El esposo trajo a otra.

**El marido trajo a otra**

Lucía se miró el vestido con ojo crítico… El vestido blanco, comprado por cuatro perras en una rebaja de última hora, le parecía demasiado sencillo. Los encajes que había elegido con tanto esmero pero que, al final, no había revisado bien, ahora le daban un aire cutre.

“Bah, total…”, pensó. “Con que le guste a Adrián, es suficiente”. Suspiró. Con ese vestido se casaría. Adrián… era su sueño, su amor a primera vista. Aunque, siendo sincera, no era precisamente un príncipe azul. Más bien parecía un vikingo despeinado, con una melena rubia rebelde, hombros anchos y una mirada traviesa de ojos azules.

Lucía lo tenía claro: el amor debía llegar así. De golpe. Como en las novelas. Nada de mediocridades.

El móvil pitó, sacándola de sus ensoñaciones. Claro, era su madre, intentando convencerla de que cancelara todo otra vez.

“Lucía, cariño, escucha a quien tiene más experiencia que tú”, dijo su madre, que llevaba una semana llorando. “¿Qué clase de boda es esta, un mes después de conoceros? ¡No sabéis ni quién sois el uno para el otro!”

¿Cuántas veces más tendría que oír lo mismo?

“El amor verdadero no necesita más tiempo”, respondió Lucía soñadora. “Ya te lo he explicado mil veces. ¡Es amor a primera vista, como en las películas!”

“Las películas son cuentos, Lucía”, replicó su madre. “En los cuentos ponen ‘y vivieron felices para siempre’ y se acabó. Pero en la vida real, después del ‘felices para siempre’ vienen las facturas, el trabajo, los niños… ¿Sabes siquiera dónde trabaja? ¿Qué planes tiene?”

Lucía no supo qué decir. Ella y Adrián nunca habían hablado de eso. Sus conversaciones eran puro romanticismo.

“Trabaja en… algo de logística”, respondió evasiva. Mejor no dar detalles, por si su madre decidía investigar.

Afortunadamente, no preguntó por sus aficiones. Porque de eso, Lucía sabía aún menos. Básicamente eran quedadas con los amigos, cervezas y videojuegos hasta altas horas. Pero, ¿qué más daba si el amor lo llenaba todo?

Su padre tomó el teléfono.

“Lucía, ¿qué puedes esperar de alguien que ni conoces? ¡No sabes ni en qué trabaja!”

“Pero a los abuelos les funcionó, y ellos se casaron aún más rápido. Se conocieron y, al mes, al registro civil.”

“Excepciones, hija. Por cada caso así, hay un millón de desastres.”

“Pues a mí me tocará la suerte.”

“¡Lucía!”

“Lo siento, tengo que irme. Adrián acaba de llegar.” Colgó sin esperar réplica.

Adrián apareció con un traje azul marino, arrugado y demasiado grande, que compró de cualquier manera. La chaqueta le colgaba de los hombros y los pantalones se arremolinaban sobre los zapatos. En la mano llevaba un ramo de margaritas del campo, atado con una cinta sencilla. A Lucía le parecieron las flores más bonitas del mundo.

“¿Lista?”, preguntó.

Lucía asintió, las manos temblorosas. Respiró hondo y salió del piso, dejando atrás dudas, consejos familiares y sentido común. Iba hacia su destino… o eso creía.

En el registro civil todo fue rápido y rutinario. La funcionaria, con cara de hastío, recitó el discurso sobre el matrimonio, el amor y la fidelidad. Adrián le puso el anillo con torpeza, y ambos sonrieron para las fotos de los pocos parientes de él. De su familia, nadie. Sus padres, ofendidos por su terquedad, no fueron.

