El día especial que comenzó con llamadas y sonrisas

Hoy era su cumpleaños. Desde primera hora, todos la llamaban. Las llamadas interrumpían sus preparativos para el trabajo, aunque le alegraba que nadie se hubiera olvidado…

Lucía, su hija, la felicitó y le recordó que después del trabajo debía pasar por su casa: cocinar, cuidar al nieto, ayudarle con los deberes…

Luego tendría que visitar a sus suegros, Antonio y Elena, para llevarles la compra hecha de camino. Después, correría a casa para preparar la cena a Javier, su marido.
Al final, quizá podría relajarse junto al televisor con una copa de vino, si le quedaban fuerzas. Si no, tampoco pasaba nada. No era la primera vez…
Lo importante era atender a todos. Que nadie faltara. ¿Qué otro regalo necesitaba? ¿Contentos? Pues ella también…

Dos gatos, uno viejo y otro joven, observaban a su dueña desde el alféizar. El joven maulló:
—Tenemos suerte con ella. ¿Quién nos cuidaría así?
El viejo frunció el ceño:
—¿Y quién cuida de ella? No es anciana… Solo cuarenta y cinco. Pero vestida con esa ropa gastada, aparenta sesenta. Ni siquiera hoy la liberan de sus obligaciones.

El joven lo miró perplejo:
—Qué ideas más raras tienes — dijo.
—Me recogió de un contenedor siendo un gatito — susurró el viejo—. Me crió con biberón. La vi transformarse de una joven radiante en una mujer cansada, envejecida antes de tiempo.
—¿Y qué? Nos alimentan, nos acarician, dormimos donde queremos… ¿Qué más necesitas?
—Hay que pagar la deuda — respondió el viejo—. ¿Comprendes?
Pero el joven no comprendía…

*****
La noche llegó y todos se acostaron. Al amanecer, descubrieron que el gato viejo había desaparecido. ¡Como si se lo hubiera tragado la pared!
Carmen fue al trabajo con el ánimo por los suelos, angustiada.
Pero después, como siempre, debía ir a casa de Lucía, cuidar al nieto, visitar a sus suegros… Y en casa, preparar la cena. Así que…
Así que buscar al gato tendría que esperar.

Al regresar, chapoteando en los charcos otoñales, un anciano la llamó junto a un banco. Llevaba gafas oscuras y bastón.
—Guapa — dijo—, ¿me ayudas?
—Claro, abuelo — respondió ella, tomándolo del brazo. Él la guio hacia el banco, obligándola a sentarse.
—Tengo prisa — se excusó.
—¿A dónde corres tanto? — preguntó él. Y ella, inexplicablemente, empezó a contarle todo.

Algo en él le resultaba familiar. Estudió su rostro sin reconocerlo.
—Tus zapatillas están viejas — interrumpió él.
—¿Cómo lo sabe? — se sorprendió.
—Soy ciego, no sordo — sonrió—. Oigo cómo chapotean.
Ella se ruborizó:
—Pero la chaqueta es nueva…
—Sí — dijo, palpando la tela—. Tu hija te la dio. Usada, claro.
—Adivina todo — refunfuñó.
—No te enfades, niña — rió el viejo, bigotes erizados. Por un instante, le pareció ver un rostro felino.

—¿Cuándo fue tu cumpleaños?
—Ayer… — tragó saliva. Entonces mintió—: Mi hija me regaló un vestido de Pronovias. Mi marido, rosas y perfume de Loewe. Mis suegros prepararon una paella… ¡Hasta bailamos flamenco!

El anciano calló, apoyado en su bastón.
—¿No me cree?
Él sonrió:
—Te conozco desde hace tiempo — dijo—. Hoy te haré un regalo. Ven.
—¡No puedo! Tengo mil cosas…
—Esperarán — ordenó, levantándose.

*****
Regresaron a casa pasada la medianoche.
Carmen lucía vestido de gala y tacones. Un estilista de Salamanca había peinado sus rizos. En lugar de bolsas de comida, llevaba un bolso de piel con joyas y perfume…

Un camarero de Botín les había ayudado con los paquetes. El taxista los llevó hasta su puerta.
—Gracias, abuelo — dijo, besándole la mejilla—. No sé quién es usted, pero… ¡Nunca tuve un cumpleaños así!

El viejo acarició su rostro. Recordó cómo su gato frotaba su cara contra la suya…
La puerta se abrió. En el umbral estaban Javier, sus suegros, Lucía y el nieto, boquiabiertos.
—¿Dónde estabas? — gritó Javier—. ¡Llamamos a todos los hospitales!
—Celebraba con un amigo de mis padres — señaló tras ella. Pero el anciano había desaparecido.

—¡Qué elegante! — admiró el yerno.
—¿De dónde saca dinero para eso? — bufó la suegra.
—Ah, sí — ironizó Carmen—. Todo mi dinero es para ustedes. ¿Verdad?
Los suegros cerraron la puerta ofendidos.

—Perfecto — sonrió a Javier—. No quiero verlos más.
Luego miró a Lucía:
—Pasaré por tu casa… El mes que viene.

—Trae las bolsas — ordenó a su marido—. Y prepara té. Voy a ducharme. Bailé toda la noche.
Javier, mudo, obedeció. Incluso dejó bombas de chocolate en un platillo…

*****
Encontró al gato viejo al día siguiente, sonriente en el armario. Lo enterró bajo un olivo cerca de casa.

Al volver, creyó ver al anciano junto al contenedor. Corrió hacia él, pero solo había un gatito.
—Vamos a casa — susurró, alzándolo.
El pequeño ronroneó:
—Lo sé — pareció decir—. Lo sé…

Rate article
MagistrUm
El día especial que comenzó con llamadas y sonrisas