Él eligió la familia. Pero no la nuestra.

Ignacio gira bruscamente desde la ventana donde observaba los coches pasar. —Mamá, ¡basta ya! ¿Cuánto tiempo con lo mismo? ¡Te lo he explicado mil veces!

—¿Explicado? —Valeria García abre los brazos con exasperación—. ¿Qué me has explicado? ¿Que nos abandonas por otra mujer con hijos de otro?

—¡No es «otra mujer»! —responde él, puños apretados, la voz temblorosa de rabia—. ¡Leni es mi esposa! ¡Y esos niños también son míos ahora! ¿Entiendes? ¡Míos!

Carmen calla en la mesa de la cocina, girando una cucharilla de té. Las lágrimas caen en su infusión ya fría. No llora; simplemente brotan como la lluvia que golpea el cristal.

—¿Tuyos? —la madre suelta una risotada más fría que un grito—. ¡Pero si estás loco! Tienes una hermana de sangre que apenas camina tras el accidente. Tienes una madre que dio su vida por ti. Y tú… te vas con extraños.

Ignacio se sienta al borde del sofá y se pasa una mano por el rostro. Está agotado de estas discusiones, hasta el punto de dolerle las sienes.

—Mamá, intenta entenderlo. Tengo treinta y dos años, soy un hombre adulto. Tengo derecho a una vida privada.

—¿Vida privada? —Valeria se sienta frente a él y le toma las manos—. Nachito, cariño, ¿qué vida puede ser esa con una divorciada y dos críos ajenos? Eres joven, atractivo, tienes un buen empleo. Podrías encontrarte una chica más joven, tener tus hijos…

—¡No quiero otros hijos! —libera sus manos—. Máximo y Dalia ya son míos. Ayer Máximo me llamó papá. ¿Lo captas? ¡Es la primera vez que alguien me llama así!

Carmen solloza, se levanta cojeando y se acerca despacio a su hermano.

—Nacho, ¿y yo qué? —su voz es un hilo quebrado—. Sabes que sin ti no puedo. Desde el accidente, tú eres mi único apoyo. Mamá es pensionista, apenas tiene dinero. ¿Quién me ayudará si no eres tú?

Un abrazo fraternal. Ignacio la estrecha, acariciando su cabello.

—Carmiña, no me muero. Simplemente estaré en otra casa. Te ayudaré, por supuesto. Pero ahora tengo mi propia familia.

—¡Tu familia siempre ha estado aquí! —estalla Valeria—. ¡Nosotras! ¡Tu sangre!

—Leni espera un hijo —dice Ignacio en voz baja.

Cae un silencio denso. Solo el tictac del reloj y el repiqueteo de la lluvia.

—¿Qué has dicho? —la madre palidece, hundiéndose en el sillón.

—Leni está embarazada. Nuestro bebé. ¿Entiendes ahora por qué no puedo abandonarla?

Carmen se separa de él, mirándolo con ojos desorbitados.

—¿Y cuántas semanas? —pregunta ella.

—Cinco todavía. Pero los médicos dicen que todo va bien.

—Dios mío… —la madre se cubre el rostro—. Hijo, ¿qué has hecho? ¿Qué diablos has hecho?

Valeria trabajó como educadora infantil treinta años. Adoraba a los niños, pero siempre imaginó nietos de Ignacio diferentes. No de otra, divorciada y con críos, sino de una joven de familia decente.

—Mamá, ¿qué tiene de malo? —Ignacio se sienta junto a ella, intentando abrazarla—. Por fin tendrás un nieto. ¿O no es bueno?

—¿De quién? —se aparta— ¿De una que ya se casó una vez? ¿Que ya tiene dos? ¿Quién es ella? ¿De dónde salió?

—Leni es enfermera pediátrica en nuestro hospital. Buena mujer, amable. Sus niños son encantadores, educados.

—¿Y el padre? —insiste la madre.

—Murió en una misión internacional. Leni tenía veintidós años y dos bebés en brazos.

—Ajá —Valeria asiente con amargura—. Buscaba un chancho que la mantuviera a todos. Y lo encontró.

