El estómago me rugía como un perro abandonado, y mis manos estaban heladas. Caminaba por la acera admirando las vitrinas iluminadas de los restaurantes, con ese aroma de comida recién hecha que dolía más que el frío. No llevaba ni un céntimo.

Madrid, 12 de febrero

El estómago me gruñía como un perro callejero y las manos se me estaban helando. Vagaba por la acera observando los escaparates iluminados de los restaurantes, con ese aroma a comida recién hecha que dolía más que el viento gélido. No llevaba ni un euro en el bolsillo.

La ciudad estaba congelada. Ese frío que no se escapa con bufanda ni con los puños metidos en los bolsillos. Penetra hasta los huesos y recuerda que estás solo, sin techo, sin comida sin nadie.

Tenía hambre.

No la de no he comido en horas, sino la que se instala en el cuerpo durante días. Esa que hace sonar el estómago como un tambor y que te da vértigo al agacharte demasiado rápido. Hambre de verdad, que duele.

Llevaba más de dos días sin probar bocado. Sólo había bebido un poco de agua de una fuente pública y mordisqueado un trozo de pan duro que me ofreció una anciana en la calle. Mis zapatos estaban rotos, la ropa sucia, y el cabello enredado como si me hubiese peleado con la tempestad.

Caminaba por la Gran Vía, rodeado de restaurantes elegantes. Las luces cálidas, la música suave, las risas de los comensales todo era un mundo ajeno al mío. Tras cada cristal, familias brindaban, parejas sonreían, niños jugaban con sus cubiertos como si nada les pudiese doler.

Yo yo moría por un pedazo de pan.

Después de dar vueltas por varias manzanas, me aventuré a entrar en un sitio cuyo perfume era pura gloria. El aroma de carne asada, arroz caldoso y mantequilla derretida me hizo agua la boca. Las mesas estaban llenas, pero nadie me prestó atención al principio. Vi una mesa que acababan de despejar, todavía con restos de comida, y se me aceleró el corazón.

Me acerqué con sigilo, sin mirar a nadie. Me senté como si fuera clienta, como si yo también tuviera derecho a estar allí. Sin pensarlo más, agarré un pedazo de pan duro que quedaba en la cesta y lo llevé a la boca. Estaba frío, pero para mí era un manjar.

Metí en la boca unas patatas frías con las manos temblorosas y traté de no soltar un llanto. Un trozo de carne casi seco fue lo siguiente. Lo mascé lentamente, como si fuera el último bocado del mundo. Pero justo cuando empezaba a relajarme, una voz grave me sacudió como una bofetada:

Oye. No puedes hacer eso.

Me paralicé. Tragué con esfuerzo y bajé la mirada.

Era un hombre alto, impecablemente vestido con un traje oscuro. Sus zapatos relucían como espejos y la corbata le caía perfecta sobre la camisa blanca. No era mozo. No parecía siquiera un cliente cualquiera.

Lo lo siento, señor balbuceé, con la cara ardiendo de vergüenza. Solo tenía hambre

Intenté meter una patata en el bolsillo, como si eso pudiera salvarme de la humillación. Él no dijo nada. Sólo me miró, como si no supiera si enojarse o compadecerme.

Ven conmigo ordenó finalmente.

Yo retrocedí un paso.

No voy a robar nada supliqué. Déjeme terminar esto y me voy. Le juro que no haré escándalo.

Me sentía tan pequeña, tan rota, tan invisible. Como si no perteneciera a ese sitio. Como si fuera una sombra molesta.

En vez de echarme, alzó la mano, hizo una seña a un camarero y se sentó en una mesa del fondo.

Yo me quedé inmóvil, sin entender qué ocurría. Unos minutos después, el camarero se acercó con una bandeja y dejó frente a mí un plato humeante: arroz esponjoso, carne jugosa, verduras al vapor, una rebanada de pan caliente y un vaso grande de leche.

¿Es para mí? pregunté con voz temblorosa.

Sí contestó el camarero, sonriendo.

Alcé la vista y vi al hombre observándome desde su mesa. No había burla en su mirada. No había lástima. Sólo una calma inexplicable.

