**Diario**
Tras la muerte de su padre, Lucía y su marido decidieron vender la casa en el pueblo. Lucía esperaba un bebé y necesitaban el dinero para comprar un piso más grande.
Era un septiembre cálido. Lucía miraba el pueblo y casi no lo reconocía. En un año, habían levantado cercas altas, y donde antes había casas medio derruidas, ahora había viviendas nuevas con tejados de colores. Solo su casa seguía igual.
Javier detuvo el *Seat* frente al porche. Lucía salió del coche y se estiró. El silencio era absoluto, y el aire limpio le dio un ligero mareo. Abrió la puerta de entrada y entró. La casa le pareció más pequeña, como si se hubiera encogido.
Llevaba un año deshabitada. Tras la muerte de su madre, su padre venía solo. El terreno era amplio, pero él no plantaba nada; prefería ir al bosque o pescar. Incluso el año pasado, ya enfermo, insistió en venir. Decía que aquí se respiraba mejor, que el aire curaba.
A primeros de mayo lo trajeron. Fue entonces cuando Lucía entendió lo mal que estaba. No podía vivir solo allí, así que lo convenció para volver a la ciudad con ellos. Un mes después, se quedó postrado en cama, y a finales de septiembre falleció.
Ella y Javier eran de ciudad; no vendrían a menudo. Estaba lejos, y además, ellos preferían pasar las vacaciones en la playa. Sin alguien que la cuidara, la casa acabaría deteriorándose. Ya tenía aspecto abandonado. Mejor venderla ahora, mientras seguía firme y cuidada. Si con los años añoraban el silencio y el aire fresco, comprarían algo más cerca.
Los recuerdos la invadieron, y los ojos se le llenaron de lágrimas. La casa era herencia de sus abuelos. Primero murió su madre, luego los abuelos, uno tras otro, y el año pasado, su padre.
Lucía se quedó frente al retrato de una joven en la pared. Javier entró con una bolsa de cosas, se acercó y la abrazó por detrás.
—No sabía que tenías esta foto. ¿Cuántos años tenías? —preguntó él, mirando la imagen.
—No soy yo, es mi madre. Creo que tenía dieciséis o diecisiete, todavía en el instituto.
—Te pareces mucho. Pensé que eras tú. —Le miró a la cara—. Dame el cubo, iré a por agua y así puedes hervirla para el té.
Lucía se sonó la nariz y fue a la cocina. Volvió con un cubo de zinc.
—Estaba boca abajo. Enjuágalo antes. La fuente está dos casas más allá —dijo, entregándoselo.
—Lo sé —contestó Javier, saliendo con el cubo vacío, que crujió con cada paso.
Lucía volvió a la cocina, encendió la placa eléctrica, pero no se iluminó. *«Los plomos»*, recordó. Estaban en la estantería bajo el contador. Los colocó, tocó el disco metálico: ya comenzaba a calentarse.
Miró alrededor. No se llevaría nada, salvo la foto de su madre. Iría a ver a los vecinos, por si alguien quería algo.
Después del té, Lucía visitó a la vecina. Sus casas no tenían una valla alta que las separara.
—¿La vais a vender? —preguntó la vecina, tía Carmen.
—Sí —asintió Lucía.
—Pasaré a echar un vistazo, aunque ya tengo trastos de sobra. ¿Les digo a los demás?
—Claro —respondió Lucía, animada.
Volvió a casa. Javier revisaba qué podían quemar. La estufa necesitaba leña; la casa olía a humedad. Mientras él se ocupaba de la chimenea, Lucía subió al desván por una escalera que crujía bajo su peso.
—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó Javier, apartando papeles de la mesa.
—No, yo puedo.
Antes, a Lucía le daba miedo subir. Por la noche, oía pasos arriba. Su padre decía que eran gatos o la madera contrayéndose con el frío, pero ella igual se tapaba con la manta hasta dormir.
El sol entraba por una pequeña ventana cuadrada, iluminando motas de polvo que bailaban como vivas.
—Aquí no hay nada que dé miedo —dijo en voz alta.
Su voz pareció hacer retroceder las sombras. Evitó las telarañas colgantes, tejidas entre cuerdas donde su abuela tendía la ropa los días de lluvia. Abrió una caja: adornos navideños. *«Vaya, abuela y abuelo ponían árbol»*, pensó sorprendida. Nunca había estado allí en invierno.
Otra caja guardaba juguetes que no recordaba. En un rincón, una rueca. Nada útil. Pero al volver hacia la escalera, su mirada se fijó en el borde de un libro o cuaderno, asomando bajo una tabla del tejado.
Lo sacó: una libreta amarillenta, páginas pegadas por la humedad. Reconoció anotaciones fechadas. Un diario. *El diario de mamá*.
No estaba bien leer diarios ajenos. Pero su madre ya no estaba, y aquellas páginas guardaban sus pensamientos. Además, ¿para qué se escribían, si no era para que alguien los leyera? ¿Por qué lo habría escondido ahí?
Sentada en un cubo viejo, hojeó la libreta. Algunas entradas eran largas; otras, breves. Abrió al azar y leyó.
**21.06.1988**
*Ayer llegó Alejandro. ¡Qué guapo está! Hoy nos vimos en el río. Él ya nadaba cuando llegué. Al verme, salió del agua. Me sacaba dos cabezas. A su lado me sentí pequeña y frágil…*
**23.06**
*Dijo que soy bonita. Me miró de un modo que me ardieron las mejillas. Solo pienso en él…*
Lucía apartó la vista. Conocía a su madre como madre, no como una chica enamorada de otro que no era su padre. Le invadió la incomodidad. ¿Tenía derecho a leer? A ella no le gustaría que hurgaran en su vida. Nunca había llevado diarios; le parecía una pérdida de tiempo. *«¿Anotar tonterías para releerlas años después y avergonzarse?»* Aunque, si había algo que ocultar, más valía destruirlo que esconderlo.
La curiosidad pudo más, y siguió leyendo. Pasó páginas donde su madre describía besos y confesiones de amor.
**25.08**
*Se fue, y no sé cómo vivir sin él. Si fuera pájaro, volaría tras él. Quizá no vuelva el año que viene. Entrará en la universidad. ¿Es el fin? No quiero, no puedo estar sin Alejandro.*
*«Pobre mamá»*, pensó Lucía. Una vez le dijo que sin tristezas, no se valorarían las alegrías. Ahora lo entendía.
La siguiente fecha era siete años después. Probablemente, su madre lo había dejado allí.
**06.07.1995**
*Javier insiste en que venga al pueblo a ayudar a mi padre. Él empieza un trabajo nuevo y no tendrá vacaciones. No quiere que pase el verano en la ciudad sofocante. A papá le hace ilusión. Ayer hice un pastel, casi como el de mamá. Es fuerte, aunque aún la echa de menos. ¿Las casas también envejecen? Esta me parece pequeña y gastada.*
A Lucía le sorprendió que ambas hubieran pensado lo mismo al regresar.
*He cambiado yo, no la casa. Me siento estrecha aquí. Vi a Alejandro. Maduró. Nos saludamos de lejos, y me encerré. Desde la cortina, vi que miraba hacia las ventanas. Tu tren ya pasó. Estoy casada y amo a mi marido. Aunque el corazón me dio un vuelcoLucía cerró el diario con un suspiro y bajó la escalera del desván, decidida a guardar el secreto de su madre como un último acto de amor.