El misterio escondido bajo el sofá
Elena estaba sentada en la cocina, mirando por la ventana donde el viento otoñal hacía girar las hojas secas. Sus pensamientos se interrumpieron cuando Vera irrumpió con un grito de alegría: «¡Mamá, alégrate! ¡Me caso! Ilya y yo hemos puesto los papeles, la boda es en un mes». Elena se quedó paralizada, sin creer lo que oía. «¿En serio, hija? —susurró—. ¿Por qué tan de repente? ¡No me habías dicho nada!».
Vera, radiante de felicidad, le contó cómo Ilya, su novio, la había llevado de sorpresa al registro civil. «Íbamos pasando, me agarró de la mano y dijo: “¿Tienes el DNI? ¡Vamos!”. Ni siquiera lo discutí», se rió. Elena, aún confundida, murmuró: «Mañana vendrá Ilya a pedir tu mano. Con su madre». Observó a su hija, intentando asimilar lo rápido que había crecido. «Hay que prepararse», pensó, sintiendo el corazón apretarse entre la alegría y la inquietud.
Al amanecer, Elena se levantó temprano. Había que poner la mesa y arreglarse bien—los invitados no venían todos los días. Mientras metía un pastel de manzana en el horno, reflexionó. Ilya le caía bien: serio, cinco años mayor que Vera, llevaba un año con su taller de reparación de coches. Criado solo por su madre, era trabajador y parecía de fiar. Pero sus pensamientos volaron al pasado, donde su propia vida había sido muy distinta a lo que soñó.
Veinte años atrás, Elena era una jovencita enamorada de Antonio. Se conocieron en un baile en el salón del pueblo. Él, un poco mayor, seguro de sí mismo, con chispa en la mirada. Paseaban hasta medianoche, navegaban por el río Guadalquivir, respiraban el aroma del césped recién cortado. Elena se sentía la más feliz. Pero todo cambió cuando supo que esperaba un bebé. Su madre la regañó, pero la apoyó. Antonio, al enterarse, aceptó casarse. «Seremos una familia», decía, y ella le creía.
Mientras se preparaba para el parto, Antonio se fue a trabajar lejos. El dinero era necesario, más con un niño en camino. Volvía, traía sumas que le parecían enormes y se marchaba de nuevo. Su suegra, una mujer amable, quiso a Elena desde el primer día. Cuando llegó la hora de recogerla del hospital con Vera, Antonio no apareció. Su madre y su suegra llegaron con flores, pero sus miradas evasivas la alertaron. Pensó que se había retrasado, pero el corazón ya presagiaba la desgracia.
Sumida en el cuidado de su hija, Elena vivió con su suegra—así lo había decidido Antonio. Hasta que un día, limpiando la habitación, encontró una carta olvidada bajo el sofá. La letra de su marido: «Mamá, no sé cómo decírselo a Elena, pero estoy en un lío. Conocí a una chica en el cumple de un amigo. Tiene diecisiete años y está embarazada. Su hermano y su padre me dieron un ultimátum: o me caso o… Elegí casarme. No quiero problemas. Díselo tú. Necesito el divorcio. A Vera y a ella las ayudaré, no renuncio a mi hija». Elena sintió un nudo en el pecho, las lágrimas rodaban por sus mejillas.
¿Cómo superó esa traición? Con el apoyo de su madre y su suegra. Se fue a casa de sus padres, aunque la suegra le rogó que se quedara. «No soportaré verlo llegar con otra familia», explicó. Pero su suegra no se alejó. Iba cada día, llevaba dulces para Vera, como si pagara la culpa de su hijo. «Eres como una hija para mí—decía—. Y Vera es mi alegría». Elena no guardó rencor, viendo cómo quería la abuela a su nieta.
Pero la salud de su suegra empeoró. Tras tres días sin verla, Elena corrió a su casa. La mujer, tomándole la mano, confesó: «Llevo un año y medio enferma. Perdóname por Antonio. Me avergüenza. Prométeme que no lo llamarás, ni cuando yo falte. Le dejo el piso y mis ahorros a Vera». Elena cumplió su palabra. Su suegra fue enterrada sin Antonio.
Tres años después, falleció también la madre de Elena. Se quedó sola con Vera, que ya tenía trece años. La niña era inteligente, obediente, sacaba sobresalientes, y eso era su único consuelo. El tiempo pasó, y una día, en la puerta del edificio, Elena se topó con Antonio. Había cambiado: desgastado, con mirada cansada, nada quedaba de su seguridad. «Hola, Elena», dijo, intentando sonreír. Ella se detuvo, conteniendo la emoción.
—¿Cómo está Vera? Traigo dinero, sé que debo. La vida no me ha sido fácil—farfulló, rebuscando en los bolsillos.
—Estamos bien—respondió Elena, fría—. Tu madre no quiso verte, ni siquiera enferma.
Antonio balbuceó algo sobre ver a su hija, pero ella ya entraba en el portal. Más tarde, los vecinos le contaron: su matrimonio fracasó, el niño no era suyo, sino de su esposa y un compañero de clase. Ella se fue con él, y Antonio nunca volvió a casarse.
Elena volvió al presente. El aroma del pastel llenaba la cocina. Mientras ponía la mesa, miró por la ventana. «Cómo pasa el tiempo—pensó—. Vera ya es una novia. Ayer le hacía trenzas, y hoy se casa». Vio a Ilya ayudando a Vera a salir del coche, luego a su madre. «Qué atento», sonrió.
—Mamá, te presento a la madre de Ilya, Catalina—dijo Vera.
—Catalina, por favor—sonrió la mujer, tendiendo la mano—. Encantada.
Los jóvenes se fueron al salón, y Elena y Catalina hablaron como viejas amigas. Rieron, compartieron historias, y ambas sintieron que sus hijos serían felices. Bendijeron a Vera e Ilya, sabiendo que harían todo por que su vida estuviera llena de amor.