**La Burl**
Frente a un pequeño escenario, los invitados bailaban, guiados por el propio homenajeado: el jefe de Rodrigo, que cumplía sesenta y cinco años. «Dios mío, qué hombre…», canturreaban desordenadamente las mujeres, siguiendo a la solista del modesto conjunto.
Lucía y su marido, agotados tanto por la celebración como por el vino y la abundante comida, permanecieron sentados ante la mesa deshecha. En el otro extremo, dos colegas discutían sobre algo, mientras un tercero cabeceaba, con la cabeza apoyada en los brazos cruzados.
Lucía se acercó a Rodrigo y le susurró al oído:
—¿Nos vamos a casa? Todos están borrachos, nadie notará nuestra ausencia. El ruido me ha dado dolor de cabeza. —Para reforzar sus palabras, se llevó las yemas de los dedos a las sienes.
Rodrigo echó un vistazo furtivo por el salón.
—Tienes razón, aquí ya no hay nada que hacer. Vámonos.
Salieron del restaurante sin que nadie los viera.
—¡Uf, qué alivio! —Lucía respiró hondo el aire fresco de la noche.
—¿Cogemos un taxi? —preguntó él.
—No, demos un paseo, respiremos. —Lucía tomó el brazo de su marido, y caminaron lentamente por las calles oscuras.
—¿No te cansarás con esos tacones? —preguntó Rodrigo.
—Entonces me llevarás en brazos, como hiciste hace veinte años. Me puse unos zapatos nuevos y me rozaron los pies. Volvíamos del cine a pie, porque aún no teníamos coche y ya no pasaba el autobús. Me cargaste hasta casa. —Lucía suspiró.
Rodrigo apretó su brazo contra el suyo, confirmando que lo recordaba.
—Ay, qué jóvenes y enamorados éramos. Veinte años han pasado en un abrir y cerrar de ojos. Parece que fue ayer cuando nos casamos, cuando esperaba a Sofía, éramos tan felices… —Otro suspiro escapó de sus labios.
—Me ascenderán pronto, lo que significa más oportunidades y un mejor sueldo. Pronto Sofía nos dará un nieto. Y en otoño celebraremos mi aniversario. Estamos sanos. ¿No es razón suficiente para ser felices? —preguntó Rodrigo.
Lucía no respondió, porque ya habían llegado a casa.
Ella se duchó primero, quitándose el maquillaje. Salió del baño con el pelo aún húmedo, envuelta en una bata amplia de toalla. Rodrigo, mentalmente, la comparó con Claudia, recordando la piel suave de su amante, su cuerpo joven y firme, sus ojos seductores, su melena exuberante… «Lo que los años hacen con las mujeres. ¿Acabará Claudia igual que Lucía dentro de veinte años? No, a ella no le pasará, siempre será joven para mí, porque llevaré veinte años más que ella. Si estuviera aquí ahora…».
Los recuerdos de su joven y fogosa amante avivaron su deseo tanto que se metió bajo una ducha fría para calmarse.
Por la mañana, sacó una camisa planchada del armario, con el leve aroma del suavizante, y descolgó la corbata que Lucía siempre elegía y colocaba junto a cada prenda. De la cocina llegaba el tentador aroma del café recién hecho.
—Hoy quiero ir a la casa de campo. Seguro que han caído manzanas, las recogeré, haré compota y un bizcocho —dijo Lucía al servirle una taza de café.
—¿Para qué? El sábado podríamos ir juntos en coche —comentó Rodrigo mientras mordía un sandwich.
—Faltan tres días para el sábado. Las manzanas se pudrirán. Además, revisaré que todo esté en orden.
—Bueno, como quieras. —Rodrigo terminó el café y dejó la taza vacía sobre la mesa.
—Me quedaré a dormir allí. No volveré de noche, y no alcanzaré el autobús. Dejaré la cena en el frigorífico —dijo Lucía a su espalda, mientras él salía de la cocina.
Se detuvo y se volvió hacia ella.
—¿De verdad te quedarás a dormir en la casa de campo?
—Sí, ¿por qué te sorprende? ¿O acaso tenías planes para mí? —Lucía sonrió con tristeza.
—No. Solo… ten cuidado. —Rodrigo salió al recibidor.
Poco después, la puerta se cerró de golpe.
Rodrigo arrancó el coche y, antes de salir del garaje, marcó el número de Claudia.
—Hola. ¿Te he despertado? Cariño, tengo una buena noticia. Lucía se irá hoy a la casa de campo y pasará la noche allí. Así que tendremos toda la noche para nosotros.
—Lo entiendo, cariño —respondió Claudia con voz cantarina, seguida de un sonoro beso.
—Eres mi niña lista. Te espero esta noche. Ya te echo de menos. —Rodrigo guardó el teléfono en el bolsillo de la chaqueta y salió del garaje, subiendo el volumen de la radio.
Todo salía a pedir de boca. Su ánimo mejoró. «Es hora de hablar con Lucía, contarle la verdad y poner las cartas sobre la mesa. Claudia no para de preguntarme cuándo estaremos juntos».
Tras el trabajo, Rodrigo pasó por una tienda y compró una botella de vino caro y frutas. Al llegar a casa, miró las ventanas de su piso: no había luz. Lucía ya se había ido. Subió las escaleras de dos en dos, el corazón protestando en su pecho. «Los años no perdonan. Debería ir al gimnasio», pensó mientras abría la puerta.
Se desvistió rápido en el recibidor y entró en la cocina con la bolsa, deteniéndose en el umbral. Frente a la ventana, de espaldas, estaba Lucía, su silueta recortada contra el cristal.
—¿No… te has ido? —masculló Rodrigo, tratando de ocultar la decepción en su voz. «Debo avisar a Claudia, cancelar todo. Estará a punto de llegar». —¿Por qué sin luz?
—¡Sorpresa! —dijo Claudia con alegría, volviéndose hacia él.
Rodrigo se quedó boquiabierto. No podía creerlo. Casi dejó caer la bolsa. Encendió la luz y miró alrededor. Era Claudia, sin duda. Se había recogido el pelo como solía hacer Lucía, por eso la confundió en la oscuridad. Respiró con fuerza y dejó la bolsa sobre la mesa.
—¿Qué? ¿Ha funcionado la sorpresa? ¡Deberías verte la cara! —Claudia se rió con ganas.
—Sí, casi me da un infarto. Pensé que era Lucía. ¿Cómo… cómo has entrado? ¿De dónde tienes llaves?
—¿No estás contento? —Claudia se acercó, lo abrazó, y Rodrigo lo olvidó todo…
Por la mañana, abrió los ojos y miró el reloj: aún tenía tiempo para holgazanear. Miró al otro lado de la cama: Claudia no estaba. Antes de que la decepción lo alcanzara, el repiqueteo de una taza llegó de la cocina, junto con el aroma del café… Rodrigo sonrió feliz, se levantó de un salto y se dirigió a la ducha.
Salió del baño desnudo, secándose el pelo con la toalla.
—Buenos días, cariño —canturreó la voz de su esposa.
Rodrigo se paralizó, olvidando cómo respirar, y se arrancó la toalla de la cabeza. Era Lucía, con su delantal de volantes.
—¡¿Tú?! ¿Ya has vuelto? —preguntó, cubriendo su desnudez con la toalla.
—¿Por qué te tapas? En veinte años te he visto de todo —se burRodrigo se arrodilló, cubierto solo por su vergüenza, y suplicó perdón, pero en los ojos secos de Lucía ya no quedaba nada que perdonar.