El esposo avaro

Imagínate que allá por la zona del Alto Ebro, donde el frío invernal corta la respiración y el calor estival es capaz de derretir hasta los murciélagos, hay un barrio antiguo que huele a historia. Unas casitas apretadas, de dos pisos, como si las hubieran lanzado al zar con una catapulta y se ajustaran a la tierra como las arrugas de un viejo.
Los sesenta, época en la que Madrid empezaba a dar sus pasos hacia la modernidad, pero en ese rincón del mundo el tiempo era más pesado, como el pan de pobre del mercado.
Todo encajaba alrededor de la fábrica de hilados: el inspector de piezas de terciopelo, la sastre que dibujaba su patronaje, incluso el portero que guardaba el portal. Las nóminas eran justas, pero las primas de antigüedad suponían algo entre una y dos carnes de ternera en la nevera.
Y en una de estas casas de techo rojizo, en el primer piso, vivía la familia García.
Aunque a simple vista parecía una familia común, con su menudejar y sus tertulias de barrio, al cruzar la puerta te encontrabas en el reino de un avaricioso empedernido, donde el peso de cada euro lo pesabas como un lingote.
Francisco Martínez Sánchez, el patriarca de la pandilla, diría que no se merecía un título peor. Alto y huesudo, con un ceño que parecía tallado en arenisca, caminaba por las calles de Burgos provocando más sombras que admiración.
Lideraba el almacén de la hilandera con una mano de hierro: si algo no se ajustaba a las normas, se quedaba en una mesa de despacho. Pero en casa…
En casa, convertía la cena en una audiencia judicial. Su mujer, Ana María, era una figura tan distante como su silueta, escura y callada, como si hablara en susurros para no despertar a la avaricia de él.
Las criaturas de casita, como decían los del barrio, eran dos: Diego, el hijo que se negaba a mirar a los ojos a su padre, y Rosario, una niña callada que le enseñaba a contar monedas en la caja de zapatos, con las yemas de los dedos temblando.
Los vecinos especulaban en las terrazas de los bares: ¿Por qué no tenían un televisor aquel matrimonio? ¿Por qué el coche era siempre un Seat 7, del mismo modelo de los setenta? La respuesta estaba en el arcón del recibidor, con un candado de hierro y un letrero que rezaba “Prohibido meter mano”.
Adentro, en el fondo, se amontonaban las latas de aceite de oliva y las bolsas de patatas fritas, todo contado con la precisión de un reloj suizo.
El ritual matutino era inapelable: a las seis menos cinco, Francisco salía de su cuarto como un sonar de campanas. Ana María corría a abrir la puerta del arcón, a la vez que Diego se escondía detrás de la cortina de la cocina.
— Dos cucharas de arroz para ti, tres para mí, y una para él. ¿Entendido? — ordenaba el hombre, mientras metía una moneda de euro en el monedero, como si fuera un objeto prohibido.
— Sí, mi amor — murmuraba Ana María, con una voz parecida a la niebla.
— Y las tres patatas sonexas. Que no se pase ni una, o te pillan las ratas.
Diego apretaba los puños con el eco del monólogo paterno. Pero nada, ni el sol más abrasador ni el humor más cariñoso, podía borrar la mirada del horno.
Creció educado en la filosofía del “ahorrar es vivir”. En los cumpleaños de los compañeros del colegio, siempre inventaba excusas: “Tengo que estudiar”, “Me queda mucho trabajo”, “Soy una carga para mis padres”. Su punto de escape eran los libros de la biblioteca municipal, esos que olían a albahaca y a desespero.
Hasta que un día, se llevó a casa un gatito blanco, que había encontrado vagando entre las calles de Burgos.
— ¿Y tú qué has ido a traer esto? — rugió el padre, con la cara torcida por la rabia—. ¿Crees que con la ración de Diego tiene que alimentar a un animal?
— Yo comeré menos — propuso el muchacho, con voz subida—. Solo por él.
— ¡Fuera! — gritó el hombre, señalando la puerta con un dedo acusador.
Ana María observó, como una sombra que no se atreve a moverse, cómo el niño sollozaba mientras despertaba al gato y luego lo dejaba en el portal.
Esa noche, seria y callada, Ana María acarició el pelo de su hijo y le susurró algo sobre “el amor que se enseña con cariño”.
Pero Francisco, con la mirada desgastada como el suelo de una fábrica, le había enseñado que los afectos cuestan caros.
Años después, Diego abandonó el mundo de las azaleas. Se fue a estudiar en Madrid, y allí cumplió la ley de su padre: cada euro se guardaba en una caja de zapatos marcada con la palabra “Oportunidades”.
Pero un día, Iván, su compañero de piso, le propuso una escapada al cine.
— ¿Y para qué? — replicó—. Mañana se me atrasa el pago de la eléctrica.
— Anda, que tú ya tienes la matrícula cubierta — insistió el amigo—. Vive un poco de eso, ¿eh?
Diego se negó. Y así, año tras año, fue ahogándose entre el eco de su infancia.
Hasta que apareció Lucía, con su pelo rubio y sus sonrisas desesperadas.
— ¿Y por qué eres tan serio? — le preguntó una tarde tras la biblioteca.
— No sé, es así — murmuró.
— Anda, vamos a por un café a la terraza del sótano.
— Pero… es caro — titubeó.
Lucía rió como si fuera una canción.
— ¿Ya vienes? ¿O vas a seguir siendo un pringado como tu padre?
Y así, como una explosión, Diego rompió la rigidez del ahorro. Pagó el café con su mesada y se olvidó de contar los céntimos.
El matrimonio no fue especialmente lujoso. Lucía aceptó un traje sin falda y Diego compró un ramo sin rosas.
Los primeros meses fueron de risas y besos. Pero schnell, el espíritu del capitalismo vino a recordarles.
— ¿Y qué te parece si vamos a la tienda a comprar nuevos cortinados? — propuso una noche.
— Para ¿qué? Ya tenemos las ventanas tapadas — replicó—. Lo bonito no siempre sirve.
— ¡Pero es primavera! — insistió ella—. Tenemos que iluminar un poco la casa.
— Lo económico siempre es mejor — musitó.
Lucía suspiró, con un viento de desesperación.
Un día, tras siete meses de vivir la supervivencia de Diego, Lucía sentó a su marido frente al sofá y le habló de lo que quería.
— Diego, tienes que cambiar.
— ¿Y qué me dices tu? — contestó él, con la frente ceñida.
— Que ya no vivimos para ahorrar. Vivimos para estar juntos.
— No entiendes que el dinero es una herramienta.
— No, entiendo perfectamente — le interrumpió—. El dinero es una herramienta. Pero no la verdad en la que debes vivir.
— También es el futuro — insistió.
— Y si no estás con quien quieres, ni vivirás tu presente, ni te dejará el futuro.
Diego guardó silencio. El eco de los relojes usados, con sus tic-tacs como latidos de la muerte, llenaban la sala.
Siete días después, Lucía abrió la puerta.
— Adiós.
Diego, con los ojos llenos de lágrimas, se quedó sentado en el único sofá que jamás había poseído, recordando el gatito que había perdido en su infancia y la vida que no supo vivir.

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