Durante once años creí que tenía una familia perfecta. Una esposa, dos hijos, una casa en las afueras de Madrid, una vida estable sin grandes altibajos. Desde fuera, éramos el modelo de una familia feliz: cenas juntos, vacaciones en la costa, paseos los domingos.
Pero todo eso era una mentira.
Con el tiempo, algo entre nosotros murió. No hubo gritos, ni infidelidades evidentes, ni grandes dramas. Solo una lenta y cruel indiferencia.
Dejamos de ser pareja. Dejamos de mirarnos a los ojos. Nuestras conversaciones se reducían a lo esencial: “¿Has pagado la luz?”, “El niño tiene que ir al médico mañana”, “Hay que comprar más leche”. No quedaba amor, no quedaba pasión, solo rutina y obligaciones.
Y lo acepté. Porque a veces es más fácil no hacer nada que enfrentarse a la verdad.
Hasta que apareció ella.
Era todo lo contrario a mi esposa. Tenía vida en los ojos, sonreía con sinceridad, me hacía sentir visto, importante. Con ella recordé lo que era ser deseado, lo que era sentirse admirado.
Al principio intenté ignorarlo. Me repetía que era una simple atracción, un capricho pasajero. Pero cada día que pasaba, el sentimiento crecía, se hacía más fuerte.
Empezamos a vernos en secreto. Cada encuentro era una bocanada de aire fresco, un escape de la monotonía de mi matrimonio muerto.
Pero los secretos nunca pueden esconderse para siempre.
Una noche, después de abrazarme, me miró con seriedad y me dijo:
– No quiero ser un secreto. O estás conmigo, o no lo estás.
Y supe que no podía seguir posponiendo la decisión.
La conversación que destruyó mi vida
Esa noche, cuando los niños ya dormían, me senté frente a mi esposa en la mesa de la cocina. Ella estaba allí, como siempre, con la mirada fija en su teléfono, ausente.
Respiré hondo y dije:
– Tenemos que hablar.
Suspiró y, con desgana, levantó la vista.
– No puedo seguir así, – le confesé. – Ya no te amo. Hace tiempo que no lo hago. Quiero empezar de nuevo. Pero siempre estaré para los niños.
Esperaba cualquier cosa: lágrimas, gritos, insultos, súplicas.
Pero lo que hizo fue mucho peor.
Sin decir una palabra, se levantó, caminó hacia el pasillo, abrió el armario y sacó dos maletas grandes.
Las dejó caer con fuerza en el suelo.
– Llévatelas, – dijo con voz fría.
Me quedé paralizado.
– No necesito tantas cosas. Solo un bolso con lo imprescindible.
Y entonces sonrió. Pero no era una sonrisa de tristeza ni de ira. Era algo peor. Un gesto helado, calculado, que me hizo estremecer.
– Dijiste que cuidarías de los niños, ¿verdad? – susurró. – Entonces voy a hacer sus maletas también. Ahora se irán contigo.
Sentí un nudo en la garganta.
– ¿De qué estás hablando?
Se cruzó de brazos y se apoyó en el marco de la puerta, mirándome con una calma escalofriante.
– Estoy cansada de esta farsa. He sido una esposa ejemplar, lo he dado todo por esta familia. Pero se acabó. Encontraré otro hombre. Y sin niños, será mucho más fácil.
Mi mundo se vino abajo.
– No puedes estar hablando en serio…
Rió en voz baja.
– ¿De verdad pensabas que no lo sabía? ¿Que no noté cómo llegabas más tarde? ¿Que no vi cómo me dejaste de mirar? Lo supe todo el tiempo. Solo estaba esperando el momento adecuado.
Tomó su teléfono, escribió un mensaje y sonrió. Pero no a mí.
Y en ese instante lo entendí.
Pensé que yo tenía el control. Pensé que yo estaba tomando las decisiones. Pero ella ya lo había planeado todo. Yo solo era una pieza más en su tablero.
Atrapado en mi propia pesadilla
Y ahora estoy aquí, sin saber qué hacer.
Por un lado, está la mujer que me devolvió la vida. Pero ¿me aceptará cuando descubra que no llego solo, que conmigo vienen mis hijos?
Por el otro, la mujer con la que compartí más de una década. La mujer que esta noche ha mostrado su verdadera cara. Fría. Calculadora. Implacable.
No sé qué hacer.
No sé si hay una respuesta correcta.
Pero sí sé algo.
Durante once años creí conocer a mi esposa.
Y esta noche descubrí que siempre dormí al lado de un monstruo.