Carmen contemplaba desde la ventana de la cocina, taza de café frío en mano, a los niños jugando en el patio. Ayer firmó los últimos papeles del divorcio, pero inexplicablemente hoy se sentía más ligera que en años. Extraño, cuando debería ser al revés.
“Mamá, ¿dónde está papá?” preguntó Lucía, su hija de diez años, entrando ya con el uniforme del colegio.
“Papá vive en otro piso ahora, cielo, ya lo hablamos” respondió Carmen con voz suave, acariciándole el pelo. “Mañana te recogerá para el fin de semana.”
“¿Y por qué no os reconciliáis? Laura Jiménez dice que sus padres también discutían, pero luego compraron un coche nuevo y ya está.”
Carmen sonrió con tristeza. Ojalá fuese tan simple. Si solo fueran las discusiones.
“Ven a desayunar, llegarás tarde al cole.”
Lucía obedeció pero, removiendo la leche con cereales, seguía pensativa.
“Mamá, ¿no estás triste?”
“Un poco sí. Pero… ¿sabes? A veces la gente se separa no por dejar de quererse, sino porque juntos sufren. Separados pueden ser felices.”
La niña asintió, aunque Carmen sabía que a los diez años no se comprende del todo. Ella misma tardó en entenderlo.
Todo empezó mucho antes, quizá cuando Álvaro volvía cada día más tarde, y ella encontraba tickets de cafeterías desconocidas en sus bolsillos. Entonces Carmen pensó: “Son reuniones de trabajo”. Él era jefe de proyecto en una constructora. Podía ser.
“¿Vuelves tarde otra vez?” preguntaba ella mientras él devoraba churros mirando el móvil.
“Sí. Entrega del proyecto, un infierno. No me esperes.”
“¿Y el finde? Lucía quería ir a la huerta de tu madre.”
“Finde también currando. Lo siento, Carmenta, es temporal. Descansaremos después.”
El “después” nunca llegó. Carmen se acostumbró a cenar sola, acostar sola a Lucía, ver la tele sola. A veces se sentía viuda.
Sus amigas se apiadaban.
“Los tíos hoy en día son todos igual” decía Elena en el café. “Curro, curro. Pero trae dinero.”
“Dinero trae” admitía Carmen. “¿Pero de qué sirve? Vivimos como compañeros de piso.”
“¿No has pensado… que habrá alguien más?” inquirió Olga con cuidado.
“Lo pensé. ¿Pero cómo saberlo? Preguntar no quiero. Y no tiene tiempo ni para respirar, ¿de dónde saca tiempo para otra?”
Olga guardó silencio, elocuente.
En casa, Carmen seguía esperando. Que Álvaro volviese a ella, que volvieran a charlar como antaño, que él preguntase por su día, los logros de Lucía, sus planes. Pero Álvaro habitaba un mundo paralelo.
“¿Qué tal el curro?” preguntaba cuando al fin llegaba.
“Normal” respondía sin levantar la vista del móvil.
“Y Lucía hoy tuvo festival. Recitó una poesía tan bien…”
“Ajá.”
“Álvaro, ¿me escuchas?”
“Te escucho, te escucho. Otra campeona nuestra.”
Pero su rostro decía que solo oía las notificaciones del teléfono.
Carmen dejó de contarle cosas. ¿Para qué, si no escuchaba? Cogió jornada completa, se apuntó a clases de inglés, quedó más con amigas. La vida se rehacía, aunque coja, como si faltase algo esencial.
“Mamá, ¿por qué papá no va a patinar conmigo?” preguntó Lucía un día.
“Papá está ocupado, sol.”
“Antes sí iba.”
“Antes estaba menos ocupado.”
“¿Y cuándo dejará de estarlo?”
Carmen no supo responderle. ¿Cuándo? ¿Jamás?
Esa noche, decidió hablar. Esperó a que Lucía durmiera, preparó cena, puso la mesa. Álvaro llegó a las diez y media.
“Sienta a cenar” le dijo. “Necesitamos hablar.”
“¿De qué?” Él se dejó caer en la silla, móvil aún en mano.
“Guarda el móvil. Por favor.”
De mala gana, lo dejó boca abajo.
“Álvaro, ¿qué pasa con nosotros? No vivimos, sobrevivimos. Llegas, comes, duermes, te vas. Ni hablamos, ni salimos, apenas ves a tu hija.”
“Carmen, trabajo. Debo mantener a la familia.”
“¡Pero no hay familia! Está Lucía, estoy yo, estás tú. Pero familia, no. Somos tres desconocidos compartiendo piso.”
“No exageres. Son tiempos duros, ya pasará. Un poco de paciencia.”
“Llevo tres años de paciencia. ¿Hasta cuándo?”
Álvaro suspiró irritado.
“Carmen, estoy reventado. ¿Podemos hablar luego?”
“¿Cuándo “luego”? Mañana vendrás tarde, pasado también. ¿Cuándo hablamos?”
“No sé. Cuando pueda.”
El móvil vibró. Él alargó la mano instintivamente.
“¡Álvaro!”
“¿Qué? Ah, perdona”. Pero ya miraba la pantalla.
