El Diario
Tras la muerte de su padre, Lucía y su marido, Pablo, decidieron vender la casa del pueblo. Lucía estaba embarazada y necesitaban el dinero para comprar un piso más grande.
Era un septiembre cálido. Lucía observaba el pueblo y apenas lo reconocía. En un año, habían levantado vallas altas y, en lugar de las ruinas de antes, ahora había casas nuevas con tejados de colores. Solo su casa seguía igual.
Pablo detuvo el Seat frente al porche. Lucía bajó del coche y se estiró. Todo estaba en silencio, y el aire fresco le mareó un poco. Abrió la puerta principal y entró. La casa le pareció más pequeña, como encogida.
Llevaba un año vacía. Después de que su madre muriera, su padre venía solo. El terreno era amplio, pero él no plantaba nada; prefería ir al bosque o pescar. Incluso el año pasado, enfermo como estaba, insistió en venir. Decía que allí se respiraba mejor, que el aire curaba.
A principios de mayo, lo trajeron. Fue entonces cuando Lucía se dio cuenta de lo débil que estaba. No podía vivir allí solo, así que lo convenció para volver con ellos a la ciudad. Un mes después, cayó en cama, y a finales de septiembre falleció.
Lucía y Pablo eran de ciudad; no iban a visitar el pueblo con frecuencia. Estaba lejos, y ellos preferían pasar las vacaciones en la playa. Sin cuidados, la casa acabaría deteriorándose. Ya tenía aspecto de abandonada. Por eso decidieron venderla mientras aún estaba en buen estado. Si con los años añoraban la tranquilidad y el aire puro, comprarían algo más cerca.
Los recuerdos la abrumaron, y los ojos se le llenaron de lágrimas. La casa era una herencia de sus abuelos. Primero murió su madre, luego los abuelos, uno tras otro, y el año pasado, su padre.
Lucía se quedó mirando el retrato de una joven en la pared. Pablo entró con una bolsa de cosas, la abrazó por detrás.
—No recordaba esta foto de ti. ¿Cuántos años tenías? —preguntó, señalando la imagen.
—No soy yo, es mamá. Creo que tenía dieciséis o diecisiete, todavía en el instituto.
—Te pareces mucho. Pensé que eras tú. —La miró a los ojos—. Dame el cubo, iré a por agua para hacer té.
Lucía se sonó la nariz y fue a la cocina. Volvió con un cubo de zinc.
—Estaba boca abajo. Pero enjuágalo. La fuente está dos casas más allá —dijo, entregándoselo.
—Lo sé —respondió Pablo, saliendo con el cubo vacío que crujía con cada paso.
Lucía encendió la placa eléctrica, pero no funcionó. «Han saltado los plomos», recordó. Los fusibles estaban en una repisa bajo el contador. Los colocó y palpó el disco metálico: ya calentaba.
Miró a su alrededor. No se llevaría nada, excepto la foto de su madre. Quizá debía ofrecerle el resto a los vecinos.
Después del té, visitó a la vecina, doña Carmen. Sus casas no estaban separadas por una valla alta.
—¿Van a vender? —preguntó la mujer.
—Sí —asintió Lucía.
—Pasaré a echar un vistazo, aunque ya tengo bastantes trastos. ¿Quieres que avise a los demás?
—Por favor —respondió Lucía, animándose.
Al volver, Pablo seleccionaba cosas para quemar. Había que encender la chimenea; la casa estaba húmeda. Mientras él se ocupaba de la leña, Lucía subió al desván por una escalera que crujía bajo su peso.
—¿Quieres que lo haga yo? —preguntó Pablo, apartando papeles de la mesa.
—No, yo misma.
De pequeña, Lucía temía subir al desván. Por la noche, escuchaba pasos arriba. Su padre decía que eran los gatos o que la casa crujía al enfriarse, pero ella se tapaba con la manta hasta dormirse.
El sol entraba por una ventanita cuadrada, y el polvo danzaba en sus rayos como si estuviera vivo.
—Aquí no hay nada de miedo —murmuró Lucía.
Las sombras en los rincones parecieron encogerse al oírla. Evitó tocar las telarañas colgantes, tejidas entre cuerdas donde su abuela tendía la ropa los días de lluvia. Abrió una caja: dentro había adornos navideños. «Vaya, abuela ponía árbol», pensó sorprendida. Nunca había visitado la casa en invierno.
En otra caja encontró juguetes que no recordaba. En un rincón, había un torno de hilar. Nada útil. Pero al mirar hacia el hueco de la escalera, vio el borde de un libro o cuaderno asomando bajo una tabla del techo.
Tiró del borde y sacó una libreta amarillenta, sus páginas pegadas por la humedad. Eran anotaciones con fechas. Un diario. El diario de su madre.
Leer diarios ajenos estaba mal. Pero su madre llevaba años muerta, y sus palabras seguían ahí. ¿Para qué se escribían los diarios, si no era para que alguien los leyera? ¿Por qué lo escondió bajo el techo?
Se sentó en un cubo viejo y hojeó las páginas. Algunas entradas eran largas; otras, breves. Abrió una al azar y leyó:
*21.06.1988. Ayer llegó Javier. ¡Qué guapo está! Hoy nos vimos en el río. Ya nadaba cuando llegué. Al verme, salió del agua. Me saca dos cabezas. A su lado, me sentí frágil y pequeña…*
*23.06. Me dijo que era bonita, y me miró de un modo que me ardía la piel. Solo pienso en él…*
Lucía apartó la vista. Conocía a su madre como madre, no como una chica enamorada de otro que no era su padre. Le incomodó. ¿Tenía derecho a leerlo? A ella no le gustaría que alguien husmeara en sus pensamientos. Nunca había llevado un diario; le parecía una pérdida de tiempo. Pero si había algo que esconder, ¿por qué no lo destruyó?
La curiosidad pudo más, y siguió leyendo. Pasó páginas donde su madre describía besos y confesiones de amor.
*25.08. Se ha ido, y no sé cómo seguir. Si fuera un pájaro, volaría tras él. Dudo que vuelva el año que viene. Entrará en la universidad. ¿Se acabó todo? No quiero, no puedo sin él.*
Lucía suspiró. Su madre le había dicho una vez que sin penas no se valoran las alegrías. Ahora lo entendía.
La siguiente entrada era siete años después. Probablemente, había dejado el diario en el pueblo.
*06.07.1995. Pablo me convenció de venir al pueblo con mi padre. Él empezó un trabajo nuevo y no tendrá vacaciones. No quiere que pase el verano en la ciudad sofocante. Y mi padre necesita ayuda. Prometió venir los fines de semana. Mi padre se alegró. Ayer hizo un pastel, casi como el de mamá. Es fuerte, aunque todavía la extraña. ¿Las casas también envejecen? La mía me parece pequeña y estrecha.*
A Lucía le sorprendió pensar lo mismo al regresar.
*He cambiado yo, no la casa. Me siento ahogada aquí. Vi a Javier. Está hecho un hombre. Nos saludamos desde lejos, y me metí dentro. Desde la cortina, vi que miraba hacia las ventanas. Se acabó, tu tren pasó. Estoy casada y amo a mi marido. Aunque el corazón me latió fuerte, no lo negaré…*
*07.07. Vino al río mientras yo lavaba la ropa. Me marché rápido. No quería que nos vieran juntos. Pero me miró de un modo que deseé desaparecer. Cobarde. Simplemente, lo ignoraré.*
Lucía cerró el diario con un suspiro, decidida a guardar el secreto de su madre, mientras el viento llevaba lejos las últimas páginas quemadas, como si el pasado finalmente pudiera descansar en paz.