El esposo trajo a otra.

Lucía se ajustó el vestido con nerviosismo, examinando cada detalle en el espejo. El vestido blanco, comprado a toda prisa en las rebajas por unos pocos euros, ahora le parecía demasiado simple. Los encajes que había elegido con ilusión se veían baratos bajo la luz del día.

“Bueno, da igual”, pensó, “Lo importante es que a Adrián le guste”. Suspiró. Con ese vestido se casaría. Adrián… Él era su sueño, su amor a primera vista. Aunque, siendo sincera, no era precisamente un príncipe azul. Más bien, un tipo robusto, con una melena rubia despeinada, hombros anchos y una mirada traviesa en sus ojos azules.

Lucía siempre había creído que el amor llegaría así. De golpe. Como en las novelas. Y no aceptaría menos.

El teléfono sonó, sacándola de sus pensamientos. Era su madre, como siempre, intentando convencerla de que cancelara todo.

“Mamá, ya te lo he dicho mil veces. Es amor verdadero. ¡De esos que solo pasan una vez en la vida!”, protestó Lucía, soñadora.

“¡Ay, hija mía, en las películas todo es bonito! Pero después del ‘vivieron felices’ vienen las facturas, los niños, el trabajo… ¿Sabes siquiera en qué trabaja?”, insistió su madre.

Lucía esquivó la pregunta. ¿Dónde trabajaba? Había mencionado algo sobre logística, pero nunca profundizaron. Sus conversaciones siempre giraban en torno a promesas de amor eterno.

“¡Lucía!”, intervino su padre al teléfono, “No puedes construir una vida con alguien que ni conoces”.

“Abuela y abuelo lo hicieron, y apenas se vieron antes de casarse”, replicó ella.

“Eso fue suerte. Uno en un millón”, contestó él.

Lucía cortó la llamada. Adrián acababa de llegar.

Llevaba un traje azul marino, arrugado y holgado. La chaqueta le colgaba de los hombros, y los pantalones se arremolinaban sobre los zapatos. En sus manos, un ramo de margaritas silvestres atadas con una cinta sencilla.

“¿Lista?”, preguntó.

Lucía asintió, sintiendo cómo le temblaban las manos. Respiró hondo y salió del piso, dejando atrás las dudas, las súplicas de su familia… y el sentido común.

En el registro civil, todo fue rápido y burocrático. La funcionaria recitó el discurso de rigor sobre el matrimonio, el amor y la fidelidad. Adrián puso el anillo en su dedo con torpeza, y sonrieron para las fotos de sus pocos familiares. Los suyos no habían venido.

La celebración fue modesta: bocadillos de jamón, ensaladilla rusa y un par de botellas de vino. Los parientes de Adrián—su tía Carmen, siempre de mal humor, su tío Javier con resaca perpetua y su prima Nuria, de mirada envidiosa—se fueron pronto, con caras de funeral.

Cuando se quedaron solos, Adrián la abrazó.

“¡Ya somos marido y mujer! ¡Para siempre!”, dijo, girándola en el aire.

Esa misma noche, todo se desmoronó.

Adrián, aburrido, anunció que iría a celebrar con sus amigos.

“Vuelvo pronto, cielo”, mintió, saliendo como un rayo.

Regresó al amanecer, borracho y sin memoria.

El tiempo no mejoró las cosas. Adrián era impredecible. Gastaba su sueldo en consolas o salidas con los amigos, dejándolos sin dinero. Se enfurecía por tonterías—un plato sin lavar, un brick de leche olvidado—y luego la colmaba de halagos.

Una vez, compró un cuadro abstracto carísimo.

“¡Es arte, Lucía! ¡Tú no entiendes!”, dijo, aunque él tampoco sabía nada del tema.

Lucía calló. Con ese dinero podrían haber arreglado la lavadora.

Trabajaba en logística, odiaba a su jefe y soñaba con ser su propio dueño. Jamás pasó de las palabras.

Ella era esteticista. Le gustaba su trabajo, pero en casa la realidad era amarga. Intentaba hablar con él, pedirle responsabilidad, pero él la tachaba de “pesada”.

Un día, explotó.

“¡No podemos vivir así! ¡No hay ni para comer!”, gritó.

“Relájate, mujer. Apúntate a baile, ¿no querías?”, respondió él, como si nada.

En su primer aniversario, Lucía preparó una cena especial. Velas, champán… Esperaba que él recordara.

Pero Adrián llegó tarde, ebrio… y acompañado.

Una mujer joven, de ojos asustados, estaba a su lado.

“Lucía, te presento a Alba… Está embarazada”.

El mundo se le vino abajo.

Él balbuceó excusas: “Fue un error, no lo recuerdo bien… Pero ¡te quiero solo a ti!”.

Alba, avergonzada, no tenía adónde ir.

Lucía salió a la calle, sin rumbo. Terminó en el pueblo de su abuela.

Allí, un secreto salió a la luz.

“Tu abuelo y yo… no hubo gran amor”, confesó su abuela. “Acepté un matrimonio conveniente. Él lo sabía… y me perdonó mis deslices”.

Lucía siempre los había visto como el amor ideal. Ahora todo era mentira.

“Vive tu vida, no la de otros”, le dijo su abuela.

Al día siguiente, Lucía recogió sus cosas y se fue.

Adrián no entendió.

“¿Adónde vas?”.

“Lejos de ti”.

Volvió con sus padres. Sorprendentemente, no la regañaron.

Meses después, reencontró a un excompañero, Pablo. Todo fue distinto esta vez. Se casaron años después, sin prisas.

Adrián se casó con Alba, pero repitió el mismo ciclo: borracheras, despilfarro… Ella también lo dejó.

Un día, Alba llamó a Lucía para disculparse.

“Fui ingenua. Pensé que podría cambiarlo”.

Lucía solo sonrió.

“No te culpes. Yo también lo creí”.

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MagistrUm
El esposo trajo a otra.