El escándalo familiar que cambió todo tras descubrir una traición.

Mi padre se marchó porque descubrió el romance de mi madre con un compañero de trabajo. En casa hubo un escándalo terrible.
–¿Qué esperabas? ¡Siempre estoy sola, noche y día! Tú en tu trabajo, encerrado entre papeles. ¡Soy una mujer, necesito atención!
–¿Y qué dirás si me cargo a tu atento Románito? ¿Eh? ¿Le echo algo en el café y lo encierro? –preguntó papá con una furia helada. Trabajaba como detective en la policía.
–¡No te atreverás! ¡No te atreverás! Tú mismo lo has destrozado todo.

Mamá se desplomó en el sofá, llorando. Papá ya había reunido sus pocas pertenencias y se dirigía a la puerta. Yo me planté en el umbral, entre el pasillo y el salón, dispuesto a tumbarme en el suelo para impedirle salir. ¿Qué estupidez era esa? Siempre habíamos sido una familia unida, feliz. Mis padres nunca discutían, compartían los mismos chistes y se reían juntos. Sí, papá pasaba mucho tiempo en el trabajo, volvía agotado, con un único deseo: dormir. Pero esos momentos en los que lográbamos estar juntos demostraban que todo iba bien. ¡¿Cómo se le ocurrió a mamá arruinarlo todo?! ¿Y de verdad no lo perdonaría él?
–Gonzalo, no te vayas –rogó mamá, apartando las manos de su rostro manchado de lágrimas–. Perdóname. No te marches. ¡Víctor, deja de escuchar como un cotilla!

Pero no me moví. Me quedé ahí, bloqueando el paso. Con doce años, creí que podría evitar que destrozaran lo que yo consideraba una familia feliz.
–Victorito, déjame pasar –ordenó papá con ese tono serio que solo usaba en el trabajo. Nunca en casa. Nunca con nosotros.

–¡No te vayas! –supliqué.
–¡Quítate de en medio!
La misma voz fría.
–Papá… ¿y yo qué?
Me apartó como si fuera un mueble y salió del piso. Ahora entiendo que se fue tan rápido para no hacer nada de lo que se arrepentiría. No solo para no golpear a mamá en un arranque de ira, pero… llevaba su arma reglamentaria. Sus ojos ardían con tal rabia que hizo bien en marcharse. Lo comprendo ahora. Pero aquel día se convirtió, para mí, en el hombre que me apartó como a una silla. Y mamá, en la creadora de aquella pesadilla.

Román, como era de esperar, resultó ser un cabrón y también dejó a mamá después de papá. Ella quedó en una situación horrible: marido ido, amante desaparecido, hijo culpándola por la ruptura. Lo pasó mal, y encima yo…

Empecé a salir hasta tarde, a rodearme de mala compañía. Primero fueron pequeños robos, luego nos volvimos más audaces. Nos pillaron en el atraco a un pijo de Salamanca; no a todos. Él tenía seguridad, y atraparon a dos: a mí y a Adrián.

Mi padre, que para entonces era comisario, apareció en la comisaría donde me tenían. Nuestro apellido era poco común –Vega–, y mi segundo nombre no era Luis, sino Gonzalo. Alguien que lo conocía decidió avisarlo.
–Sal –me espetó.
–Vete a la mierda –masculé entre dientes.
Me arrastró fuera de la celda.
–¿Y Adrián? –grité, forcejeando.
Papá me metió en una sala de interrogatorios y me dio un par de bofetadas que resonaron en mis huesos. Limpiándome la sangre mezclada con lágrimas, el odio crecía en mí.
–¿Cuántos años tienes?
–¿Qué?
–¿Quince? Dieciséis?
Me dio la risa.

–¡Enhorabuena! ¡No sabes la edad de tu propio hijo!
–¡Porque no lo eres! –rugió–. Me casé con Lola ya embarazada. Pensé que sería una buena esposa. Pero era, es y será una… –aquí soltó un taco brutal–.
–¿Entonces quién es mi padre? –pregunté atontado.
Me tendió un pañuelo y una botella de agua. Me sequé. Gonzalo se sentó frente a mí:
–Perdona por pegarte. Me has decepcionado mucho. ¿Crees que no tengo mis propios problemas?
–Pues vete a resolverlos –refunfuñé.
–Victor… legalmente eres mío. Y pago la pensión a tu madre religiosamente. Pero si esto sigue así, me desentenderé. Que te encierren, ¿qué más me da?
–¿Y ahora?
–¿Ahora qué?
–Pues… ¿ahora no me encierran?
Negó con la cabeza.
–¿Y Adrián?
–Mira, Adrián tiene su propio padre. Familia con dinero. Se arreglarán. Preocúpate por tu vida. ¿Os creéis que la cárcel es un jardín? ¡Es el infierno! Y si eres menor, peor.

No quería ir a prisión. Solo estaba tan triste que no soportaba vivir, no soportaba mirar a mamá. Así que… me evadía. Se lo conté a Gonzalo.
–En fin, nadie elegirá por ti. O empiezas a vivir decentemente –estudiar, pensar en el futuro–, o sigues por el mal camino, que suele acabar mal. Si no quieres la cárcel, cámbiate. Puedes irte.

Me dirigí a la salida. Su voz me detuvo:
–Y no culpes a tu madre. En un divorcio, siempre hay dos responsables. Lo que dije antes… fue en un arranque. Olvídalo.
–Gonzalo… papá, ¡os queréis! ¿No podríais reconciliaros? –pregunté sin esperanza.
–Olvídate de eso también, hijo.

Los chicos de mi pandilla no querían dejarme ir. Tuve que pelear, llevé unos cuantos moratones. Pero me libré. A Adrián lo salvaron con una condena condicional y volvió a lo suyo. Yo tomé mi decisión.

Perdoné a mamá. Me esforcé mucho. Quise preguntarle quién era mi verdadero padre, pero algo me detuvo. No tenía tiempo para excavar en el pasado; en clase arrastraba tantas asignaturas pendientes que dedicaba cada minuto a recuperarlas.

Logré aprobarlo todo y presenté solicitudes en varias academias de policía.
–¿Estás loco? –protestó mamá–. ¡Eso no es vida! ¡Acuérdate de tu padre!

A él lo recordaba a menudo. Pero no nos veíamos. Sin rencor, sin palabras. Tras graduarme como teniente, fui a su oficina sin avisar. No quería nada de él, solo demostrarle que había tomado el camino correcto. No me había perdido.

Papá seguía siendo comisario. No había ascendido más. Supongo que estaba conforme. Asomé la cabeza en su despacho.
–A sus órdenes –saludé militarmente–. Teniente Vega. ¿Puedo?
–¿Victor? –preguntó, atónito.
Vaya, mamá había guardado el secreto. No le había contado nada.
–Pero hijo… pasa, pasa, cuéntame.

Me sirvió té. Ofreció coñac, pero rechacé. Hablamos casi una hora. De vez en cuando, él atendía llamadas del trabajo. Las sienes, canas; el rostro, surcado de arrugas. Aquel hombre, ajeno y familiar a la vez, me observaba con los ojos vidriosos. Se secó una lágrima. ¿Por qué?

Compartí mis logros y planes. Hablamos de fútbol y política. Era hora de irse.
–Bueno, me voy.

Me levanté.

–Espera. ¿Adónde vas? No te vayas. –Gonzalo se puso en pie–. ¿Por qué no te unes a mi equipo?

–No me iré –respondí, y en ese instante supe que, después de todo, la sangre (real o no) siempre encuentra su camino.

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MagistrUm
El escándalo familiar que cambió todo tras descubrir una traición.