ÉL ERA MEJOR QUE LOS VIDENTES

Señorita, ¿está usted de acuerdo? oí en el auricular la voz suplicante de un hombre.
De acuerdo, probemos respondí con indulgencia.

Tenía veinte años, estudiaba en la Universidad de Salamanca y necesitaba un curro extra. En el Diario de Castilla vi un anuncio que decía: «Profesor ciego de Historia busca asistente». Me entristeció al instante la idea de aquel desconocido ciego y, sin pensarlo, le llamé.

Al día siguiente llegué a la puerta del número siete del viejo caserón de la calle San Esteban. Toqué con timidez; la puerta se abrió y ante mí apareció un hombre de porte serio.

Adelante, señorita. ¿Cómo se llama? dijo el ciego, un poco agitado.

Celia. ¿Y usted? me sonrojé ligeramente.

Damián González.

Necesito su ayuda, Celia. Sus perfumes son una locura, me vuelven loco. Yo imparto Historia en la Universidad y quiero que por las noches me lean el resumen de mis apuntes; yo los memorizaré. Tengo tres clases a la semana. ¿Le parece, Celia? asintió Damián, repitiendo siempre mi nombre con delicadeza.

Miré el interior del piso del profesor. Todo impecable, sin objetos superfluos. Damián, de no más de cuarenta años, era guapo, pulcro y tenía una atracción casi divina.

Pongámonos a trabajar, Damián dije, ansioso por incorporarme.

Pasaron septiembre, febrero y mayo. Llegaron las vacaciones académicas y Damián me concedió licencia hasta el próximo septiembre. Aproveché para ir a la Costa del Sol. Una semana después ya había olvidado al ciego que me había contratado y, en el paseo, conocí a un joven de Madrid, decidido a casarse conmigo. El día de la boda quedó fijado.

A finales de agosto sonó el móvil:

Celia, mañana ven aquí.

No puedo, me caso. Estoy preparando la boda contesté alegre.

¿Casarse ya? Va muy rápido se percibió una ligera decepción en su voz. Por favor, Celia, venga. insistió Damián.

Vale, pasaré cedí a regañadientes.

Al día siguiente, en el caluroso agosto, Damián me recibió en el vestíbulo.

Vuestra fragancia es devastadora, Celia. Pasa, me invitó.

Mi prometido también la adora le comenté, sin saber por qué.

¿Qué tal si trabajamos otro año lectivo? No puedo sin ti. pidió con cierta melancolía.

Entonces, vamos al grano respondí.

Cuanto más tiempo pasaba con el profesor, menos quería el matrimonio. Cancelé la inscripción en el Registro Civil y le di el pecho a mi futuro esposo, porque una novia no es esposa y, a fin de cuentas, podía volver a ser soltera.

Con el tiempo pasamos a tutearnos. Cuando le leía el resumen, Damián me tomaba la mano con ternura. Cerraba los ojos, que no veía, y respiraba el perfume embriagador que llevaba. Todo era sencillo y acogedor.

Una tarde, llegué helada, pidiendo un té. Damián me sentó en su sillón, me cubrió los pies con una manta y dijo:

Quédate, Celia, ahora mismo.

Fue a la cocina, volvió con una bandeja. Sobre ella, rodajas de naranja y una copa de coñac.

Bébelo, te calentará.

Lo bebí despacio, mirando a Damián. Sentí un impulso de abrazarlo, acariciarlo, compadecerlo. Cuando el coñac se acabó, se acercó, me besó con pasión y me abrazó.

Quédate conmigo. Te ofreceré un mundo entero. No te rías.

No me río, Damián. Eres tan tierno sentí que mi cabeza daba vueltas, pero me sentí cálida y segura a su lado.

Damián, con la punta de los dedos, susurraba:

El ciego oye todo, el sordo ve todo.

Al día siguiente apareció la madre de Damián, Doña Carmen, quien siempre venía por la mañana a ayudar. Al verme en la cama, no se sorprendió.

Buenos días, mamá. Ya estamos tirados con Celia anunció Damián.

Nada, nada, quedados ahí. Prepararé el desayuno sonrió la señora y se dirigió a la cocina.

Yo, curiosa, le pregunté:

Damián, anoche subí al cielo. ¿Es posible?

Celia, temo acostumbrarme a ti. Sé que no eres mía, y eso duele, querida reflexionó él.

Doña Carmen gritó desde la cocina:

¡Desayuno listo, niños!

Compartimos café con leche, tostadas y risas.

Gracias, mamá. Tengo clase hoy, iré a preparar la lección. Celia, te espero dijo Damián, entrando en su habitación y acomodándose en su sillón favorito.

Cuando la madre cerró la puerta, susurró:

Celia, mi hijo se ha enamorado de verdad. Has traído la luz a su vida, y no quiero que sienta el infierno después. Como dice el refrán, a ciego de guías no lo llevan. No le hagas daño. Tú tienes tu vida clara. Cada ciego cree que al final verá la luz. No aumentes mis penas. No vuelvas más, Celia. Buscaré algo para calmar a Damián.

Me quedé perpleja, sin saber qué hacer. Sabía que Damián no era una solución permanente; no me había pedido matrimonio y yo no quería abandonarlo de golpe. También me había enamorado de él, con el corazón atrapado.

Así que empecé a visitar a Damián solo cuando su madre no estaba. No quería verle a ella, y me mortificaba mirarla a los ojos.

Un año pasó. Nuestro vínculo se hizo más fuerte, inseparable. El hombre ciego me regalaba luz. Anuncié a todos que me casaría con un ciego. Un día llegué y él me dijo:

Celia, ya no debemos vernos. Te libero, vete.

El dolor me devoró. El amor se hizo trizas. Lloré, me descontrolé, no entendía cómo soportar la separación. Damián no percibió mi tormento.

Me casé dos veces. Hubo pasión, amor y sufrimiento. Ninguno volvió a ser como Damián.

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