El Espectro

El Fantasma

Álvaro regresaba a casa después de visitar a sus padres. En verano vivían en un pueblo pequeño. La casa era vieja y requería cuidados constantes. Álvaro aprovechaba los fines de semana para ayudar a su padre con pequeñas reparaciones. Desde hacía un tiempo, su padre sufría del corazón, y él se encargaba del trabajo más duro.

Ese día, tras arreglar la valla, acarrear agua del pozo para el huerto y luego para el baño, e ir con su madre a la tienda, decidió volver a casa después de cenar.

—¿Dónde vas a estas horas? Quédate y mañana te vas —rogó su madre.

Pero Álvaro le había prometido a Marina regresar esa noche. Cuando ya estaba a punto de salir, la llamó, y ella también le sugirió quedarse.

—¿No me echas de menos? —dijo él, fingiendo ofenderse.

—Claro que sí. Y te espero —respondió Marina, riendo.

—Pues entonces ya llegó —contestó él con entusiasmo.

El sol ya se había puesto, y las frescas sombras de la noche lo envolvían. Había poco tráfico en la carretera. Solo al volante Álvaro se dio cuenta de lo cansado que estaba. Los faros de los coches que pasaban lo cegaban momentáneamente. Ya cerca de la ciudad, cerró los ojos un instante…

—¡Marina, ya estoy aquí! —gritó al entrar en el piso.

Ella no respondió. Álvaro asomó a la cocina. Su mujer estaba frente a los fogones, removiendo algo en la sartén mientras tarareaba una canción sencilla: “Dos gardenias para ti…”. El aroma de la carne frita le hizo agua la boca. Se sentía ligero, como si el cansancio hubiera desaparecido. Como si hubiera dormido profundamente. O quizá así había sido. No recordaba el camino a casa, como si hubiera saltado en el tiempo.

—Marina —volvió a llamarla.

Ella no reaccionó.

“Seguro que lleva auriculares”, pensó, pero al acercarse, vio que no era así.

—Te he echado de menos y tengo hambre —susurró al oído de Marina.

Ella se quedó quieta un momento, como si escuchara algo.

—Por fin —suspiró Álvaro aliviado—. Ya pensaba que te habías quedado sorda.

De repente, Marina tapó la sartén, apagó el fuego y se giró bruscamente. Álvaro apenas tuvo tiempo de apartarse.

—Marina, ¿qué pasa? ¿Por qué me ignoras? ¡Estoy aquí! ¡Abre los ojos! —gritó.

Pero ella actuaba como si no existiera. Entonces sonó el teléfono. Marina salió de la cocina, rozándolo sin darse cuenta. Álvaro sintió un leve aire en su piel.

Asomándose por encima de su hombro, vio un número desconocido. Dudó unos segundos antes de contestar.

—Sí, soy yo —dijo. Luego palideció—. ¿Cómo? Eso es un error…

El móvil se le cayó de las manos mientras se dejaba caer en el sofá, tapándose la cara y rompiendo en llanto.

—Marina, ¿qué ocurre? ¿Es mi padre? ¿El corazón? —pero ella seguía llorando sin atenderlo.

Se agachó frente a ella, intentó apartar sus manos, pero con horror descubrió que sus dedos la atravesaban como si fuera niebla. Se levantó de un salto, mirando sus manos incrédulo.

—Álvaro… —susurró ella, con los ojos hinchados.

—Estoy aquí —dijo él, esperanzado.

Pero su mirada pasó de largo, sin verlo.

—No puede ser. No es cierto —Marina balbuceó, sollozando—. Álvaro…

De pronto, agarró el móvil y marcó otro número con dedos temblorosos.

—Ahora, ahora… —lo acercó a la oreja.

Instintivamente, Álvaro tocó su bolsillo trasero. No encontró el teléfono. Ni sonó ninguno.

“Lo habré dejado en el coche”, pensó.

Marina colgó y volvió a marcar.

—Ana, me han llamado de la policía… No, Álvaro no ha llegado. Ha habido un accidente cerca de la ciudad… —respiró hondo—. No, Ana. Ya no está…

Se desmoronó en el sofá, llorando desconsoladamente.

“¿Eso soy yo? ¿Me he estrellado? ¿He muerto?” Álvaro no lo creía. ¿Cómo podía estar muerto si estaba allí, en su casa, hablando con Marina?

—Álvaro, ¿cómo voy a vivir sin ti? —gimió ella.

Él extendió la mano para consolarla, pero se detuvo en el aire. Recordó historias sobre fantasmas. ¿Por qué no había guías? ¿Cuánto tiempo le quedaba?

El tiempo fluía de modo extraño. De pronto, era de mañana y Marina ya no estaba. Lo arrastró una fuerza invisible, y en un abrir y cerrar de ojos se encontró en una fría habitación de azulejos con una camilla metálica. Sobre ella yacía un cuerpo. El suyo, con el rostro ensangrentado. Su madre sollozaba junto a su padre, quien la sostenía. Marina, más apartada, lloraba en silencio.

Salieron del depósito y tomaron un taxi.

—Ven con nosotros, Marina —rogó su madre—. Es más fácil juntos.

Ella negó con la cabeza.

Al arrancar el coche, su madre murmuró:

—Sin hijos, sin nada… el piso lo compramos nosotros. Que se vaya con su madre.

—¡Ana! ¿Cómo piensas en eso ahora? —protestó su padre.

Álvaro meneó la cabeza. No esperaba eso de ella.

Volvió con Marina, quien caminó lentamente hacia casa. Pasó horas inmóvil en el sofá, la comida intacta.

—Mira la carpeta azul. Ahí está el seguro. Con esos trescientos mil euros podrás comprarte un piso —intentó sugerirle.

Ella, como si lo hubiera oído, sacó la carpeta, pero no la abrió.

—Álvaro… ¿cómo sigo ahora? —susurró.

—No lo sabíamos, cariño —dijo él, mientras ella, agotada, se dormía.

En el funeral, amigos y compañeros dieron el pésame. Álvaro observaba desde la tumba abierta. Marina alzó la vista, y por un instante creyó que lo vio. Pero no.

Cuando todos se fueron, él permaneció allí, sintiendo una extraña paz. Al mirar al cielo, un resplandor lo atrajo irresistiblemente.

No hubo resistencia. Solo la certeza de que lo esperaban. El amor que lo llamaba era mayor que el que dejaba atrás.

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