Él eligió una familia. Pero no la nuestra.

Bueno, eso fue un jarro de agua fría. Mira, te cuento. Mamá estaba que echaba chispas otra vez, como suele.

—¡Mamá, por Dios, ya basta! – Iker se volvió del ventanal donde miraba pasar los coches—. ¿Otra vez con la misma matraca? ¡Si ya te lo he explicado mil veces!

—¿Explicado? – Carmen García levantó las manos, exasperada –. ¿Qué me has explicado, vamos a ver? ¿Que nos abandonas por una desconocida con hijos?

—¡No es ninguna desconocida! ¡Elena es mi mujer! – El puño de Iker se apretó, la voz le temblaba de rabia –. ¡Y los niños también son míos ahora! ¿Entiendes? ¡Míos!

Aitana, mi hermana, callada en la cocina, jugaba con una cucharilla del té. Las lágrimas le caían sobre la taza fría. Ni siquiera lloraba, lloriqueaba; las lágrimas salían solas, como el agua ahí fuera.

—¿Tuyos? – Mi madre soltó una risa que daba escalofríos –. ¡Niño, estás chalado! ¡Tienes aquí a tu hermana, que después del accidente casi no camina! ¡Y una madre que lo ha dado todo contigo! ¡Y tú nos abandonas por otros!

Iker se dejó caer en el sofá, pasándose una mano por la cara. Cansado, machote, hasta el alma de tanto discutir.

—Mamá, intenta entender. Soy un tío de treinta y dos tacos. Tengo derecho a tener mi vida.

—¿Tu vida? – Carmen se sentó frente a él, tomándole las manos – Iker, mi niño, ¿qué vida vas a tener con una mujer divorciada y dos críos ajenos? Tú estás hecho un pimpollo, tienes un curro estupendo. Encontrarás a una chica joven, tendrás tus hijos…

—¡No quiero otros hijos! – Él soltó sus manos de un tirón –. Alejandro y Naiara ya son míos. Alejandro ayer me llamó papá. ¿Lo pillas? ¡Por primera vez en mi vida alguien me dice papá!

Aitana dio un sollozo, se levantó renqueando y se acercó a él.

—Iker, ¿y qué será de mí? – La voz le temblaba, rota –. Sabes que sin ti me ahogo. Después del accidente… tú eres mi bote salvavidas. Mamá está jubilada, apenas llega con la pensión. ¿Quién me ayuda si no tú?

El abrazo de hermanos. Él la apretó contra sí, acariciándole el pelo.

—Aitanita, cielo, no me muero. Solo me voy a vivir aparte. Ayudarte, claro que sí. Pero ahora tengo mi propia familia.

—¡Siempre tuviste tu familia aquí! – No aguantó más mamá –. ¡Nosotros somos tu familia! ¡La de verdad!

—Elena está embarazada – dijo Iker, quedito.

Se hizo un vacío. Solo se oía el tic-tac del reloj de pared y la lluvia allá afuera.

—¿Qué has dicho? – Mamá palideció, desplomándose en el butacón.

—Elena espera un niño. Nuestro. ¿Ahora entendéis por qué no puedo dejarla?

Aitana se separó, mirándole con ojos como platos.

—¿Cuánto lleva? – inquirió.

—Cinco semanas, de momento. Los médicos dicen que todo va sobre ruedas.

—Santo Dios… – Mamá se tapó la cara –. Pero niño, ¿en qué lío te has metido?

Carmen García había sido educadora infantil más de treinta años. Adoraba a los niños, pero se había imaginado otro futuro para sus nietos. No de una divorciada con dos hijos, sino de una chica de bien, de buena familia.

—Madre, ¿qué tiene eso de malo? – Iker se sentó a su lado, intentando abrazarla –. Por fin tendrás un nietecito. ¿O nieta? ¿No es buena noticia?

—¿De quién? – Ella se apartó – ¿De esa mujer que ya se casó a la carrera una vez? ¿Que ya parió dos? Vamos, ¿quién es siquiera? ¿De dónde salió?

—Elena es enfermera pediátrica en mi hospital. Buena mujer. Sus hijos son encantadores, educados.

—¿Y dónde está el padre de los críos? – Mamá no cejaba.

—Murió en una misión militar. Elena solo tenía veintidós cuando se quedó con dos bebés en brazos.

—Ah – asintió Carmen –. Entonces buscaba un pardillo que la mantuviera. Y te pilló a ti.

—¡Mamá! – Reventó Iker –. ¡Basta ya! ¡No soy ningún pardillo! Soy un hombre que ha elegido a una mujer por amor.

—¿Amor? – Se levantó, paseándose –. ¿Y qué sabrás tú? Siempre metido en casa, yendo al curro, ayudándonos. Sin pizca de experiencia con mujeres. La primera que se cruza te embauca.

Aitana volvió a la mesa, apoyando la cabeza en las manos. Después del accidente, los dolores de cabeza eran terribles, y las broncas familiares los hacían insoportables.

—Me estalla la cabeza – se quejó –. ¿Podríais bajar un poco el tono?

—Aitanita, perdona – Se acercó Iker, le tocó la frente –. Sin fiebre. ¿Has tomado las pastillas?

—Sí. Pero no me hacen nada.

—Mañana vamos al médico – prometió él.

—¿Mañana? – Mi madre soltó una risita seca –. Mañana no tendrás tiempo. Otras obligaciones ahora: llevar a hijos ajenos al colegio, ayudar con deberes.

—Alejandro tiene ocho años, a Naiara cinco. No son ajenos – repitió Iker, acabado –. Y mañana iremos al médico, sin falta.

—¿Y pasado? ¿Y la semana que viene? – Insistía Carmen –. Cuando a esa se le note la tripa, necesitará ayuda constante. Para Aitana no tendrás un minuto.

—Tendré. No me voy a otro planeta. Estaré en el barrio de al lado, jolines.

—”Barrio de al lado” – remedó mamá –. Anteras vivías al otro lado del tabique. Si a Aitana le daba un ataque por la noche, llamaba a la pared y acudías. ¿Y ahora? ¿Le das recetas por el móvil?

Iker se sentó en el sofá, recostándose. La conversación daba vuelt
Al día siguiente, mientras saludaban tímidamente a la nueva familia de Jorge bajo un sol tibio que había disipado la tristeza de la lluvia, supo que, aunque el camino sería difícil, las gotas de aquel chaparrón solo habían regado la tierra para que algo nuevo pudiera brotar entre todos ellos.

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MagistrUm
Él eligió una familia. Pero no la nuestra.