—¡Mamá! —estalla Ignacio—. ¡Basta! ¡No soy un chancho! ¡Soy un hombre que eligió a una mujer por amor!

—¿Por amor? —se levanta y pasea—. ¿Qué sabes tú del amor? Estuviste años en casa, ayudándonos. Sin experiencia con mujeres. La primera que te toca te ha dado gato por liebre.

Carmen vuelve a la mesa, apoyando la cabeza en los brazos. Desde el accidente, los dolores de cabeza aumentan con estas disputas.

—Me estalla la cabeza —se queja—. ¿Podeis hablar más bajo?

—Carmiña, perdona —Ignacio le toca la frente—. No tienes fiebre. ¿Tomaste las pastillas?

—Sí. No hacen efecto.

—Mañana vamos al médico —promete él.

—¿Mañana? —la madre esboza una sonrisa agria—. Mañana no tendrás tiempo. Ahora otras preocupaciones: llevar a los niños ajenos al colegio, hacer sus deberes.

—Máximo tiene ocho años, Dalia cinco. No son ajenos —repite Ignacio, exhausto—. Y mañana iremos al médico.

—¿Y pasado? ¿Y la semana que viene? —persiste Valeria—. Cuando a tu mujer se le note la tripa, necesitará ayuda constante. Para Carmen no quedará tiempo.

—Quedará. No me mudo a otro planeta. Solo al barrio vecino.

—Al barrio vecino —repite ella en tono burlón—. Antes vivías al lado. Si Carmen se ponía mal de noche, llamaba a la pared y aparecías. ¿Ahora la atenderás por teléfono?

Ignacio se recuesta en el sofá. Las palabras dan vueltas en círculo, como siempre. Su madre no comprende, Carmen llora, y él se siente culpable… y furioso por esa culpa.

—Nacho, ¿puedo conocer a tu Leni? —pregunta Carmen de repente.

—¿Para qué? —Valeria mira a su hija con recelo.

—Quiero verla. Ver qué tiene de especial.

—Claro que sí —responde el hermano, animado—. Quedemos mañana: en una cafetería o id a casa.


Iker recorrió el camino mojado hacia su nuevo hogar en Valencia, bajo la fina lluvia de octubre, pero con el corazón más ligero después del entendimiento alcanzado con su madre Rosa y su hermana Carla, sabiendo que al día siguiente, al despertar el sol sobre el Mediterráneo, traería por fin a Elena y sus hijos para que lo que fue desconfianza se convirtiera en una sola familia. Los días siguientes revelaron una frágil tregua; Elena, con la barriga ya pronunciada bajo su vestido suelto, llegó temerosa el domingo a la casa de Rosa, trayendo a Maximiliano, de ocho años, que escondía un dibujo arrugado para Carla, y la pequeña Dalia, de cinco, que se aferraba a la pierna de su nueva “tía”. Rosa observó con ojos escrutadores que fueron ablandándose al ver la dulzura con la que Elena se dirigía a una Carla dolorida, ofreciéndole una tisana caliente sin que se lo pidiera, y cómo Dalia, superando su timidez, depositó silenciosamente su peluche preferido en el regazo de la mujer que cojeaba. El almuerzo del domingo, con paella humeante y la voz de Maximiliano contando las novedades del cole, terminó con Rosa, a regañadientes al principio, extendiendo a Iker y Elena un sobre con unos pocos euros ahorrados “para el bebé que viene”. La firma en el registro la semana pasada fue sencilla, solo padrinos cercanos y la madre de Elena, pero la mirada húmeda de Carla desde su silla, sosteniendo la mano de Dalia, y el brindis torpe pero sincero de Rosa por “el futuro de mi hijo y su pequeña familia creciente” resonaron más que cualquier discurso; ahora, sentado en el balcón de su piso alquilado en Ruzafa, mientras Elena le reclinaba la cabeza cansada contra su hombro y desde dentro llegaban las risas de Carla ayudando a los niños con un puzle, Iker supo que el amor, como el sol valenciano tras la tormenta, no se divide, solo se multiplica para calentar todos los rincones de su vida ya unificada, y sonrió en paz.

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MagistrUm
Él eligió la familia. Pero no la nuestra.