Me acerqué a él, con las piernas como gelatina.

¿Por qué me dio comida? susurré.

Se quitó el saco y lo dejó sobre la silla, como si se desprendiera de una armadura invisible.

Porque nadie debería rebuscar entre las sobras para sobrevivir dijo con voz firme. Come tranquila. Yo soy el dueño de este sitio. Y a partir de hoy, siempre habrá un plato esperándote aquí.

Me quedé sin palabras. Las lágrimas me quemaron los ojos. Lloré, pero no sólo por el hambre. Lloré por la vergüenza, por el cansancio, por la humillación de sentirme menos y por el alivio de saber que, por primera vez en mucho tiempo, alguien me había visto de veras.

Al día siguiente volví. Y al otro. Y al siguiente también. Cada vez el camarero me recibía con una sonrisa, como si fuera una clienta habitual. Me sentaba en la misma mesa, comía en silencio y, al terminar, dejaba las servilletas dobladas con cuidado.

Una tarde volvió el hombre del traje. Me invitó a sentarme con él. Al principio dudé, pero algo en su voz me hizo sentir segura.

¿Tienes nombre? me preguntó.

Lucía respondí bajito.

¿Y edad?

Diecisiete.

Él asintió lentamente, sin preguntar nada más.

Después de un rato, me dijo:

Tienes hambre, sí. Pero no solo de comida.

Lo miré desconcertada.

Tienes hambre de respeto. De dignidad. De que alguien te pregunte cómo estás y no solo te vea como basura en la calle.

No supe qué contestar, pero tenía razón.

¿Qué pasó con tu familia? indagó.

Murieron. Mi madre de una enfermedad. Mi padre se fue con otra. Nunca volvió. Me quedé sola. Me echaron del piso donde vivía. No tenía adonde ir.

¿Y la escuela? prosiguió.

La dejé en segundo de secundaria. Me daba vergüenza ir sucia. Las maestras me trataban como bicho raro. Mis compañeros me insultaban.

El hombre asintió otra vez.

Tú no necesitas lástima. Necesitas oportunidades.

Sacó una tarjeta de su saco y me la entregó.

Mañana ve a esta dirección. Es un centro de formación para jóvenes como tú. Les damos apoyo, comida, ropa y, sobre todo, herramientas. Quiero que lo visites.

¿Por qué hace esto? pregunté entre lágrimas.

Porque cuando yo era niño, también comí de las sobras. Y alguien me tendió la mano. Ahora me toca a mí hacerlo.

Pasaron los años. Entré al centro que me recomendó. Aprendí a cocinar, a leer con fluidez, a usar el ordenador. Me dieron una cama caliente, clases de autoestima, un psicólogo que me enseñó que no soy menos que nadie.

Hoy tengo veintitrés años. Trabajo como encargada en la cocina del mismo restaurante donde todo empezó. Llevo el pelo limpio, el uniforme planchado y los zapatos. Me ocupo de que nunca falte un plato caliente para quien lo necesite. A veces llegan niños, ancianos, embarazadas todos con hambre de pan, pero también de ser vistos.

Y cada vez que uno de ellos entra, les sirvo con una sonrisa y les digo:

Come tranquilo. Aquí no se juzga. Aquí se alimenta.

El hombre del traje sigue apareciendo de vez en cuando. Ya no lleva la corbata tan apretada. Me saluda con un guiño y, a veces, compartimos un café al final del turno.

Sabía que llegarías lejos me dijo una noche.

Usted me ayudó a empezar le respondí, pero el resto lo hice con hambre.

Él rió.

La gente subestima el poder del hambre. No solo destruye, también impulsa.

Yo lo sé bien.

Porque mi historia comenzó entre sobras. Ahora cocino esperanzas.

Lección personal: el hambre enseña que la dignidad es el mejor alimento que podemos ofrecer y recibir.

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MagistrUm
El estómago me rugía como un perro abandonado, y mis manos estaban heladas. Caminaba por la acera admirando las vitrinas iluminadas de los restaurantes, con ese aroma de comida recién hecha que dolía más que el frío. No llevaba ni un céntimo.