**Entrelazando Destinos en un Pequeño Pueblo**
En un pueblecito junto al río, donde los viejos olivos murmuraban con el viento, Isabel preparaba una olla de cocido. El aroma de las especias inundaba la cocina mientras el atardecer se desvanecía tras la ventana. De pronto, el silencio se quebró con el timbre del teléfono. Era su nieto, Adrián.
—Abuela, ¡hola! ¿Os importa si paso mañana? Aunque no vendré solo… —Su voz escondía un misterio que le hizo a Isabel apretar el pecho sin saber por qué.
—¡Claro que no, cariño! ¿Con quién vienes? —preguntó, mezclando curiosidad y un leve temblor en las palabras.
—Es una sorpresa —respondió él, pícaro, antes de colgar.
Al día siguiente, llamaron a la puerta. Isabel, secándose las manos en el delantal, corrió a abrir. En el umbral estaban Adrián y una chica desconocida, de sonrisa tímida.
—Abuela, te presento a Lucía —dijo el joven, y en sus ojos brilló una chispa. Al escuchar el nombre, Isabel se quedó inmóvil, como si el tiempo se detuviera.
***
Los nietos solían visitar a Isabel y su marido, Manuel, después del colegio. La mayor, Sofía, apenas cruzaba la puerta cuando gritaba:
—Abuelo, ¡la trigonometría me tiene en jaula! ¿Me ayudas?
Manuel, dejando el periódico, sonreía:
—Vamos, que no es para tanto. Toma el cuaderno y desenredamos esto. Mira, aquí está la incógnita, aquí pasamos este término… ¿Lo ves? ¡Eres capaz, Sofía! ¡Y encima, qué lista y qué guapa!
A Manuel se le llenaba el corazón al verla: era el vivo retrato de Isabel en su juventud. La misma mirada obstinada, el mismo afán por seguir adelante aunque las fuerzas flaquearan. Las mejillas arreboladas, la sonrisa… como la de Isabel cuando empezaban a salir.
—¿Echamos una partida a las damas? —le guiñó un ojo.
—Abuelo, la última vez me ganaste —protestó Sofía.
—¿Y por eso ya no jugamos? Bueno, como quieras… —fingió resignación.
—¡No, vamos! ¿Dónde están las fichas? —Ella ya desplegaba el tablero—. ¡Tú eliges! ¡Ah, las negras son mías! Hoy te gano, y luego tocamos la guitarra, ¿vale?
En cambio, Adrián siempre buscaba a Isabel. A Manuel le respetaba, pero le intimidaba un poco; el abuelo era severo, aunque justo.
—Abu, ayúdame con lengua, que me han puesto un cinco por la letra —susurraba, evitando su mirada—. No le digas al abuelo, ¿eh? Lo arreglo. ¿Qué hay para cenar? ¿Lentejas? ¡Me encantan! Si me ves escribir, seguro que me sale mejor…
Isabel se sentaba a su lado, observando cómo trazaba cada letra con esfuerzo. Adrián era idéntico a Manuel: la misma mirada rápida, la misma determinación. Con cinco años ya sumaba y restaba como un adulto.
—¡Abu, mira, ¡lo he conseguido! —levantó el cuaderno, orgulloso—. ¡Bien hecho, gracias a ti! —La abrazó—. ¿Sabes por qué vine solo? ¡Quería sorprenderos con unos churros! Papá me dio dinero y ahorré.
—¡Ay, mi cielo! Llama a tu abuelo y a Sofía, que cenamos y luego los churros con chocolate.
—Espera, abu —se acercó más y bajó la voz—. Me gusta una chica de clase, Lucía. Quiero regalarle un perfume que le encanta. Estoy ahorrando.
—¿En serio, precioso? ¿Y ella también te quiere?
—No, abu, todavía soy pequeño —suspiró.
—¿Es mayor? Sois compañeros, ¿no?
—No, yo tengo diez, ella nueve y medio. Pero es más alta, mucho más. Si le doy el perfume, quizá se enamore…
Isabel sonrió:
—¡Seguro que sí! Eres un chico estupendo. Lo de la altura no importa, tú ya juegas al baloncesto. Tu abuelo y yo te ayudamos con el perfume, tranquilo. ¡Ahora llama a todos!
***
El tiempo voló. Sofía terminó el instituto y se fue a estudiar a otra ciudad. Adrián estaba en segundo de bachillerato, entre exámenes y entrenamientos. Pero cada semana visitaba a sus abuelos. Ya era un hombre, fuerte y decidido, como Manuel en sus años mozos.
La noche anterior había llamado, emocionado:
—Abu, ¿os importa si voy mañana? Pero no estaré solo… ¡Es una sorpresa!
—Viene con novia, lo sé —le confesó Isabel a Manuel al colgar.
—Pues ponte ese vestido azul, que te hace parecer una chiquilla. Y a mí búscame una camisa, me pondré los vaqueros. Hay que estar presentables, ¡que aún tenemos fuelle!
Al mediodía, sonó el timbre. Isabel abrió la puerta.
—¡Adrián! —exclamó.
—Abuelos, os presento a Lucía —dijo él, ruborizado pero feliz. A su lado, una joven esbelta de sonrisa cálida.
«Es más alta que él», pensó Isabel.
—Esto es para vosotros —dijo Lucía, entregando una cajita—. Adrián me contó que hace poco fue vuestro aniversario.
Isabel abrió el regalo: su perfume favorito, el mismo que Manuel le regaló cuando empezaban a salir. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Y aquí, churros —Adrián alzó una bolsa—. ¿Te acuerdas, abu?
—Pasad, que la comida se enfría. Luego chocolate… ¡Gracias por el perfume! —Isabel miró a Manuel—. ¿Lo ves, Manolo?
El abuelo sonrió, cómplice. Estaba claro: se habían confabulado, y él le había dado la idea a Adrián.
***
En la mesa, Adrián contaba anécdotas mientras Lucía reía, mirándole con ternura. Isabel recordó cuando Manuel la cortejaba. Él era más bajo, y a ella le daba vergüenza. Hasta que un día, en la estación, alguien gritó: «¡Un niño en las vías!». La gente se agitó, pero Manuel saltó sin dudar entre el andén y el tren, sacando al pequeño asustado. La madre, entre lágrimas, le abrazaba. Desde entonces, Isabel nunca más volvió a fijarse en su estatura. Su hombre era un héroe.
Pronto Sofía volvería de vacaciones, quizá también acompañada. Habría que reunirlos a todos alrededor de la mesa: hijos, nietos, yernos… Se acercaba otro aniversario. Los años pasaban, y a veces el corazón se encogía por su velocidad. Pero bajo este cielo caminaban sus hijos y nietos, con sus mismas sonrisas, sus mismas miradas. Cantaban sus canciones, leían sus libros, sorprendidos de que a los abuelos también les gustaran.
En ellos vivía un pedazo de su alma. Eso no era solo un regalo, era una alegría inmensa, un milagro cotidiano.