**Diario de Lucía Méndez**
El estómago me rugía como un perro abandonado, y los dedos se me entumecían de frío. Avanzaba por la acera, mirando los escaparates iluminados de los bares y restaurantes, donde el aroma a comida recién hecha dolía más que el aire helado. No llevaba ni un céntimo en el bolsillo.
Madrid estaba congelada. No era el frío que se calma con una bufanda o metiendo las manos en los bolsillos. Era el que se te clava en los huesos, el que te recuerda que no tienes casa, ni comida ni a nadie.
Tenías hambre.
No el hambre de “no he comido desde el mediodía”, sino el que llevas días arrastrando. El que hace que el estómago suene como un tambor y que la cabeza te dé vueltas al agacharte. Hambre de la que te debilita, de la que duele.
Llevaba dos días sin probar bocado. Solo había bebido agua de una fuente y mordisqueado un trozo de pan duro que me dio una anciana en la calle. Los zapatos rotos, la ropa sucia, el pelo enmarañado como si hubiera peleado con el viento.
Pasé por la Gran Vía, llena de restaurantes elegantes. Luces cálidas, murmullos, risas tras los cristales. Familias brindando, parejas sonriendo, niños jugando con los cubiertos como si la vida nunca les hubiera dolido.
Y yo solo deseaba un mendrugo de pan.
Al final, entré en un local donde el olor a guiso y pan recién horneado me hizo salivar. Las mesas estaban llenas, pero nadie reparó en mí al principio. Vi un plato con restos abandonados y el corazón se me aceleró.
Me senté como si fuera una clienta más. Cogí un trozo de pan frío y lo devoré. Después, unas patatas casi secas y un pedazo de carne reseca. Lo masticaba despacio, saboreándolo como si fuera un banquete, hasta que una voz grave me heló la sangre.
Oye, esto no se hace.
Era un hombre alto, traje negro impecable, zapatos relucientes. No era un camarero, ni un cliente cualquiera.
Perdone, señor tartamudeé, la cara ardiendo. Es que tenía hambre.
Intenté esconder una patata en el bolsillo, pero él solo me observó, como si no supiera si enfadarse o compadecerme.
Ven dijo al fin.
Retrocedí.
No voy a robar nada. Déjeme terminar y me voy, se lo juro.
Me sentía insignificante, como un fantasma molesto. Pero en lugar de echarme, llamó a un camarero y señaló una mesa al fondo.
Minutos después, me pusieron delante un plato humeante: arroz con pollo, pan caliente, un vaso de leche.
¿Para mí? pregunté, temblando.
Sí asintió el camarero.
El hombre me observaba desde su mesa. Sin lástima, sin desprecio. Solo serenidad.
Me acerqué a él, las piernas flojas.
¿Por qué?
Se quitó la chaqueta, como quitándose un peso.
Nadie debería comer sobras para vivir. Eres bienvenida aquí siempre.
Las lágrimas me quemaron. Lloré por el hambre, por la vergüenza, por el alivio de que alguien me viera.
***
Volví al día siguiente. Y al otro. Siempre la misma mesa, el mismo plato. Hasta que una tarde, el hombre del traje me invitó a sentarme con él.
¿Cómo te llamas? Lucía Méndez.
¿Edad? Diecisiete.
No hizo más preguntas. Después de un silencio, dijo:
Tienes hambre, pero no solo de comida. Hambre de dignidad.
Tenía razón.
Me contó su historia: de niño, también comió de la basura. Alguien le tendió la mano, y ahora le tocaba a él. Me dio una dirección: un centro para jóvenes sin recursos.
Ve mañana.
***
Han pasado años. Aprendí a cocinar, a leer, a creer en mí. Hoy tengo veintitrés y trabajo en ese mismo restaurante. Llevo el pelo limpio, el uniforme impecable. Cuando entra alguien con hambre, les sirvo y les digo:
Come tranquilo. Aquí no se juzga.
El hombre del traje aún viene. A veces tomamos un café.
Sabía que llegarías lejos me dijo una vez.
Usted me dio el primer paso respondí. El resto lo hice con hambre.
Él sonrió.
El hambre no solo destruye. También empuja.
Y lo sé bien. Porque mi historia empezó entre migajas pero ahora cocino futuros.