Santiago se encontró con su exesposa, y de la envidia se le pusieron las mejillas literalmente verdes. Cerró con fuerza la puerta del frigorífico, haciendo que todo dentro temblara por el impacto. Uno de los imanes que estaban en la puerta se soltó con un sonido metálico y cayó al suelo.
Lucía se hallaba frente a él, pálida, con las manos cerradas en puños.
— ¿Te sientes mejor? — exhaló ella, levantando la barbilla.
— Me tienes harto — dijo Santiago, esforzándose por mantener la calma. — ¿Qué clase de vida es esta? Sin alegría, sin futuro.
— ¿Así que otra vez es mi culpa? — sonrió amargamente Lucía. — Claro, no todo es como en tus sueños.
Santiago quiso decir algo, pero solo agitó la mano. Abrió una botella de agua mineral, dio un sorbo y la dejó sobre la mesa sin más.
— Santiago, no te quedes callado — dijo Lucía con voz temblorosa. — ¿Por qué no dices de una vez lo que te molesta?
— ¿Qué hay que decir? — replicó con sarcasmo. — Me he cansado de todo esto. ¡Al diablo!
Durante unos segundos se miraron en silencio. Finalmente, Lucía suspiró profundamente y se dirigió al baño. Santiago se dejó caer pesadamente en el sofá. Desde detrás de la puerta se escuchó el sonido del agua abriéndose — probablemente ella había encendido el grifo para ahogar sus lágrimas. Pero a él no le importaba.
Una vida convertida en rutina
Tres años atrás se casaron. Al principio vivieron en el piso de Lucía, heredado de sus padres, y luego se mudaron a una casa en las afueras, transferiendo el piso a su hija. Vivían en un hogar espacioso, pero sin renovar, con muebles que aún recordaban otros tiempos.
Santiago al principio estaba contento: el centro de la ciudad, una ubicación conveniente cerca del trabajo. Pero con el tiempo eso empezó a irritarlo. A Lucía le gustaba su “fortaleza familiar” con sus papeles pintados marrones y el antiguo aparador heredado. Santiago en cambio lo veía como un estancamiento.
— Lucía, di la verdad — repetía. — ¿No te gustaría cambiar ese linóleo amarillo horrendo? Renovar el interior, hacerlo moderno.
— Santiago, ahora no tenemos dinero extra para reformas — respondía con calma. — Yo también quiero cambios, pero esperemos las pagas extras.
— ¿Esperar? ¡Eso es todo lo que sabes hacer: aguantar y esperar!
Santiago often remembered how he fell in love with Lucía. Back then she was a humble student; her sincere blue eyes and gentle smile enchanted him. He would tell his friends, “She is a bud that will bloom.” But now it seemed that the flower never bloomed, instead it withered.
Lucía no se consideraba insignificante. Simplemente vivía como creía adecuado, disfrutando de los pequeños placeres: una taza de té con menta, una servilleta nueva, una tarde tranquila con un libro. Pero Santiago veía eso como estancamiento y rutina.
No se apresuraban a divorciarse: Santiago no quería volver a sus padres, y vivir separados aún no era una opción viable. La madre de Lucía, Tamara, siempre estaba del lado de la nuera:
— Hijo, Lucía es una buena chica. Alégrate de que tienes un piso.
— Mamá, no entiendes nada — respondía irritado Santiago. El padre solo gesticulaba:
— Déjalo resolverlo solo.
En casa, Santiago se enfriaba cada vez más: “Es como una sombra, como un gris fantasma…”, pensaba. En una de las disputas exclamó:
— ¡Yo veía en ti una flor hermosa! ¿Y ahora? Vivo con un capullo marchito…
Lucía entonces lloró por primera vez en muchos meses.
Y aquel día, cuando todo terminó de romperse, Santiago dijo en voz baja:
— Lucía, estoy cansado.
— ¿De qué? — preguntó ella.
— De esta vida, de la interminable rutina.
Lucía tomó su bolso y se fue. Santiago esperaba que regresara y le pidiera que se quedara, pero ella salió tranquila.
— Quizás sea mejor que vivas aparte. Vete.
Santiago explotó:
— ¡No me iré!
— Este es el piso de mis padres — dijo Lucía fríamente. — Y ya no quiero vivir con alguien para quien solo soy una carga.
Santiago no tuvo más opción que marcharse. Unas semanas después el divorcio se formalizó.
Un encuentro que lo cambió todo
Han pasado tres años. Santiago seguía viviendo con sus padres, intentando empezar una nueva vida, pero la suerte no lo acompañaba. El trabajo apenas daba dinero, y solo crecían pequeñas alegrías.
Una tarde primaveral, mientras paseaba por la calle, pasó por delante de un café y al mirar por la ventana se quedó congelado. En la entrada estaba Lucía.
Pero no era la Lucía que él recordaba. Frente a él estaba una mujer segura de sí misma con un peinado impecable, un elegante abrigo y un manojo de llaves de coche en la mano.
— ¿Lucía? — dijo Santiago, sorprendido.
Ella se giró, lo reconoció y sonrió.
— ¿Santiago? ¡Hola! ¿Cómo estás?
— Bien… — murmuró él, incapaz de apartar la mirada de ella.
— ¿Todo bien contigo? — preguntó ella con calma.
— Y tú, parece que mejor… ¿El trabajo como siempre?
— No, abrí mi propio estudio de flores. Al principio daba miedo, pero… encontré a alguien que me apoyó.
— ¿Quién es?
De una mesa en el café salió un hombre alto con un abrigo caro y abrazó cariñosamente a Lucía por los hombros:
— Cariño, la mesa está libre, ¿vamos?
— Santiago, te presento a Luis — dijo Lucía, dirigiéndose a él. — Nos alegró verte.
— Me alegro por ti — dijo Santiago en voz baja, sintiendo cómo la envidia le invadía interiormente.
— Gracias — respondió serenamente Lucía.
Luis asintió, y juntos entraron en el café, dejando a Santiago de pie en la acera fría.
Una vez dijo: “Vivo con un capullo marchito.” Pero el capullo floreció después de todo. Solo que no a su lado…