**Ecos de amor: el drama de un corazón roto**
En el pintoresco pueblo de Río Azul, donde las nieblas matinales se deslizan sobre el agua y los jardines se visten de flores, Lucía y su marido visitaban a sus padres. Alejandro abrió el maletero del coche para sacar las bolsas con regalos y dulces. De pronto, Lucía divisó a lo lejos una figura que le resultó familiar. Al fijarse mejor, el corazón le dio un vuelvo. Era Aitana, riendo, del brazo de un hombre desconocido. La saludó con la mano y una sonrisa cálida.
—¿Cómo puede ser? ¿Dónde está Jaime? —exclamó Lucía, sintiendo que la angustia le apretaba el pecho. Más tarde, la amarga verdad le rompería el mundo en pedazos.
Lucía se mudó de casa de sus padres cuando entró en tercero de carrera. La vivienda estaba en una urbanización rodeada de árboles y con un estanque cerca. Su padre lo había elegido con esmero, pues adoraba a su mujer y a su hija, siendo para Lucía el modelo de hombre perfecto. Los estudiantes nunca le llamaron la atención—demasiado seria para eso, aunque era una belleza. No salía de fiesta, ni siquiera a tomar un café. Prefería la soledad, los libros y las tardes en casa con su familia.
—Ya tendrá tiempo de divertirse —decían sus padres, creando un hogar lleno de calor.
Una pareja joven se instaló en la casa de al lado: Jaime y Aitana, unos cinco años mayores que Lucía. No tenían hijos, pero eran atractivos, especialmente él… Jaime. A veces, Lucía lo observaba desde la ventana de su dormitorio cuando volvía del trabajo, a veces solo, otras con Aitana, una mujer alta, morena y elegante.
En Navidad, sus padres invitaron a los vecinos a cenar. Llegaron con vino y un postre casero. Los recibieron con cariño y los sentaron a la mesa. Mientras su madre servía y los hombres charlaban animadamente, Lucía observaba a Aitana en silencio. Ella era discreta, apenas intervenía, examinando la casa con curiosidad. Jaime, en cambio, era encantador: alegre, educado. Tras hablar con su padre, preguntó a Lucía por la universidad, recordó sus años de estudiante y le dijo que la vida estaba por delante.
Cuando ambos se fueron, Lucía sintió un temblor en el pecho. Su mirada amable, su voz suave, sus manos expresivas… no podía sacárselos de la cabeza. Comprendió entonces: eso era amor. Verdadero, intenso, desgarrador.
Jaime ocupaba todos sus pensamientos. En clase no se concentraba, soñando con encuentros fortuitos. Lo saludaba de lejos, atesoraba sus sonrisas y volvía a perderse en sus fantasías. Su madre notaba su melancolía, intentaba sonsacarla, pero Lucía callaba. ¿Cómo decirle: «Estoy enamorada del vecino casado»? Su madre se disgustaría, se lo contaría a su padre. Así que cargó con el dolor en silencio.
El verano trajo vacances y más encuentros. Una tarde, junto al estanque, se topó con Jaime, en bermudas y con una caña de pescar. La invitó a acompañarlo. Al volver con la pesca del día, le dijo:
—¿Te ha gustado? Podemos repetir. A Aitana no le gusta pescar.
Desde entonces, cada vez que coincidían, él se acercaba, preguntaba por sus estudios, su ánimo. Una vez le revolvió el pelo y ella, sin pensar, apretó su mano contra su mejilla. Un gesto fugaz, pero Jaime la miró con atención y murmuró:
—Lucita, eres maravillosa.
Esa noche lloró hasta el amanecer, decidida a evitarlo. Sabía que no llevaría a nada bueno.
