El estómago me rugía como un perro perdido, y sentía las manos heladas. Caminaba por la acera, admirando las vitrinas iluminadas de los restaurantes, mientras el aroma de la comida recién hecha me atormentaba más que el frío. No llevaba ni una moneda en el bolsillo.

El estómago me rugía como un perro callejero y mis manos se helaban. Deambulaba por la acera de la Gran Vía de Madrid, frente a los escaparates brillantes de los restaurantes, con el perfume de la comida recién hecha que quemaba más que el frío. No llevaba ni un solo euro.

NADIE DEBERÍA COMER DE LAS SOBRAS

La ciudad estaba entera congelada. Ese tipo de frío que no se vence con una bufanda ni con los puños metidos en los bolsillos. Penetra los huesos y recuerda que estás sola, sin techo, sin comida… sin nadie.

Tenía hambre.

No el hambre de “no he comido, hace unas horas”, sino la que se anida en el cuerpo durante días. Esa que hace tamborilear el estómago y que la cabeza da vueltas al agacharse demasiado rápido. Hambre verdadera, que duele.

Llevaba más de dos días sin probar bocado. Sólo había bebido un poco de agua de una fuente pública y mordido un trozo de pan duro que me regaló una anciana en la calle. Mis zapatos estaban destrozados, la ropa sucia y el pelo enmarañado como si el viento me hubiera atacado.

Caminaba por una calle repleta de restaurantes elegantes. Luces cálidas, música tenue, risas de los comensales… un mundo ajeno al mío. Tras cada cristal, familias brindaban, parejas sonreían, niños jugaban con los cubiertos como si nada pudiera doler.

Yo… yo moría por un simple pedazo de pan.

Tras dar varias vueltas, entré en un local que olía a gloria. El aroma de carne asada, arroz al punto y mantequilla fundida me hizo agua la boca. Las mesas estaban llenas, pero nadie me prestó atención al principio. Vi una mesa recién despedida, todavía restos de comida, y el corazón me dio un vuelco.

Avancé con cautela, sin mirar a nadie. Me senté como clienta, como si tuviera derecho a estar allí. Sin pensarlo más, agarré un trozo de pan duro que quedó en la cesta y lo llevé a la boca. Estaba frío, pero para mí era un manjar.

Metí en la boca unas papas frías con manos temblorosas, intentando no llorar. Un trozo de carne casi seco fue lo siguiente. Lo masticaba despacio, como si fuera el último bocado del mundo. Justo cuando empezaba a sentir alivio, una voz grave me sacudió como una bofetada:

—Oye. No puedes hacer eso.

Me paralicé. Tragué con esfuerzo y bajé la mirada.

Era un hombre alto, impecablemente vestido con un traje oscuro. Sus zapatos relucían como espejos y la corbata caía perfecta sobre la camisa blanca. No era camarero. Ni mucho menos un cliente corriente.

—Lo… lo siento, señor —balbuceé, con la cara ardiendo de vergüenza—. Solo tenía hambre…

Intenté escurrir el trozo de papa en el bolsillo, como si eso pudiera salvarme de la humillación. Él no dijo nada, sólo me observó, indeciso entre enfadarse o compadecerme.

—Ven conmigo —ordenó al fin.

Yo retrocedí un paso.

—No voy a robar nada —supliqué—. Déjeme terminar y me marcho. Le juro que no haré escándalo.

Me sentía diminuta, rota, invisible. Como si no perteneciera a ese sitio. Como una sombra molesta.

En vez de echarme, alzó la mano, hizo una seña a un camarero y se sentó en una mesa del fondo.

Me quedé inmóvil, sin comprender qué sucedía. Unos minutos después, el camarero se acercó con una bandeja y dejó frente a mí un plato humeante: arroz esponjoso, carne jugosa, verduras al vapor, una rebanada de pan caliente y un vaso grande de leche.

—¿Es para mí? —pregunté con voz temblorosa.

—Sí —respondió el camarero, sonriendo.

Levanté la vista y vi al hombre observándome desde su mirada; no había burla, ni lástima, sólo una calma inexplicable.

