¡Ay, qué historia más intensa! Pues verás, resulta que Javier y yo llevábamos siete años casados. Desde el día de la boda, me tocó convivir con mi suegra, Doña Rosario, que después de un derrame cerebral quedó medio paralizada y necesitaba ayuda hasta para lo más mínimo. Al principio, pensé: “Bueno, es mi suegra, es mi deber cuidarla”. Pero nunca imaginé que acabaría siendo solo mi responsabilidad, mientras Javier se desentendía.
Él trabajaba todo el día y por la noche se enganchaba al móvil, diciendo: “Tú lo haces mejor que yo, si me meto, la pobre sufrirá más”. Y yo, como tonta, ni me quejaba. Hasta que descubrí que no solo estaba en el trabajo tenía una amante.
Un día leí un mensaje suyo: “Esta noche voy. Estar contigo es mil veces mejor que estar en casa”. No grité, no lloré, solo le pregunté en voz baja: “¿Y tu madre, la que has dejado de lado todos estos años?”. Javier se quedó mudo. Al día siguiente, se largó de casa. Y yo sabía perfectamente adónde había ido.
Miraba a Doña Rosario, la misma que me criticaba hasta por cómo respiraba, y sentí un nudo en la garganta. Podría haberme ido, pero dije: “No, una mujer tiene que salir con la cabeza alta”.
Una semana después, llamé a Javier: “¿Estás libre? Te llevo a tu madre para que la cuides”. Preparé sus pastillas, informes médicos y un cuaderno viejo con sus rutinas. Esa noche, la senté en su silla de ruedas y le dije: “Mamá, te llevo a casa de Javier unos días, que el cambio te vendrá bien”. Ella asintió, con los ojos brillantes.
Llegamos al piso y llamé al timbre. Javier abrió, y detrás estaba *ella*, en camisón de seda y los labios como un tomate. Empujé a Doña Rosario hasta el sofá, dejé las mantas y la bolsa con las medicinas.
La casa olía a perfume barato, pero se notaba el frío. Javier farfulló: “¿Qué qué haces?”. Yo, tranquila, le dije: “Mamá es tuya. Yo solo soy tu nuera. Siete años cuidándola ya basta”. La otra se puso blanca, con una cucharada de flan a medio tragar.
Me giré para irme, como si cerrara un capítulo. “Ahí tienes todo: recetas, pañales, crema para las llagas todo escrito en el cuaderno”.
Javier gritó: “¡No puedes abandonar a mi madre! ¡Eso es cruel!”. Yo ni me volví, solo contesté: “Tú la abandonaste siete años ¿qué es eso, sino crueldad? La cuidé por ella, no por ti. Ahora me voy, no por venganza, sino porque ya hice mi parte”.
Miré a la otra y le dije con media sonrisa: “Si lo quieres, quiérelo con todo y con su madre incluida”.
Dejé las escrituras de la casa sobre la mesa. “La casa está a mi nombre, pero no me llevo nada. Solo que, si algún día necesitáis dinero para mamá, aquí estaré”.
Me incliné y acaricié el pelo de Doña Rosario. “Pórtate bien, eh. Si te aburres, ya sabes dónde estoy”.
Ella sonrió temblorosa: “Sí ven a verme cuando vuelvas a casa”.
Salí, cerré la puerta y respiré hondo. Esa noche dormí como un bebé. Al día siguiente, me levanté temprano, llevé a mi hijo a desayunar churros y empecé una vida nueva, sin llorar, sin mirar atrás.