Tres años de tormento. Encuentros casuales, sonrisas amables de él, miradas frías de Aitana, visitas esporádicas de los vecinos. Lucía ardía en un amor que solo ella conocía. Terminó la carrera con matrícula de honor, consiguió trabajo, empezó su vida adulta. Los vecinos seguían sin hijos y el contacto se fue apagando. Tal vez Aitana sospechaba algo, pero nunca habló. Jaime preguntaba por su empleo, sus planes, pero no volvió a invitarla a pescar.
Pronto conoció a Alejandro en una exposición. Pintor, siete años mayor, la cautivó hablando de arte. Empezaron a salir. Alejandro era apasionado, viajero, creativo, con un taller y gran poder de seducción. A los seis meses le propuso matrimonio. Ella aceptó, buscando huir de su amor por Jaime. La decisión no fue fácil. Lloró noches enteras, sabiendo que se casaba sin amor, escapando del dolor. Jaime se le aparecía en sueños, suplicándole que no se fuera, pero ella se obligaba a corresponder a Alejandro.
Una semana antes de la boda, se cruzó por casualidad con Jaime en la ciudad. Él, contento, la invitó a pasear. Su corazón flaqueó, pero aceptó. Cuando él la felicitó por su próxima boda, ella rompió a llorar.
—¿No lo ves, Jaime? ¡Te quiero! Desde hace años, sin esperanza… —confesó entre lágrimas.
Él guardó silencio, le rodeó los hombros y susurró:
—Lo sé, pequeña. Pero no arruines tu vida. El amor de juventud pasa. Alejandro es buena persona, lo conozco. Serás feliz con él. Yo estoy casado.
—¿Eres feliz con Aitana? —preguntó ella, temblorosa.
No respondió. Solo un abrazo de despedida. Y se separaron.
Tras la boda, Lucía se mudó con Alejandro. Sus padres ocuparon su casa. La tensión se disipó. Alejandro la amaba, la vida con él era intensa, pero de noche seguía viendo a Jaime.
Rara vez iban a visitar a sus padres y, por suerte, Jaime no aparecía. Pero aquel día, mientras Alejandro descargaba los regalos del coche, Lucía vio a Aitana con un desconocido. Reía y le hizo un gesto de saludo.
—¿Cómo es posible? ¿Dónde está Jaime? —exclamó estupefacta.
Sus padres le contaron: Aitana se había divorciado, Jaime se había ido, dejándole la casa. Ahora ella se preparaba para volver a casarse. Lucía se dejó caer en una silla, conteniendo las lágrimas. Nadie lo notó, pero la noticia la dejó hecha polvo.
Semanas después, la tristeza dio paso a la alegría: esperaba un hijo. Alejandro estaba eufórico, la colmaba de flores, de amor.
Una tarde, saliendo del trabajo, absorta en sus pensamientos, oyó una voz conocida. Se dio la vuelta: era Jaime. Corrió hacia ella, la abrazó, buscó su mirada.
—¿Cómo estás, pequeña? —preguntó él.
—¿Y tú? —susurró ella.
—Libre como el viento.
Hace no mucho, habría corrido tras él hasta el fin del mundo. Su mirada, sus palabras la llamaban.
—Te he buscado. Vamos, quedémonos a hablar.
Ella miró esos ojos que tanto había amado y respondió:
—No puedo… Alejandro vendrá pronto. Y… felicítame. Espero un hijo.
Jaime bajó la cabeza. Tras un silencio, musitó:
—Sé feliz. Llegué tarde. Me aferré a un matrimonio que se deshizo en un día.
Se fue sin volverse. Ella lo siguió con la vista, pensando: «La vida pone todo en su sitio. Adiós, Jaime…».
Alejandro llegó, la llevó a casa—a su nido cálido, lleno de amor. Y entonces lo entendió: era feliz. El amor verdadero supera a la pasión, aunque solo lo aceptes con gratitud.Y años después, cuando su hijo ya corría por el jardín, entendió que el amor no siempre es un huracán, a veces es simplemente el rumor tranquilo del río que nunca deja de fluir.