—¡No, Elena, no lo entiendes! ¡No puedo seguir así! —Marina agarró a su amiga del brazo con tanta fuerza que esta frunció el ceño—. ¡Él se casa con ella! ¡Con esa… esa muñeca hueca! ¿Y yo qué, he desperdiciado doce años de mi vida?
—Marina, suéltame, ¡me haces daño! —Elena intentó liberarse, pero la presión de su amiga era feroz, sus ojos ardían con una llama desesperada—. Escúchame…
—¡No, escucha tú a mí! —Marina se levantó de la silla de la cocina y comenzó a caminar de un lado a otro en la habitación, como un animal enjaulado—. ¡Doce años, Elena! ¡Doce años esperándolo! Cuando estudiaba en la universidad, yo trabajaba para ayudarle con los gastos. Cuando buscaba empleo, yo lo apoyaba. ¡Cuando su madre enfermó, me quedé en el hospital a su lado como una hija! Y él… él…
La voz de Marina se quebró. Se dejó caer de nuevo en la silla y ocultó el rostro entre las manos.
Elena acercó con cuidado la taza de té, ya frío.
—¿Tal vez sea para mejor, Marinita? ¿Quizá él no era tu destino?
—¿Mi destino? —Marina alzó la mirada de golpe, clavando unos ojos que hicieron retroceder a Elena—. ¿Mi destino? ¿Acaso es mi destino quedarme sola a los cuarenta, recordando lo que pudo ser?
—Aún solo tienes treinta y ocho…
—¡Pronto treinta y nueve! —la interrumpió—. ¿Y qué hago ahora? ¿Empezar de cero? ¿Buscar a otro? ¿Quién me va a querer a mi edad? ¡Los hombres decentes ya están casados!
Elena calló, sin saber qué decir. Conocía a Marina desde la universidad, había visto cómo vacilaba entre la esperanza y la desesperación durante todos esos años. Víctor aparecía y desaparecía, prometía casarse, luego decía que no estaba preparado, que había que esperar. Y Marina esperaba, creyendo cada palabra.
—¿Recuerdas cuando estudiábamos inglés juntas? —preguntó Elena en voz baja—. Decías que querías viajar, ver el mundo. Y luego conociste a Víctor y lo dejaste todo.
—¿Qué tiene que ver el inglés ahora? —respondió Marina, irritada—. Lo amaba, ¿entiendes? ¡De verdad! No como esas tontas que cambian de hombre como de zapatos. Y él… ¡solo me usó!
—No te usó, Marina. Simplemente… no funcionó.
—¿No funcionó? —Se levantó, se acercó a la ventana y observó el patio cubierto de nieve—. ¿Sabes lo que me dijo cuando supe de su boda? Que lo conocía demasiado bien. Que con Laura le resultaba más interesante porque era “misteriosa”. ¡Misteriosa! ¡Una estudiante de veinte años que no sabe hacer nada más que tomarse selfies!
—Marina, no te tortures…
—¡No me torturo! ¡Me enfurece! No entiendo cómo llegamos a esto. ¡Éramos felices! ¿Recuerdas cuando íbamos juntos a la casa de campo en verano? ¿Cuándo me traía flores? ¿Cuándo decía que era la mejor?
—Lo recuerdo —asintió Elena—. Pero fue hace mucho, Marinita.
—¡No tanto! ¡Solo un año! Hablábamos de hijos, de nombres para ellos. ¡Él incluso elegía opciones! Y ahora Laura está embarazada de dos meses.
Elena se estremeció.
—¿Embarazada? ¡No me habías dicho eso!
—¿Para qué? —Marina se hundió en la silla, como si alguien le hubiera quitado el aire—. ¿Para qué ibas a saber que no solo se casa con ella, sino que espera un hijo? El mismo hijo con el que soñábamos.
