El Espectro

**El Fantasma**

Regresaba a casa después de visitar a mis padres. En verano vivían en el pueblo. La casa era antigua, necesitaba arreglos constantes. Los fines de semana ayudaba a mi padre con las reparaciones. Últimamente su corazón no estaba bien, y yo intentaba encargarme del trabajo más pesado.

Aproveché el día para arreglar la valla, traer agua del pozo—primero para el huerto, luego para el baño—y acompañar a mamá al supermercado. Después de cenar, me preparé para volver.

—¿A estas horas? Quédate, mañana te vas—dijo mamá.

Pero le había prometido a Marina que regresaría. Cuando ya estaba por salir, la llamé, y ella también me sugirió quedarme hasta la mañana.

—¿No me echas de menos?—hice como si me ofendiera.

—Muchísimo. Y te espero—rió mi esposa.

—Pues pronto estaré allí—respondí con entusiasmo.

El sol se había puesto, dejando paso a esa hora mágica de penumbra fresca. Pocos coches circulaban. Solo al volante me di cuenta de lo agotado que estaba. Algún que otro auto pasaba a toda velocidad, deslumbrando con sus faros. Ya casi llegando a la ciudad, cerré los ojos un instante…

—¡Marina, ya estoy aquí!—grité al entrar en el piso.

No respondió. Me asomé a la cocina. Estaba frente a la sartén, removiendo algo mientras tarareaba una canción sencilla: «Tú, marinera, yo, marinero…» El aroma de la carne me hizo sonreír. Hacía tiempo que no me sentía tan ligero. El cansancio había desaparecido, como tras un largo sueño. O quizá así fue. No recordaba el viaje, como si hubiera desaparecido en un vacío temporal.

—Marina—llamé de nuevo.

Pero ella no reaccionó.

«Siempre con los auriculares», pensé. Me acerqué, pero no llevaba ninguno.

—Te extrañé y tengo hambre—susurré en su oído.

Ella se detuvo, como escuchando algo.

—¡Por fin!—me alegré—. Ya me preguntaba si te habías quedado sorda.

De pronto, Marina tapó la sartén, apagó el fuego y se giró bruscamente. Apenas tuve tiempo de apartarme.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me ignoras? ¡Estoy aquí! ¡Mírame!—grité.

Pero ella actuaba como si no existiera. De repente, sonó su móvil. Pasó junto a mí, tan cerca que sentí el aire rozar mi piel.

—Sí, soy yo—respondió—. ¿Qué? Eso no puede ser…—Un minuto después, el teléfono cayó de sus manos. Se desplomó en el sofá, cubriéndose el rostro mientras lloraba.

—Marina, ¿qué ocurre? ¿Es por mi padre? ¿El corazón?—Pero ella no me veía.

Intenté apartar sus manos, pero mis dedos la atravesaron como si fuera niebla. Salté hacia atrás, observando mis manos con horror. Ella apartó las palmas de su cara, mirando al vacío con ojos hinchados.

—¿Javier?—susurró.

—Aquí estoy—dije, esperanzado.

Pero su mirada pasó de largo por mí. No me veía.

—No puede ser. Es un error—gimió—. Javi…—y rompió en llanto otra vez.

Agarró el móvil y marcó otro número.

—Mamá… Me han llamado de la policía…—Su voz temblaba—. Javier tuvo un accidente cerca de la ciudad… No, mamá, ya no está…

«¿Hablan de mí? ¿Me morí?» No podía creerlo. ¿Cómo, si estaba aquí, en casa? Pero no recordaba haber entrado, subido las escaleras… ¿Había muerto? No sentía terror, solo extrañeza.

Marina lloraba en el sofá. Intenté consolarla, pero mi mano se detuvo en el aire. Recordé lo poco que sabía de fantasmas. Solo una película de Patrick Swayze venía a mi mente.

«¿Dónde están los guías? Alguien debería explicarme esto…»

El tiempo fluía de manera extraña. De pronto era de mañana. Marina no estaba. Algo me arrastró con fuerza hasta una habitación fría, con paredes de azulejos. Sobre una camilla yacía un cuerpo. Me acerqué y me reconocí: rostro ensangrentado, heridas. Mis padres estaban allí, mi madre llorando, mi padre sosteniéndola. Marina, pálida, con lágrimas en las mejillas.

Después salieron del tanatorio. Un taxi los esperaba.

—¿Seguro que no vienes con nosotros, Marina?—preguntó mamá entre sollozos.

Ella negó con la cabeza.

—Gregorio, pensé… Javier y Marina no tuvieron hijos. Nosotros ayudamos a pagar este piso. Ella ni siquiera está empadronada aquí. Que se vaya con su madre—dijo mamá en el taxi.

—Ana, ¿cómo piensas en la casa ahora?—protestó papá.

—Tenemos a Pablo. Pronto se casará… Y Marina…—Se quebró de nuevo.

—No me lo esperaba de ti, mamá—murmuré.

El taxi se fue. Volví con Marina, que caminaba lentamente hacia casa.

Pasó horas en el sofá, inmóvil. La comida que había preparado quedó intacta.

—Escucha, abre la carpeta azul. Ahí está el seguro de vida. Son trescientos mil euros. Con eso puedes comprarte un piso—insistí.

Ella, como si me oyera, sacó la carpeta. Pero no la abrió.

—No lo sabíamos, Marina. Pensamos que tendríamos tiempo. Te quiero—le dije hasta que, exhausta, se durmió.

En el funeral, amigos y compañeros dijeron palabras bonitas. Yo observaba, sin sentir nada hacia ese cuerpo bajo la sábana blanca. Marina levantó la vista. Por un instante, creí que me veía. Pero no.

Cuando todos se fueron, quedé junto a la tumba fresca. Algo me retenía allí. Miré al cielo. El aire vibró. Una luz apareció en lo alto, atrayéndome. No pude resistirme.

Me sentí liviano, feliz. Sabía que me esperaban. Allí sería mi hogar, donde el amor que me llamaba era mayor que el que dejaba atrás.

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