“¿Hay otra mujer?” soltó Carmen de pronto.
“¿Qué?” Álvaro alzó la vista, algo como pánico en sus ojos.
“Te pregunto si hay otra.”
“¡Venga ya! ¿Por qué dices eso?”
“No evadas. ¿La hay?”
El silencio se hizo denso. Él miraba su plato. Ella a él. Su corazón latía tan fuerte que creyó oírlo en la habitación contigua.
“La hay” dijo él al fin, casi en un susurro.
Extrañamente, Carmen sintió no dolor, sino alivio. Verdad al fin.
“¿Cuánto?”
“Medio año.”
“¿La quieres?”
Él levantó la mirada.
“No sé. Supongo.”
“¿Y a mí?”
“A ti también. De otro modo, pero te quiero.”
“¿Qué modo es ese?”
La joven miró a través de la ventana de la cocina, la taza de té frío entre sus manos, observando a los niños jugar en el patio. Ayer había firmado los últimos papeles del divorcio, pero hoy, extrañamente, se sentía más liviana que en años. Qué raro, cuando debería ser al revés.
—Mamá, ¿dónde está papá? —preguntó Lucía, de diez años, entrando con su uniforme escolar.
—Papá vive en otra casa ahora, cariño, ya lo hablamos —respondió Eva con suavidad, acariciándole el pelo—. Mañana te recogerá para el fin de semana.
—¿Por qué no se reconcilian? Paula Ortiz dice que sus padres peleaban, pero compraron un coche nuevo y ya no.
Eva sonrió con melancolía. Ojalá fuera tan fácil. Si solo fueran peleas…
—Desayuna, llegarás tarde.
Lucía obedeció, pero seguía revolviendo la avena, pensativa.
—Mamá, ¿no estás triste?
—Un poco. Pero a veces, la gente se separa no por dejar de quererse, sino porque juntos se hacen daño. Separados, pueden ser mejores.
La niña asintió, aunque Eva sabía que a diez años no se entiende del todo. Ella misma tardó en comprenderlo.
Todo empezó años atrás, cuando Adrián volvía cada noche más tarde, y ella encontraba tickets de cafeterías donde jamás habían estado. Él era gerente en una constructora, así que Eva creyó en reuniones de trabajo.
—¿Volverás tarde otra vez? —preguntaba mientras él desayunaba rápido, pegado al móvil.
—Sí. Entrega de proyecto, mucho lío. No me esperes.
—¿Y el fin de semana? Lucía quiere ir a casa de tu madre.
—Trabajo también. Disculpa, Eva. Luego descansaremos.
Ese luego nunca llegó. Eva cenaba sola, acostaba a Lucía sola, veía la tele sola. A veces se sentía viuda.
Sus amigas compadecían:
—Los hombres son así ahora —decía Carmen en el café—. Trabajan sin parar, pero aportan dinero.
—Dinero sí —contestaba Eva—, ¿pero de qué sirve si vivimos como vecinos?
—¿Has pensado que quizá tiene a alguien? —insinuó Isabel.
—Lo pensé. ¿Cómo saberlo? No quiero fisgonear en sus cosas. Y ¿cuándo tendría tiempo? ¡Siempre está ocupado!
Isabel guardó silencio elocuente.
Eva siguió esperando. Esperando que Adrián volviera a ella, que hablaran como antes, que preguntara por su vida o los logros de Lucía. Pero él habitaba otro mundo.
—¿Cómo te fue en el trabajo? —preguntaba ella al fin de sus jornadas.
—Bien —respondía, sin apartar los ojos del móvil.
—Hoy Lucía recitó una poesía en el acto escolar.
—Ajá.
—Adrián, ¿me escuchas?
—Sí, sí. Qué orgullo, nuestra niña.
Pero su expresión revelaba que solo atendía los pitidos del móvil.
Poco a poco, Eva dejó de contarle cosas. ¿Para qué, si nunca escuchaba? Buscó trabajo a jornada completa, se apuntó a cursos de inglés, salía con amigas. Su vida mejoraba, pero siempre faltaba algo.
—Mamá, ¿por qué papá no viene a patinar? —preguntó Lucía un día.
—Está ocupado, cielo.
—Antes iba.
—Antes no estaba tan ocupado.
—¿Cuándo volverá a no estarlo?
Eva no supo responder. ¿Cuándo? ¿Nunca?
Esa noche decidió hablar. Esperó a que Lucía se durmiera, preparó la cena, puso la mesa. Adrián llegó a las diez y media.
—Cena conmigo —pidió—. Necesitamos hablar.
—¿De qué? —Adrián se dejó caer en la silla, el móvil aún en mano.
—Guárdalo. Por favor.
Lo dejó a regañadientes.
—Adrián, ¿qué pasa con nosotros? No vivimos, solo existimos. Llegas, comes, duermes. Ni hablamos, ni salimos, ¿ni siquiera con tu hija!
—Eva, trabajo para mantener la casa.
—¿Qué casa? ¡No hay familia! Somos tres extraños compartiendo piso
Con los años, aquella nueva familia echó raíces profundas en Madrid, demostrando que el amor, cuando es sincero, siempre encuentra la manera de retoñar.