**20 de octubre, 2023**
Hace tiempo que Marina dejó de creer en milagros. Seis años desde el divorcio. Seis inviernos, primaveras, veranos y otoños interminables. Su hija se casó hace un año y se mudó a Barcelona. Las llamadas eran escasas, reducidas a un frío *”mamá, todo bien”*.
Pero a nadie le importaba si todo estaba bien para Marina. Tenía solo cuarenta y dos, una edad en la que una mujer florece, aprende a respirar de nuevo. Pero, ¿de qué servía ese florecer si no había con quién compartirlo?
Era habilidosa: cocinaba platos deliciosos, envasaba tomates y pepinillos que hacían babear a los vecinos. Su balcín estaba lleno de tarros, como una exhibición de su soledad. *”¡No voy a pudrirme entre estas cuatro paredes, estoy demasiado guapa!”*, bromeaba con las amigas. Y ellas, como eco: *”¡Pues no te quedes! ¡Mira cuántos hombres hay por ahí!”*
Alguien murmuró: *”Ve a una agencia matrimonial. Dicen que encuentran al ideal. Se llama ‘El Mejor Marido’.”*
Marina soltó una risa escéptica. *”¿En serio? Como comprar zapatos: prueba, devuelve si no te gustan.”* Pero luego recordó sus cuarenta y dos años y el tictac de los relojes de la abuela, que sonaba como una condena. Y fue.
La recibió una mujer con chaqueta roja y gafas en forma de corazón.
—Aquí todo es formal —sonrió—. Seleccionamos candidatos y te los entregamos por una semana. Si te convence, lo guardas; si no, lo devuelves.
—¿Entregáis, literal? —bufó Marina.
—¡Exacto! Vive contigo. Así ves si encaja. Sin pérdida de tiempo. Nada de psicópatas, todo verificado.
Sin esperarlo, se entusiasmó. Eligieron cinco. Pagó los 300 euros. El primero llegaría esa misma noche.
Sacó del armario su vestido verde esmeralda —*”el color de la esperanza”*, decía su madre—. Se puso los pendientes de circonita, guardados en una vieja caja de perfume. El corazón le latía entre ilusión y miedo.
¡Ding-dong! Miró por la mirilla. Rosas. Un ramo enorme. Al abrir, encontró a un hombre apuesto, de traje y sonrisa segura. Cenaron: ensaladilla, solomillo, postre…
Él probó la ensaladilla y torció el gesto:
—Demasiada sal.
El solomillo:
—Está correoso.
El vino:
—Cutre.
Después recorrió el piso con aire de crítico:
—Cutre.
Después recorrió el piso con aire de crítico:
—El salón es muy modesto. La cocina necesita reforma.
Marina le tendió el ramo:
—Odio las rosas. Adiós.
Esa noche lloró un poco. Duele el orgullo. Pero quedaban cuatro.
Al día siguiente, llegó el segundo. Olía a alcohol.
—¿Celebrando ya el encuentro? —preguntó ella, cautelosa.
—¡Bah! ¡Pon el fútbol!
—Pónlo en tu casa —respondió secamente, cerrando la puerta.
El tercero apareció dos días después. Sin atractivo, con zapatos sucios y chaqueta raída. Casi lo echó, pero por educación, lo invitó a comer.
Comió con deleite, alabando cada plato. Al probar los encurtidos, exclamó:
—¡Esto es arte, señora! Jamás probé algo igual.
El tictac del reloj antiguo llamó su atención.
—Ese chirrido… —Y en minutos, subido a una silla con destornillador en mano, lo arregló. Marina lo observó, conmovida: *”Es él. Quizás no sea guapo, pero tiene manos de oro. El tercero… número de suerte.”*
Esa noche, salió del baño con su mejor lencería… y lo encontró roncando como un tractor, vestido y boca arriba. Pasó la noche empujándolo, maldiciendo en silencio. A la mañana, él, somnoliento:
—¿Traigo mis cosas esta tarde?
—No. Lo siento. Eres bueno… pero no.
El cuarto parecía salido de una película de los 70: barba, guitarra, mirada libertaria. Fumó en la cocina, cenizas al tiesto.
—Advierto: amo mi libertad. Nada de controlarme. Y me gustan las mujeres.
—¿O sea, ligón? —aclaró ella.
—¿Y qué? ¿No soy hombre?
Tras su partida, ventiló la cocina horas. Le dolía la cabeza como tras una resaca. Ni siquiera fregó los platos. Durmió como un tronco.
A la mañana, sol. Silencio. Ningún olor, voz o paso ajeno. Solo ella, un café, y los gorriones en la ventana.
—Qué bien se está sola…
Y entonces, el teléfono:
—¡Señora Marina! Es la agencia. ¡El quinto candidato es perfecto para usted!
—¡Bórrenme de sus archivos! —gritó—. ¡El mejor marido es el que no existe!
Y riendo, como liberada, abrió las cortinas de par en par, dejando entrar el sol de su nueva libertad.
**Lección:** A veces, la felicidad no llega donde la buscas, sino donde decides dejar de buscar.