Después, se dirigieron al piso de Adrián, que desde hacía dos días era también el suyo. Sobre la mesa, cubierta con un mantel de flores, había bocadillos de chorizo, una ensaladilla rusa y rodajas de tomate y pepino. La tía Remedios, que lo había preparado todo (y no parecía muy contenta), el tío Antonio, con resaca perpetua, y la prima Lola, de mirada envidiosa, les felicitaron sin mucho entusiasmo. Parecían más bien en un funeral que en una boda. Lucía intentó ignorarlo.

Cuando se fueron los últimos invitados, Adrián suspiró aliviado.

“Bueno, ya está. ¡Somos marido y mujer! ¡Para siempre!”

La hizo girar por la habitación y Lucía rió feliz.

Pero esa misma noche, solo tres horas después, empezó el circo (como habría dicho su madre). Adrián, aburrido tras despedir a los familiares, anunció que celebrar con ellos era una cosa, pero con los amigos, otra. Y sin más, se fue de juerga, dejando a Lucía sola en su recién estrenado nido de amor.

“¡Vuelvo pronto! Los colegas insisten, no puedo decirles que no en un día como hoy.”

El “pronto” se convirtió en toda la noche.

Adrián regresó borracho, sin recordar nada. Balbuceó una disculpa por dejarla sola y, sin esperar respuesta, se desplomó en la cama. Lucía lo cubrió en silencio.

La mañana trajo resaca para él y decepción para ella. Sabía que había cometido un error, pero no quería admitirlo, ni a sí misma ni a sus padres. ¡Eso era amor! Podría cambiarlo, ¿no? El amor lo podía todo.

La vida con Adrián fue una montaña rusa. Él era impredecible: se iba de viaje sin avisar, gastaba el sueldo en una consola o un casco de realidad virtual, dejándolos sin dinero. Armaba escándalos por los platos sin lavar y, cinco minutos después, la colmaba de halagos.

Una vez compró un cuadro abstracto carísimo, un amasijo de líneas sin sentido.

“¡Es una obra maestra!”, exclamó. “¡Tú no entiendes de arte!”

Él tampoco, pero era un capricho. Lucía pensó que con ese dinero podrían haber comprado una lavadora nueva, pero no dijo nada.

Trabajaba en logística, quejándose de su jefe y soñando con un negocio propio que nunca llegaba. Lucía era esteticista, le gustaba su trabajo y mantenía la casa, cocinaba, intentando fingir una vida normal. Pero cada día la farsa se derrumbaba más.

Habló con Adrián, le explicó que el matrimonio era responsabilidad, que no podían seguir así. Él la llamó pesada o prometió cambiar, sin hacerlo.

Una vez, tras gastar el dinero en tonterías, Lucía estalló:

“¡¿Hasta cuándo?! ¡No llegamos a fin de mes! ¿Por qué siempre soy yo la que tiene que solucionarlo?”

“Bah, solo me he dado un capricho. Trabajo mucho.”

“¿Y yo qué? ¿Soy tu criada?”

“Tranquila, cómprate algo tú también. Apúntate a baile, te gustaba.”

¡Como si le sobrara el dinero!

No entendía qué había salido mal. Soñó con amor y felicidad, y en su lugar había encontrado un niño grande, una casa vacía y peleas. ¿Dónde estaba ese príncipe que vio al principio?

En su primer aniversario, Lucía preparó una cena romántica, con velas y champán. Esperaba que Adrián recordara, que le hiciera un regalo. Pero llegó tarde, borracho… y no solo.

A su lado había una mujer menuda, de ojos asustados: Alba.

“Lucía, esta es Alba. Está embarazada.”

¿De qué?

“¿Qué?”, susurró, sintiendo que el suelo desaparecía.

“Perdona que llegue así… pero tenía que decírtelo. Fue un error. Ella se quedará con nosotros hasta que encuentre sitio. Yo lo arreglarLucía tomó su bolso y salió sin mirar atrás, sabiendo que esta vez, por fin, había elegido su propia felicidad.

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MagistrUm
El esposo trajo a otra.