Me acerqué a él, con las piernas como gelatina.

—¿Por qué me dio comida? —susurré.

Él dejó el saco sobre la silla, como quien se quita una armadura invisible.

—Porque nadie debería rebuscar entre las sobras para sobrevivir —dijo con voz firme—. Come tranquila. Yo soy el dueño de este sitio. Y a partir de hoy, siempre habrá un plato esperándote aquí.

Me quedé sin palabras. Las lágrimas me quemaron los ojos. Lloré, pero no sólo por el hambre. Lloré por la vergüenza, el cansancio, la humillación de sentirme menos… y por el alivio de saber que alguien, por primera vez en mucho tiempo, me había visto de verdad.

Volví al día siguiente.

Y al siguiente.

Y al día de después también.

Cada vez el camarero me recibía con una sonrisa, como si fuera una clienta habitual. Me sentaba en la misma mesa, comía en silencio, y al terminar dejaba las servilletas plegadas con mimo.

Una tarde, volvió a aparecer el hombre del traje. Me invitó a sentarme frente a él. Al principio dudé, pero algo en su voz me dio seguridad.

—¿Tienes nombre? —preguntó.

—Crisanta —respondí bajita.

—¿Y edad?

—Diecisiete.

Asintió lentamente, sin preguntar más.

Tras un rato, me dijo:

—Tienes hambre, sí. Pero no sólo de comida.

Lo miré desconcertada.

—Tienes hambre de respeto. De dignidad. De que alguien te pregunte cómo estás y no sólo te vea como basura en la calle.

No supe contestar, pero tenía razón.

—¿Qué pasó con tu familia?

—Murieron. Mi madre falleció de una enfermedad. Mi padre… se marchó con otra. Nunca volvió. Me quedé sola. Me echó de la vivienda donde vivía. No tenía adónde ir.

—¿Y la escuela?

—La abandoné en segundo de secundaria. Me avergonzaba ir sucia. Las maestras me trataban como bicho raro. Mis compañeros me insultaban.

El hombre asintió de nuevo.

—No necesitas lástima. Necesitas oportunidades.

Sacó una tarjeta de su saco y me la entregarme.

—Mañana ve a esta dirección. Es un centro de formación para jóvenes como tú. Ofrecemos apoyo, comida, ropa y, sobre todo, herramientas. Quiero que vayas.

—¿Por qué lo haces? —pregunté entre lágrimas.

—Porque cuando yo era niño, también comí de las sobras. Y alguien me tendió la mano. Ahora me toca a mí devolverlo.

Pasaron los años. Entré al centro que me recomendó. Aprendí a cocinar, a leer fluidamente, a usar el ordenador. Me dieron una cama caliente, clases de autoestima, un psicólogo que me mostró que no era menos que nadie.

Hoy tengo veintitrés años.

Trabajo como encargada de la cocina de aquel mismo restaurante donde todo comenzó. Llevo el pelo limpio, el uniforme planchado y los zapatos firmes. Me ocupo de que nunca falte un plato caliente para quien lo necesite. A veces llegan niños, ancianos, embarazadas… todos con hambre de pan, pero también de ser vistos.

Y cada vez que alguien entra, les sirvo con una sonrisa y les digo:

—Come tranquilo. Aquí no se juzga. Aquí se alimenta.

El hombre del‑traje sigue apareciendo de vez en cuando. Ya no lleva corbata tan apretada. Me saluda con un guiño y, a veces, compartimos un café al final del turno.

—Sabía que llegarías lejos —me dijo una noche.

—Usted me ayudó a empezar —respondí—, pero el resto… lo hice con hambre.

Él rió.

—La gente subestima el poder del hambre. No solo destruye, también impulsa.

Yo lo sabía bien.

Porque mi historia empezó entre sobras. Pero ahora… ahora cocino esperanzas.

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MagistrUm
El estómago me rugía como un perro perdido, y sentía las manos heladas. Caminaba por la acera, admirando las vitrinas iluminadas de los restaurantes, mientras el aroma de la comida recién hecha me atormentaba más que el frío. No llevaba ni una moneda en el bolsillo.