El dueño de un restaurante contrata a una mujer sin hogar y su hijo, pero lo que vio en las cámaras lo dejó sin palabras

**Diario de un Hombre**

El sol, como un enorme disco incandescente, se hundía tras los tejados de los edificios, tiñendo el cielo de tonos carmesí, dorados y miel. El aire olía a otoño: una mezcla de hojas húmedas, humo de chimeneas lejanas y el aroma del café de los puestos callejeros. La gente corría a casa, reía, se abrazaba, vivía. Y allí estaba yo, Javier Soto, solo como un monumento a los tiempos olvidados, mirando un solar vacío como si fuera la tumba de mi juventud.

Mis manos, enterradas en los bolsillos de mi abrigo de lana italiana, estaban heladas a pesar de los guantes gruesos. No sentía el calor, ni el paso del tiempo, ni la ciudad a mi alrededor. Solo un dolor punzante en el pecho y destellos del pasado, como fotogramas de una vieja película.

Ante mí, tras una valla oxidada, estaba el lugar donde una vez resonó la música, donde las parejas bailaban al ritmo de los beats, donde nació mi primer amor, donde besé a una chica bajo las estrellas. La pista de baile. *Mi* pista de baile. Antes olía a juventud, libertad, esperanza. Ahora solo quedaban hierbajos, óxido y un silencio roto por el susurro del viento.

Ese sitio era a la vez un santuario y una maldición. Allí fui feliz. Allí soñé. Allí creí que podía conquistar el mundo. Y ahora, tras esa valla, sentía que mi alma también se había llenado de maleza, como ese solar abandonado: decepción, soledad, arrepentimiento.

Mis pensamientos volvieron a lo ocurrido apenas una hora antes. *Lucía*. Mi estrella. Mi pesadilla. Mi error.

Su despacho era de estilo loft: ladrillo visto, luz cálida, sofá de piel, una barra con whisky caro. Pero el ambiente estaba helado. Lucía, erguida como una estatua de mármol y veneno, me miraba como si fuera basura. Su cuerpo, esculpido por años de entrenamiento, su mirada fría como el acero.

No tienes derecho a hablarme así silbó, su voz cortaba como una navaja. Yo soy la cara de tu cafetería. Sin mí, no eres nadie.

Yo estaba de espaldas, junto a la ventana. No me giré. No quería ver su desprecio. Sabía la verdad: sí, bailaba bien. Muy bien. Pero el talento sin alma es solo un espectáculo vacío. Y ella ya no bailaba para la gente, sino para su ego, para la fama, para los admiradores que creía que le pertenecían.

Entre nosotros nunca hubo nada, Lucía dije con voz serena, como la superficie de un lago antes de la tormenta. Y nunca lo habrá. Te agradezco los años, el éxito que trajiste, porque fuiste la mejor. Pero dejaste de aprender. Empezaste a exigir, no a ofrecer. Crees que el mundo gira en torno a ti. Esto se acabó.

Dejé sobre la mesa un sobre grueso. Con dinero suficiente para un año de sueldo. No era venganza. Era un adiós con respeto a su talento, pero no a su carácter.

Lucía ni siquiera lo miró.

Recoge tus palabras gruñó. Me voy. Y tu imperio se derrumbará. La gente venía por mí. En un mes estarás en un local vacío, como un viejo tonto que no supo quién lo hizo exitoso.

Por fin me giré. Sin ira, sin lástima. Solo cansancio. Y certeza absoluta.

Estás despedida dije. Dos semanas, por ley. El administrador hará los cálculos. Buena suerte.

Salí sin mirar atrás. Mi coche me esperaba. Encendí música clásica y conduje sin rumbo. Sin plan. Solo el camino.

Una hora después, estaba allí. Frente a esa valla. Frente a mi juventud. Frente a mi dolor.

**Al día siguiente**, me desperté con la cabeza embotada. Había perdido algo importante. No el trabajo, no a Lucía me había perdido a *mí mismo*. Y supe que debía volver. A ese solar. Donde una vez reí, bailé, amé.

En el maletero encontré una palanca oxidada. Arranqué la valla y me colé por una grieta.

El lugar me recibió con silencio. El viento movía hojas secas, como pasando páginas de un libro olvidado. La vieja tarima de madera se inclinaba como un anciano cansado. Las puertas, clavadas; las ventanas, vacíos negros. Una estaba rota.

Me asomé. Oscuridad. Polvo. Telarañas. Sillas rotas, carteles descoloridos.

Y aun así entré. No porque quisiera, sino porque *sentí* que algo me esperaba ahí dentro. Quizá una respuesta. Quizá perdón.

Di tres pasos. El suelo, podrido, crujió y cedió.

La caída duró un segundo. Pero en ese instante pensé: *”Se acabó. ¿Por qué? ¿Por mi orgullo? ¿Por mi soledad? ¿Por olvidar quién fui?”*

Aterricé sobre escombros. El dolor me atravesó el costado, las manos sangraban, pero estaba vivo. *Vivo*. Eso ya era un milagro.

Estaba en un sótano. Tres metros bajo tierra. Paredes lisas como cristal. Sin salida.

El móvil, en el coche. Estaba atrapado.

¡Eh! grité. ¿Hay alguien? ¡Ayuda!

El eco rebotó en las paredes. Nadie respondió.

Intenté escalar. Me aferré a grietas, a trozos de hierro. Me caí. La sangre resbalaba por mis dedos. La desesperación me ahogaba.

Tras una hora, me senté en un ladrillo. Cerré los ojos. Pensé en lo absurdo de mi final. Dueño de una cadena de cafeterías, un hombre que lo construyó todo desde cero, muriendo en un solar abandonado.

De pronto, una voz:

¡Mamá, mira! ¡Un señor en un hoyo!

Alcé la vista. Arriba, en el rectángulo de luz que atravesaba el agujero, había dos personas. Una mujer. Un niño. Pequeño, con ojos como los de un búho. La mujer, delgada, pálida, pero con una mirada amable.

¿Está bien? preguntó.

Solo quería descansar sonreí, ocultando el dolor. Pero si puede ayúdeme a salir.

Desaparecieron. Por un momento, la esperanza murió. Pero diez minutos después regresaron. Traían una vieja escalera de incendios oxidada. Con esfuerzo, la metieron por el agujero.

La escalera fue mi puente entre la vida y la muerte.

Salí. Sucio, herido, pero vivo. Bajo el sol, como un náufrago en la orilla.

Gracias dije, y esa palabra lo contenía todo: gratitud, alivio, humildad.

La mujer se llamaba **Carmen**. El niño, **Alejandro**. Eran pobres, pero dignos. Ropa gastada, pero limpia. Cabello cuidado. Mirada firme.

Y entonces supe que vivían allí. En una caseta en ruinas. Abandonados. Traicionados.

Algo en mí se iluminó: *”No tengo limpiadora. No tengo vigilante nocturno. Tengo un almacén vacío. Tengo la oportunidad de darles un techo.”*

Carmen dije, mirándola a los ojos. Soy dueño de una cadena de cafeterías. Necesito una limpiadora y un vigilante nocturno. Os ofrezco el trabajo. Y un lugar para vivir. No es un palacio, pero es mejor que un hoyo.

Ella me miró como a un ángel. Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Pero eran lágrimas de *esperanza*.

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El dueño de un restaurante contrata a una mujer sin hogar y su hijo, pero lo que vio en las cámaras lo dejó sin palabras