El dueño de un restaurante contrató a una mujer sin hogar y su hijo. Lo que vio en las cámaras lo dejó sin palabras…

El dueño de un restaurante contrató como limpiadora a una mujer sin hogar con su hijo. Al encender las cámaras de seguridad, la vio bailar…

El sol, como un disco incandescente, se hundía lentamente tras los tejados de los edificios, tiñendo el cielo de tonos carmesí, dorados y miel. El aire olía a otoño, a hojas húmedas, al humo de algunas chimeneas y al lejano aroma del café de los quioscos. La gente se apresuraba a casa, reía, se abrazaba, vivía. Y Javier, solitario como un monumento a tiempos olvidados, miraba un solar vacío como si fuera la tumba de su juventud.

Sus manos, ocultas en los bolsillos de su abrigo de lana y seda de una marca italiana, estaban heladas, a pesar de los gruesos guantes. No sentía calor, ni el paso del tiempo, ni la ciudad a su alrededor. Solo le quedaban un dolor punzante en el pecho y destellos del pasado, como imágenes de una película antigua.

Frente a él, tras una malla oxidada, estaba el lugar donde una vez resonó la música, donde las parejas giraban al ritmo de la música, donde nacieron los primeros amores, donde él besó por primera vez a una chica bajo las estrellas. La pista de baile. Su pista de baile. Allí olía a juventud, libertad y esperanza. Ahora solo quedaban hierbajos, óxido y un silencio roto por el susurro del viento.

Era un lugar sagrado y maldito a la vez. Allí fue feliz. Allí soñó. Allí sintió que podía con todo. Y ahora, tras aquella valla, su alma parecía tan abandonada como aquel solar, cubierta de desilusión y soledad.

Sus pensamientos volvieron a lo ocurrido una hora antes. Cristina. Su estrella. Su pesadilla. Su error.

El despacho era de estilo loft, con paredes de ladrillo, luz cálida, un sofá de piel y una barra con whiskies raros. Pero el ambiente estaba helado. Cristina, inmóvil como una estatua de mármol y veneno, lo miró como si fuera basura.

—No puedes hablarme así —silbó ella, con una voz que cortaba como una navaja—. Soy la cara de tu café. Sin mí, no eres nadie.

Javier no se giró. No quería ver su máscara de arrogancia. Sabía la verdad: bailaba bien, muy bien. Pero el talento sin alma es solo un espectáculo. Y ella ya no bailaba para la gente, sino para sí misma.

—Nunca hubo nada entre nosotros, Cristina —dijo él, con una voz serena—. Y nunca lo habrá. Te agradezco los años, los clientes, tu talento. Pero dejaste de aprender. Exiges, pero no das. Crees que el mundo gira en torno a ti. Se acabó.

Dejó sobre la mesa un sobre grueso, con el equivalente a un año de sueldo. No era venganza, era respeto por su talento, no por su carácter.

Cristina ni siquiera lo miró.

—Retira tus palabras —murmuró—. Si me voy, tu imperio se hundirá. La gente venía por mí. En un mes estarás solo, como un viejo tonto que no supo quién lo hizo exitoso.

Javier se volvió. En sus ojos solo había cansancio y certeza.

—Estás despedida. Dos semanas, por ley. El administrador hará el finiquito. Buena suerte.

Salió sin mirar atrás. El coche lo esperaba. Encendió música clásica y condujo sin rumbo, con la mente hecha añicos.

Una hora después, estaba allí. Frente a aquella valla. Frente a su juventud. Frente a su dolor.

A la mañana siguiente, con la cabeza embotada, Javier despertó sintiendo que había perdido algo importante. No su trabajo. No a una mujer. A sí mismo. Y supo que debía volver. A aquel solar. A donde una vez rió, bailó, amó.

En el maletero encontró una palanca oxidada. Llegó al solar, abrió la malla y se coló como si entrara en el pasado.

El lugar lo recibió con silencio. El viento movía hojas secas, como pasando páginas de un libro olvidado. El viejo escenario de madera se inclinaba como un anciano cansado. Las puertas estaban tapiadas, las ventanas, vacías. Una rota.

Miró dentro. Penumbra. Polvo. Telarañas. Restos de sillas, clavos oxidados, carteles borrados por el tiempo.

Pero entró. No porque quisiera, sino porque sentía que algo lo esperaba allí. Tal vez una respuesta, tal vez perdón.

Dio tres pasos. El suelo, podrido, crujió y cedió.

La caída duró un segundo, pero le bastó para pensar: “Esto es todo. El final. ¿Por qué? ¿Por mi orgullo? ¿Por mi soledad? ¿Por olvidar quién fui?”

Aterrizó sobre escombros y tablones. El dolor le atravesó el costado, las manos sangraban, pero estaba vivo. Vivo. Y eso ya era un milagro.

Estaba en un sótano. Tres metros de profundidad. Paredes lisas como vidrio. Sin salidas.

El móvil estaba en el coche. Estaba atrapado.

—¡Eh! —gritó—. ¿Hay alguien? ¡Ayuda!

El eco rebotó en las paredes. Nadie respondió.

Intentó trepar. Se aferró a grietas, a trozos de hierro. Cayó. La sangre le resbalaba por los dedos. La desesperación le oprimía el corazón.

Tras una hora, se sentó en un ladrillo. Cerró los ojos. Pensó en lo absurdo del final: el dueño de una cadena de cafés, un hombre que construyó un imperio desde cero, muriendo en un solar abandonado.

De pronto, una voz.

—Mamá, ¡mira! ¡Un señor en el hoyo!

Javier alzó la vista. Arriba, en el rectángulo de luz, estaban una mujer y un niño. Ella, delgada y pálida, con bondad y preocupación en la mirada. El niño, pequeño, con ojos como los de un búho.

—¿Está bien? —preguntó ella.

—Solo quería descansar —sonrió él, ocultando el dolor—. Pero si pueden, ayúdenme a salir.

Desaparecieron. Por un momento, la esperanza murió. Pero diez minutos después volvieron con una vieja escalera oxidada. Con esfuerzo, la colocaron en el agujero.

La escalera fue un puente entre la vida y la muerte.

Javier salió. Sucio, herido, pero vivo. Bajo el sol, como un náufrago en la orilla.

—Gracias —dijo, y en esa palabra había gratitud, alivio y orgullo herido.

La mujer se llamaba Ana. El niño, Lucas. Eran pobres, pero dignos. La ropa, gastada pero limpia. El pelo, cuidado. La mirada, firme.

Vivían allí, en una caseta en ruinas. Abandonados. Traicionados.

Javier se detuvo. Una idea brilló en su mente: “No tengo limpiadora. No tengo vigilante nocturno. Tengo un cuarto de almacén vacío. Puedo darles un techo. Una oportunidad.”

—Ana —dijo, mirándola a los ojos—. Soy el dueño de varios cafés. Necesito una limpiadora y un vigilante nocturno. Te ofrezco el trabajo. Y vivienda. No es un palacio, pero es mejor que un hoyo.

Ana lo miró como a un ángel. Lágrimas de esperanza le rodaban por las mejillas.

—Acepto —susurró.

Ese mismo día llegaron a su café principal. Javier les ayudó a instalarse. Mandó traer una cama, un colchón, una mesa, vajilla. Hasta compró un coche de juguete a Lucas.

—Daniel —le dijo al administrador—,

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El dueño de un restaurante contrató a una mujer sin hogar y su hijo. Lo que vio en las cámaras lo dejó sin palabras…