Cuando Alejandro llegó a casa el viernes por la noche, el piso olía a patatas fritas y algo agrio. Arrugó la nariz: Carmen había vuelto a cocinar col, aunque sabía perfectamente que él la odiaba. Se quitó la chaqueta cara y la colgó con cuidado en el perchero antes de dirigirse a la cocina.
—Hola —murmuró.
—¿Ya cenaste en el trabajo, supongo? —preguntó ella sin sonreír.
—Hubo cóctel después de la reunión. El cliente es del sector petrolero, montaron un banquete. Pero traje el contrato, dos millones de euros.
Carmen guardó silencio. Estaba frente a la cocina con una bata vieja, el pelo recogido en un moño. El cansancio se le notaba en la cara. En realidad, le daba igual. Ni que fueran cien millones. El dinero no recuperaría lo que habían tenido dos años atrás.
Alejandro se sentó a la mesa y abrió una botella de agua mineral. En los ojos de su mujer pasó algo que parecía un reproche.
—Hasta tu mirada es distinta —dijo ella.
—¿Distinta en qué?
—Arrogante. Como si fuera tu criada. Todo esto… ya no va con nosotros. Eres otro, Alejandro.
—¿En serio me lo dices, Carmen? ¡Me dejo la piel trabajando! Todo lo que tenemos es gracias a mí. El piso, el coche nuevo, los viajes. ¿Y tú? Ni siquiera trabajas ya.
—¡Dejé de trabajar porque tú me lo pediste! —Su voz tembló—. Tú mismo dijiste: «Quédate en casa, descansa, ahora puedo mantenernos». Pero ahora me miras como si fuera una aprovechada.
Alejandro apartó el plato.
—Lo que pasa es que me envidias. Yo avanzo y tú te quedas estancada. No es culpa mía.
—Me quedo porque tú no me dejas moverme.
Se levantó, apartando la silla con irritación:
—Si no te gusta, vive como quieras. Pero luego no te quejes.
Su matrimonio había empezado con amor. Alejandro era entonces gestor en una consultora, y Carmen, profesora de inglés. Vivían de alquiler, ahorraban poco a poco, se compraban regalos sencillos. Su felicidad estaba en los pequeños detalles: los paseos por el paseo marítimo, los picnics en el parque, las películas en casa.
Todo cambió cuando a Alejandro le ofrecieron un puesto de director de expansión en otra empresa. El sueldo se triplicó. Pronto llegaron los viajes, los bonus, los contactos. Compraron un piso de dos habitaciones en un edificio nuevo, y Carmen dejó su trabajo —por insistencia de él: «¿Para qué seguir en ese colegio? Yo me encargo».
Al principio parecía un cuento. Pero luego Carmen sintió que un tercero habitaba en su casa: el frío. Llegaba con Alejandro, en sus trajes caros, con olor a puros, hablando de mercados, tendencias y KPIs. Él cambiaba, mientras ella seguía igual. Y eso le molestaba.
—No sé —le confesó Carmen a su amiga Laura mientras tomaban café—, quizá debería volver a dar clases.
—Hazlo. Te gustaba. O busca cursos online. Tienes talento, Carmen. Es solo una crisis.
—No va del trabajo. Alejandro parece… un extraño. No es malo. Pero me trata como un mueble. Estoy en casa, cocino, limpio. Todo perfecto. Pero a nadie le importa cómo me siento.
Laura suspiró:
—Es la típica historia. Dinero, poder. El dinero saca lo que llevas dentro. Y no siempre sale algo bonito.
Un día, Alejandro llegó a casa a mitad de la semana, de buen humor, con una bolsa de una boutique.
—Mira, te compré un vestido.
Carmen lo desdobló: negro, ajustado, con abertura. Caro. Elegante. Pero no era su estilo.
—Esto no es para mí. No llevo cosas así.
—Es que tienes complejos. Salgamos. Por cierto, el viernes hay una cena de empresa. Ven conmigo. Que vean qué mujer tengo.
—¿Como un trofeo? —preguntó ella en voz baja.
Él no lo oyó. O fingió no hacerlo.
La cena fue en una casa en las afueras. Todos iban de marca. Carmen se sintió fuera de lugar. Escuchó conversaciones sobre inversiones, tipos de cambio y coches caros mientras ahogaba el aburrimiento con cava.
Cuando volvió de la terraza, Alejandro estaba junto a una chica de rojo. Joven, segura, pelo impecable, sonrisa perfecta. Carmen vio cómo le tocaba la mano. Él no la apartó.
En el coche, Carmen calló. Solo al llegar dijo:
—¿Quién es ella?
—Solo la responsable de comunicación. Tenemos un proyecto juntos.
—¿Y le dejas que te toque así?
—No exageres. Es coqueta. Además, ¿por qué montas un drama? No somos niños.
—¿O quizá has olvidado que tienes esposa? —Carmen lo miró—. ¿O prefieres que sea solo un… cuadro en la pared?
—Otra vez con lo mismo. ¿Qué quieres, Carmen?
Ella calló. Porque no lo sabía. Respeto. Interés. Amor, quizá. Pero, ¿cómo explicárselo a alguien que solo piensa en cifras?
El domingo se fue a casa de su madre.
—¿Qué os pasa? —preguntó su madre.
—Ya no me mira como antes, mamá. Es como si no existiera.
—Díselo. No te calles. Pelea.
—¿Para qué? Solo le importa su carrera.
—Si no lo hablas, nunca lo sabrás.
Volvió. Intentó hablar.
—Alejandro, estoy harta de ser invisible. Quiero trabajar. Ser alguien, no solo «la señora de».
—Pues trabaja. ¿Quién te lo impide? Pero no esperes que te lleve a entrevistas. Yo tengo mis cosas.
—Podrías al menos apoyarme.
—Y tú podrías dejar de convertir todo en un drama.
Un mes después, Carmen encontró trabajo dando clases de inglés online. Ganaba poco, pero lo importante era recuperarse a sí misma.
Pero Alejandro se distanciaba. Cada vez más frío, más ausente. Más horas en la oficina, menos interés por casa.
Un día revisó su móvil. Sin querer —lo había olvidado en casa, y ella quiso ver quién llamaba. Ahí estaban los mensajes con la chica de rojo.
«Hoy estabas espectacular». «Me encanta estar a tu lado». «Pienso en ti».
Carmen no montó un escándalo. Hizo una maleta y se fue.
El divorcio fue tranquilo. Ni siquiera se resistió.
—Carmen, si crees que es lo mejor, allá tú.
—Mejor no será. Pero al menos será honesto.
Dos meses después, la vio en una cafetería. Carmen estaba revisando documentos, concentrada.
—Hola. ¿Qué tal?
—Trabajando. Viviendo. Bien.
—Te veo… bien.
—Porque estoy bien. ¿Y tú?
Él encogió los hombros. Parecía cansado.
—Tengo todo lo que quería. Pero la gente es… vacía. Solo les interesa el dinero o los favores. Creí que ella me querría igual. Sin condiciones. Pero me equivoqué. Solo quería usarme. Y luego siguió adelante.
—No todos saben amar. Es un arte, Alejandro. Como valorar lo que sienten los demás. Perdona, tengo que irme.
Él se quedó mirándola marcharse. Por alguna razón, le dolió. Dolió saber que lo de antes jamás volvería.