El Enigma de la Soledad

**LUCÍA.**

La vieja Dolores se secaba las lágrimas que le corrían por las mejillas marcadas por las arrugas. Gesticulaba con las manos mientras murmuraba entre dientes, como un niño balbuceante. Los hombres se rascaban la cabeza, desconcertados, y las mujeres que la rodeaban intentaban entender sus palabras.

Desde el amanecer, desesperada, Dolores había recorrido la aldea, golpeando ventanas y llorando. Toda su vida había sido muda y, para muchos, no estaba del todo en sus cabales. Por eso, aunque nadie la maltrataba, la evitaban. Al no comprender qué ocurría, mandaron llamar a Antonio, un borrachín charlatán, el único que entraba en su casa y la ayudaba a cambio de cena y una botella de aguardiente.

Por fin llegó Antonio, aún revuelto de la resaca, abriéndose paso entre la gente. Dolores se abalanzó sobre él, gimiendo y agitando los brazos; solo él lograba entenderla. Cuando terminó, el hombre palideció. Se quitó la gorra y miró a los vecinos expectantes.

—¿Qué pasa, hombre? ¡Habla! —gritaron desde el gentío.
—Lucía ha desaparecido —dijo, refiriéndose a la nieta de siete años de Dolores.
—¿Cómo? ¿Cuándo? —exclamaron las mujeres.
—¡Dijo que su madre se la llevó anoche! —balbuceó Antonio, asustado.

Un murmullo recorrió la multitud. Las mujeres se persignaron; los hombres encendieron cigarrillos con manos temblorosas.

—¿Y cómo va a llevársela una difunta? —preguntó alguien incrédulo.

Todos sabían que, tres meses atrás, la madre de la niña, Rosario, se había ahogado en las marismas. Como la abuela, había nacido muda. Fue a recoger bayas con otras mujeres y, de pronto, ocurrió la desgracia. Se perdió, pisó el fango traicionero y, al no poder gritar, nadie la oyó. Así que Lucía quedó huérfana, otra carga para Dolores. No había padre que reclamara, pues Rosario jamás había hablado de él. ¿Sería Antonio? Joven, soltero, frecuentador de la casa. Él siempre lo negó: “¡No fue cosa mía!”.

Dolores volvió a gemir y agitó las manos frenéticamente.

—¿Qué dice ahora? —cuchichearon las mujeres.

Antonio continuó:

—Dice que, cada noche, la difunta rondaba la casa. Dolores encendía velas y marcaba cruces en puertas y ventanas para ahuyentar a los espíritus. Pero Rosario no cejaba: golpeaba, miraba por las ventanas, llamando en silencio a su hija. Anoche se quedó bajo la ventana, iluminada por la luna, pálida, con ojos vacíos, murmurando el nombre de Lucía.

La abuela apartaba a la niña de la ventana, pero, en cuanto se descuidaba, la pequeña corría hacia los visillos. No supo cómo, pero entre sueños, no vio cuando la difunta engañó a la inocente y se la llevó.

Antonio se enjugó el sudor de la frente.

—¡Hay que buscarla!

Los hombres se dispersaron: unos por escopetas, otros por perros. Hasta Antonio, dejando la resaca de lado, salió a unirse a la búsqueda.

Reunidos, registraron patios, luego el cementerio. Nada. Solo quedaba adentrarse en el bosque y, después, esas marismas malditas donde yacía Rosario. Tras un último cigarro, partieron.

En el límite del bosque, hallaron huellas de pies descalzos. Los perros ladraron y se adentraron entre los árboles, guiando a los hombres durante horas, como si algo los engañara, desviándolos.

Al anochecer, los canes, exhaustos, cayeron al suelo. Los más jóvenes siguieron hacia las marismas. Con cada minuto, la esperanza menguaba.

Antonio avanzaba con cuidado. Tan concentrado estaba, que no notó que se había separado del grupo. Conocía bien aquellas marismas, así que siguió adelante.

—¿Dónde estás, Lucía? —gruñó, escrutando el fango.

Un graznido rasgó el aire. Un cuervo negro, enorme, lo observaba desde una rama, con ojos brillantes e inteligentes.

—¡Crrá! ¡Crrá! —repitió el pájaro.

El corazón de Antonio latió con fuerza. Siguió al cuervo hasta un pino alto. Allí, entre el musgo, arrebujada, estaba Lucía.

—¡Lucía! —susurró, para no asustarla.

La niña abrió los ojos y lo miró fijamente.

—¡Vive! —se alegró Antonio, envolviéndola en su chaqueta.

—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó, aunque esperaba silencio, pues como su madre, nunca había hablado.

—Vine con mamá —respondió, clara.

Antonio se estremeció.

—¡Milagro! —la cargó y salió de las marismas—. Dime algo más, niña.

—Mamá ahora es esposa del duende de las marismas. Quería llevarme con ella, pero él no la dejó.

—¿Quién? —preguntó Antonio, confundido.

—El abuelo. Muy viejo, pero sabio. Vosotros lo llamáis *El Hombre del Bosque*. Él le dijo: “No es justo arrebatarle la vida a tu sangre”. Dijo que yo aún serviré a los vivos, al bosque y a él. Luego sopló, y un aire caliente me rozó los labios. Por eso ahora hablo. ¡Y sé tantas cosas!

—¿Qué sabes? —tragó saliva.

—Que los árboles hablan y las hojas susurran. Y que tú eres mi padre.

Antonio se paralizó. La bajó con cuidado y, arrodillado, le preguntó:

—¿Eso también te lo dijo el viejo?

—Sí —asintió, abrazándolo.

Él la rodeó con torpeza. *”¿De veras será mía?”* Rosario y él solo habían estado juntos una vez. Después, ella lo evitó, como si nada hubiera pasado. Luego se fue, volvió con un bebé… *”Por algo murmuraba la gente… ¡Se parece a mí!”*

Lucía retrocedió y extendió la mano. En su palma había una baya roja.

—Cómela —ordenó—. El Hombre del Bosque lo mandó.

Antonio obedeció.

—Amarga —frunció el ceño.

—Y desde hoy dejarás el aguardiente —dijo Lucía, tirándolo hacia casa.

Antonio sonrió incrédulo. *”¿Dejar la bebida? Imposible.”* Pero se equivocó. No volvió a probarlo. Reconoció a su hija, la crió y la educó.

Y ella cumplió su destino. Se hizo curandera, ayudando a personas y animales. Buscaba hierbas en el bosque y regresaba ilesa, como si alguien la protegiera. Quizá sí. Quizá el viejo seguía velando por ella.

Y así aprendí que, a veces, los que callan oyen más lo que el bosque susurra. Y que los secretos del pasado siempre vuelven, aunque sea en forma de niña que habla con duendes.

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