duró ni un mes. Dolores siguió envenenándolo, y él, insultándola. La gota que colmó el vaso fue cuando criticó su cuerpo.

—¡Mírate, estás hecha una vaca! —le espetó.

Dolores le había dicho que, gorda como estaba, nadie más la querría.

En realidad, Margarita no estaba gorda. Quería perder algún kilo, como casi todas, pero estaba bien.

No lo soportó más. Se fue para siempre y solicitó el divorcio. Álvaro intentó recuperarla, pero sin flores. Dolores le dijo que así se daría ínfulas.

En vez de eso, la acosó con mensajes: «Nadie te querrá como yo».

Margarita sintió alivio al recibir los papeles del divorcio. Era como renacer. Y, como confirmación, ese mismo día llegaron flores de un admirador secreto. No sabía que sería solo el primero de muchos.

***

Dolores le armó un escándalo a Ramón al encontrar recibos de la floristería.

—Siempre fuiste un blandengue —le gritó—. ¿Y ahora me engañas?

Él no mintió. Admitió que amaba a otra mujer. Llevaba años sin sentir nada por Dolores, pero no se divorció por costumbre.

—¿Adónde irás? —preguntó ella, viéndolo empacar.

—A la casa de campo —dijo él—. No te preocupes, no moriré.

Ella no estaba preocupada por él, sino por sí misma. Ramón, ingeniero jefe, ganaba mucho más que ella, una modista.

—Me quedo con el coche y la casa rural —dijo al irse—. El piso es tuyo.

Dolores le gritó, pero fue inútil. Ramón se marchó.

***

Una tarde, Margarita se encontró con Lucía, una prima lejana de Álvaro. Siempre se llevaron bien.

—¿Sabes? Ramón y Dolores se divorciaron —le soltó.

—¿Qué? ¡Llevaban treinta y cinco años!

—Sí, y parece que tía Dolores encontró montones de facturas de flores…

Margarita se ruborizó. El corazón le latía fuerte.

—Ramón confesó que—Y parece que sigue enviando flores en secreto a esa mujer —concluyó Lucía, mientras Margarita, con lágrimas en los ojos, comprendió que su historia con Ramón apenas comenzaba.

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