El enigma oculto bajo el sofá

Elena estaba sentada en la cocina, mirando por la ventana donde el viento otoñal hacía bailar las hojas. Sus pensamientos se rompieron cuando Vera entró corriendo, gritando con alegría: «¡Mamá, alégrate! ¡Me caso! Iñigo y yo hemos puesto los papeles, la boda es en un mes». Elena se quedó helada, sin creer lo que oía. «¿En serio, hija? —suspiró—. ¿Por qué tan de repente? ¡No me habías contado nada!»

Vera, radiante de felicidad, le explicó cómo Iñigo, su novio, la había arrastrado sin aviso al registro civil. «Pasábamos por ahí, me agarró de la mano y dijo: “¿Tienes el DNI? ¡Vamos!” Ni siquiera discutí», se rió. Elena, aún confundida, murmuró: «Mañana vendrá Iñigo a pedir tu mano. Con su madre». Observaba a su hija, intentando asimilar lo rápido que había crecido. «Hay que prepararse», pensó, sintiendo el corazón apretarse entre alegría y preocupación.

Al amanecer, Elena se levantó temprano. Había que poner la mesa y arreglarse bien —no todos los días venían invitados. Mientras metía un pastel de manzana en el horno, reflexionó. Iñigo le caía bien: formal, cinco años mayor que Vera, llevaba un año con su taller de coches. Criado solo por su madre, era trabajador y parecía confiable. Pero sus pensamientos volaron al pasado, donde su propia vida había sido muy distinta a lo que soñó.

Veinte años atrás, Elena era una chiquilla enamorada de Adrián. Se conocieron en un baile del pueblo. Él, algo mayor, tenía una chispa en la mirada. Paseaban hasta medianoche, navegaban por el río Guadalquivir, respiraban el olor a hierba recién cortada. Elena se sentía la más feliz. Todo cambió cuando supo que esperaba un bebé. Su madre la regañó, pero la apoyó. Adrián, al enterarse, aceptó casarse. «Seremos una familia», decía, y ella le creyó.

Mientras se preparaba para el parto, Adrián se fue a trabajar lejos. Hacía falta dinero, sobre todo con un niño en camino. Volvía, traía cantidades que le parecían enormes, y se marchaba otra vez. Su suegra, una mujer bondadosa, quiso a Elena desde el primer día. Cuando llegó la hora de recogerlas del hospital, Adrián no apareció. Su madre y su suegra llegaron con flores, pero sus miradas esquivas la alertaron. Pensó que se había retrasado, pero su corazón ya presagiaba desgracia.

Sumida en el cuidado de Vera, Elena vivió con su suegra —como insistió Adrián. Un día, limpiando, encontró una carta olvidada bajo el sofá. La letra de su marido. «Madre, no sé cómo decírselo a Elena, pero estoy en un lío. Conocí a una chica en una fiesta. Tiene diecisiete años y espera un hijo. Su hermano y su padre me dieron un ultimátum: o me caso o… Elegí casarme. No quiero problemas. Dile tú a Elena. Necesito el divorcio. Ayudaré a Vera y a ella, no renuncio a mi hija». Elena sintió un nudo en la garganta, las lágrimas quemándole las mejillas.

¿Cómo superó la traición? Con su madre y su suegra. Se mudó con sus padres, pese a las súplicas de su suegra. «No soportaría verlo llegar con su nueva familia», explicó. Pero su suegra no se alejó. Iba cada día, llevaba dulces para Vera, como si intentara compensar el error de su hijo. «Eres como una hija para mí —decía—. Y Vera es mi alegría». Elena no guardó rencor, viendo cómo quería a su nieta.

Pero la salud de su suegra empeoró. Tras tres días sin verla, Elena corrió a su casa. La mujer, tomándole la mano, confesó: «Llevo enferma año y medio. Perdóname por Adrián. Me avergüenza. Prométeme que no lo llamarás, ni cuando yo falte. Le dejo el piso y mis ahorros a Vera». Elena cumplió su palabra. Su suegra fue enterrada sin Adrián.

Tres años después, murió también su madre. Se quedó sola con Vera, que ya tenía trece años. La niña era lista, obediente, sacaba sobresalientes, y eso era su único consuelo. El tiempo pasó, y un día, en la puerta del edificio, Elena se encontró con Adrián. Estaba cambiado: cansado, la mirada apagada, nada quedaba de su seguridad. «Hola, Elena», dijo, intentando sonreír. Ella se detuvo, conteniendo la emoción.

—¿Cómo está Vera? Te traigo dinero, sé que debo. La vida no me ha sido fácil —murmuró, rebuscando en los bolsillos.

—Estamos bien —respondió ella, fría—. Tu madre pidió que no te llamáramos, ni cuando estuvo enferma. No quería verte.

Adrián balbuceó algo sobre ver a su hija, pero Elena ya entraba en el portal. Después, los vecinos contaron: su matrimonio fracasó, el niño no era suyo, sino del novio de su esposa. Ella se fue con él, y Adrián nunca volvió a casarse.

Elena salió de sus recuerdos. El aroma del pastel llenaba la cocina. Mientras ponía la mesa, miró por la ventana. «Cómo pasa el tiempo —pensó—. Vera ya es una novia. Ayer le hacía trenzas, y hoy se casa». Vio a Iñigo ayudar a Vera a salir del coche, luego a su madre. «Qué atento», sonrió.

—Mamá, te presento a la madre de Iñigo, Carmen —dijo Vera.

—Carmen, sin más —sonrió la mujer, tendiendo la mano—. Encantada.

Los jóvenes se fueron al salón, y Elena y Carmen charlaron como viejas amigas. Reían, compartían historias, y ambas sintieron que sus hijos serían felices. Las dos bendijeron a Vera e Iñigo, seguras de hacer todo por que su vida estuviera llena de amor.

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