—Dios mío, Marina… —Elena se levantó y le rodeó los hombros—. Cuánto lo siento…
—¡No lo sientas! —Marina se soltó—. ¡No hace falta! ¡Yo tengo la culpa! ¡Solo yo! Debí dejarlo hace años, cuando empezó con eso de que “no estaba listo”. Pero creí que podía cambiarlo, que entendería lo buena que soy.
—Y lo eres, Mari. Eres inteligente, amable, hermosa…
—¿Hermosa? —Marina soltó una risa amarga—. ¡Mírame! Canas, arrugas, kilos de más. Y Laura es joven, delgada, moderna. Claro que la eligió.
—¡No es por la edad ni por el físico!
—¿Entonces por qué? ¡Dime, Elena! ¿Qué hice mal? ¿Por qué no pude retenerlo?
Elena tomó sus manos entre las suyas.
—Escúchame bien. No hiciste nada mal. Fuiste una compañera excepcional. Pero Víctor… no era el hombre adecuado para ti. Es egoísta, Marina. Solo pensaba en sí mismo.
—¡No, no lo conoces! Podía ser tierno, cariñoso…
—Cuando le convenía. ¿Recuerdas cómo desaparecía meses cuando más lo necesitabas? Cómo prometía presentarte a sus padres y luego inventaba excusas. Cómo mencionaba a otras mientras decía amarte.
—¿Cómo sabes de las otras? —Marina la miró fijamente.
Elena bajó la vista.
—Lo vi hace un año. Con una rubia. Se besaban en un café. Quería decírtelo, pero…
—¡Pero no lo hiciste! —Marina se levantó de nuevo, agitada—. ¡Sabías que me engañaba y guardaste silencio!
—¡No estaba segura! Podría ser una amiga, o…
—¡O su amante! —Marina la fulminó con la mirada—. ¡Debiste decírmelo! ¡Tenía derecho a saber!
—¿Y qué habrías hecho? ¿Una escena? ¿Lo habrías dejado? Sabes que lo habrías perdonado, como siempre.
Marina quiso protestar, pero supo que Elena tenía razón. Había perdonado todo: sus retrasos, sus promesas rotas, sus ausencias. Siempre encontraba excusas, siempre creyó que cambiaría.
—¿Sabes qué duele más? —dijo en voz baja, volviendo a sentarse—. Creía que éramos iguales. Que compartíamos sueños. Pero ni siquiera recordaba lo que hablamos. Cuando le pregunté si se acordaba de nuestros planes, dijo que eran tonterías, palabras vacías.
—Para ti no lo eran.
—No. Cada palabra suya era importante. Cada beso, cada encuentro. Pero para él… solo fui conveniente. Segura. Hasta que algo mejor apareció.
Elena bebió un sorbo de té frío.
—¿Y ahora? ¿Qué harás?
—No lo sé —respondió con honestidad—. A veces pienso en buscarlo, decirle todo lo que siento. Otras, solo quiero olvidar que existe.
—¿Y si escogieras lo segundo?
—¡Fácil decirlo! ¿Cómo olvidas doce años? ¿Cómo borras a alguien que amaste más que a ti misma? Hasta dejé trabajos por él. ¿Recuerdas aquella oferta en Madrid? La rechacé porque él no quería mudarse.
—Lo recuerdo. Pensé que estabas loca.
—Ahora lo pienso yo también. Locura. Adapté mi vida a la suya, y él ni lo notó. O sí, pero lo dio por hecho.
Marina se acercó al espejo y estudió su reflejo.
—Mi madre siempre me decía: “No te entregues por completo, guárdate algo”. Y no la escuché. Creí que el amor debía ser absoluto. Que si amas de verdad, lo das todo.
—Quizá tu madre tenía razón.
—La tenía. Pero no lo entendí. Pensé que si era perfecta, él me valoraría. Que la paciencia y la lealtad vencerían.
—¿Y ahora?
—Ahora sé que los hombres no aprecian lo que lesY mientras la nieve seguía cayendo, Marina sintió por primera vez que el silencio no era vacío, sino un nuevo comienzo.