**Felicidad Tardía**
Boris anduvo perdido por horas en aquella ciudad desconocida hasta que finalmente llegó a la estación de tren. Las piernas le pesaban como plomo, y el ánimo no podía estar más bajo. Había venido ilusionado, sin imaginar que terminaría huyendo como un gato con la cola entre las patas.
Encontró un banco libre en la sala de espera y se dejó caer en él. *”Descansaré un poco y luego iré a por el billete. Cinco minutos no cambiarán nada. Menos mal que no compré el de vuelta con antelación. Pensaba quedarme una semana… Pero en fin.”*
Cuando sintió que las piernas le respondían, echó la pesada bolsa de deporte al hombro y se dirigió a las taquillas. Mientras esperaba, observaba el bullicio de la estación y se preguntaba qué haría si no había billetes. Pero la taquillera se los entregó sin problemas. Aunque tendría que esperar más de tres horas. No importaba. Lo esencial era que volvería a casa.
Guardó el billete y el DNI en el bolsillo de la chaqueta y miró alrededor. Su banco ya estaba ocupado. Salió al andén. Junto a la pared de la estación había más bancos libres. Un AVE esperaba con las puertas abiertas, y la pantalla digital junto a la vía 6 mostraba su destino. Los pasajeros ya estaban a bordo.
El aire olía a creosota, polvo, cigarrillos y sudor de mil viajeros, incluidos los borrachos que merodeaban por allí. Boris se acomodó en un banco desde donde veía todas las pantallas y se preparó para la espera. Repasaba mentalmente la conversación con el nieto de Galina… *Debería haber dicho esto, replicado aquello…*
—¿Está libre? —preguntó una voz masculina a su lado.
Boris alzó la vista y vio a un hombre joven, trajeado, con una maleta de ruedas.
—Claro, siéntese —dijo, aunque había espacio de sobra.
El hombre se sentó en el otro extremo, aflojó la corbata y colocó la maleta a su lado.
—¿Viene de viaje de negocios? —preguntó Boris, con ganas de conversar.
—No, regreso a casa —contestó el otro, reticente—. ¿Y usted?
—Yo también vuelvo.
—¿También de negocios? —preguntó el hombre, escéptico.
—No. Vine de visita. Creí quedarme una semana, pero no pudo ser.
—¿Le echaron? —preguntó con curiosidad.
—Algo así. Espero el tren a Barcelona. ¿Y usted?
—Mala suerte la nuestra. Yo también me voy antes de lo previsto. Tuve que cambiar el billete.
—¿Qué vagón le tocó?
—El once.
—¡Vaya casualidad! Iremos juntos. ¿No será el compartimento cinco?
El hombre lo miró desconfiado, sacó el billete y asintió antes de guardarlo.
—Vaya, menudo azar. ¿Lo acaba de comprar? —preguntó, estudiando a Boris. Iban a pasar horas juntos.
—Sí.
—Yo debía irme en dos días, pero mi mujer llamó. La niña está enferma. No se atreve a decir el diagnóstico, está hecha un mar de lágrimas. Tuve que cortar el viaje.
—Podría haber ido en avión —sugirió Boris.
—Me da miedo volar, la verdad. El tren es más tranquilo.
En ese momento sonó el móvil del hombre. Contestó y Boris apartó la mirada, fingiendo no escuchar.
—Hola. Sí, ya estoy en la estación… Sí, tenía esperanzas… Yo también te echo de menos. No llores, intentaré escapar… —Escuchó un rato en silencio—. Vale, te llamaré si hay novedades. Hasta luego, cariño.
Colgó con el semblante sombrío. Boris no dijo nada.
—No finjas que no has oído —rompió el silencio el hombre—. Y no me juzgues, abuelo. No conoces mi historia.
—No juzgo. No es asunto mío.
—Eso está bien. Por mi hija mato. Pero mi mujer… Me enamoré como un crío. ¿A ti no te ha pasado? —le preguntó, buscando complicidad.
—Claro que sí. Pero nunca engañé a mi mujer. Si te casas, asumes una responsabilidad. ¿Y si ella te hubiera puesto los cuernos? ¿Cómo seguirías? —Boris fue sincero—. ¿Así que el viaje de negocios era una excusa?
—Pillaste. Vengo cada seis meses, respiro… y sigo adelante.
—¿Cuántos años tiene tu hija?
—Doce. ¿Y tú? ¿De visita a tus hijos? ¿Te echó tu hijo? —preguntó con cierta sorna.
—Mi hijo vive en Madrid con su familia. Siempre me llama. Pero para qué ir… Tienen su vida. No quiero estorbar.
—Es lo correcto —asintió el otro.
—Mi mujer murió hace tres años. Me casé por despecho, para olvidar a mi primer amor. Cuando ella murió, quise seguirla. La soledad es dura. O quizá sí la quise, pero no lo supe. El amor es complicado. Pero bueno, aquí estoy. Si no remueves el dolor, duele menos.
—¿Viste a algún familiar? —preguntó el hombre, cambiando de tema.
El ser humano es así: cuando sufrimos, el dolor ajeno nos alivia el propio.
—No, pero vine a ver a la persona más importante de mi vida —confesó Boris.
—Cuéntame. Tenemos tres horas. Me llamo Javier.
—Boris.
Se estrecharon las manos.
—Oye, mi mujer me preparó pollo asado y empanadas. Cocina bien. ¿Te apetece una cerveza? —ofreció Javier, como si fueran viejos amigos.
—No bebo. Ni tengo hambre. Come tú si quieres.
—Tienes razón. Sigue. —Javier se arrellanó en el banco—. ¿Qué pasó?
—¿Qué voy a contar? —suspiró Boris—. En el cole estaba enamorado de una chica. Me quedaba sin aliento cuando la veía. Pero ella ni me miraba. Nunca me declaré. Me fui a la mili. Hasta pensé en desertar, me volvía loco de celos.
Mientras estaba allí, ella se casó… con mi mejor amigo. Cuando volví, ya tenían una hija. Quise hablar con él, pero me soltó: *”¿Eres tú el padre?”* Me hirvió la sangre y le di un buen puñetazo.
—¿Era tu hija? —preguntó Javier, impaciente.
—Te dije que ni la había besado. La amé desde lejos. —Boris lo miró con severidad—. Sufrí años. Me mordía los labios al verlos juntos. Daba rodeos para no pasar por su casa. Pensé que casándome se me pasaría. Qué va.
Valentina fue una buena esposa. Sabía que no la amaba, pero se esforzaba. No merecía su cariño. Mi madre la adoraba. Pero el corazón no entiende de razones. No olvidé a Gala. Hasta quise mudarme de ciudad para no verla.
Pero ella se fue a Barcelona. Me alivió. Pude respirar. Valentina me dio un hijo. ¡Qué orgullo! Pero nunca fuimos una familia de verdad. Seguía soñando con Gala. Cuando Valentina murió, pensé en morirme yo también. Sin ella, la vida no tenía sentido.
Mi hijo ya estaba casado y se mudó a Madrid. Me dejó un portátil para hablar por Skype. Aprendí a usarlo, me metí en redes, busqué a viejos amigos… Y un día la encontré.
Le escribí. No contestó. Pensé que me había olvidado. Hasta que recibí un mensaje suyo: *”Te recuerdo. Me alegra saber de tiY así, entre risas y lágrimas, Boris y Gala subieron al tren, sabiendo que, aunque el amor había tardado en llegar, nunca es tarde para ser feliz.