El don oculto: la historia de un destino

**El Don Secreto de Antonio: Historia de un Destino**

Antonio despertó al escuchar el chisporroteo de la sartén en la cocina, el hervidero de la tetera y el aroma de patatas fritas que llenaba el aire. Era su padre, Pedro, quien, como cada madrugada, se preparaba para ir de pesca. La vieja moto, rechinando y quejándose, esperaba en el patio mientras Pedro, nervioso, preparaba bocadillos, llenaba el termo y revisaba los aparejos. Intentaba no hacer ruido, pero aun así despertó a su esposa. Marina había sentido un malestar desde la noche anterior, pero pensó que descansando se aliviaría. Pedro, feliz por la mañana que le esperaba en el lago, ignoraba que el día les traería no descanso, sino un verdadero shock.

Cuando la moto se alejó, Marina intentó dormir, pero empeoró de repente. Un dolor agudo le atravesó el vientre, y el mareo la embargó. Gritó:
—¡Antoñito! ¡Llama a una ambulancia, hijo!

Antonio, aún medio dormido, salió corriendo de su habitación y al ver a su madre pálida, se lanzó al teléfono. Pero la ambulancia tardaba. Le dio agua, la arropó con una manta, mientras dentro de él crecía una sensación de desesperanza. Entonces, sin saber qué más hacer, la abrazó con fuerza y, de pronto, sintió cómo la debilidad de su madre fluía hacia él. Un minuto después, ella se enderezó, recuperando el color en los labios.
—Hijo, como si me hubieran quitado el dolor de un tirón… como si nunca hubiera estado enferma.

Antonio retrocedió, respirando con dificultad. Una idea martilleaba su mente: otra vez. Otra vez había “absorbido” el dolor de alguien. Este extraño don lo acompañaba desde niño. A veces creía que dentro de él habitaba alguien viejo y sabio que le permitía sanar, pero a costa de su propia fuerza.

Mientras tanto, Pedro tenía problemas. En una curva del bosque, su moto se caló, y por poco un todoterreno a toda velocidad no lo arrolla. El conductor, un hombre con una chaqueta cara, saltó del coche, asustado, agitando las manos.
—¡¿Estás bien?! ¡Hermano, perdóname! No llames a nadie, mira, toma esto—¡cómprate una moto nueva!

Le empujó dos fajos de billetes en las manos, subió al coche y desapareció. La moto vieja tuvo que ser remolcada. Al anochecer, Pedro llegó a casa. Marina salió al porche, los ojos llenos de lágrimas.
—¡Pedro, ¿dónde te habías metido?! ¡Casi me muero aquí y tú…! ¿Y el pescado?

Pedro, pálido y aturdido, apretó el dinero en sus manos.
—Esto es… por mi vida, Marina. Hoy todo pudo terminar…

Pronto apareció en su patio un coche usado, pero resistente. Pedro brillaba como un niño.
—¡Bueno, ahora tendré con qué moverme hasta la vejez!

Antonio, mientras tanto, se recuperaba en cama. Marina refunfuñaba:
—¡Ninguno sirve para nada, uno siempre con la pesca y el otro tirado mirando a la pared! ¡Ya deberías casarte, pero sigues hecho un solterón!

Pero pronto Antonio se repuso. Lo invitaron a terminar un encargo—instalar unos muebles en una cocina nueva. Y allí conoció a Valentina. Ella solo observaba, sin hablar, pero su mirada estaba llena de cálida atención.

Al día siguiente volvió—supuestamente le faltaban herrajes. Ajustó los tiradores, y Valentina le ofreció té. Bollitos, silencio, sonrisas. De pronto, Antonio dijo:
—¿Y si saliéramos un rato? Al cine. Te presentaría a mis padres, y yo a los tuyos. Y luego… quizá una boda.

Valentina, sin dudar, respondió:
—Iría.

Así comenzó su historia. Los padres estaban felices, Valentina cayó bien a todos. Antonio fue ascendido a capataz, el trabajo fluía, y pronto supieron—esperaban un hijo.

A veces recordaba las palabras de su abuela:
—Hay gente que no tiene fuerzas para vivir. Se quedan quietos, sin luchar. A ti, Antoñito, te toca estar cerca de ellos, pero sin olvidarte de cuidarte.

Y lo intentaba. No mostraba el agotamiento tras cada “transferencia”. Callaba cuando lo llamaban solterón. Y solo se admitía a sí mismo: si esto era un don, que lo fuera. Lo importante era que ya no estaba solo.

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