**El Día del Perdón**
El último autobús llevó a Lucía de vuelta al pueblo desde la ciudad. Había pasado el día entero yendo de un lado a otro: al hospital para recoger los papeles, a la funeraria, y otra vez al hospital para dejar el hatillo con la ropa que su madre había preparado antes de morir. Incluso tuvo tiempo de pasar por su casa y cambiarse al jersey negro.
Se dejó caer en la silla junto a la mesa, con las piernas pesadas y doloridas, incapaz siquiera de desvestirse. La casa estaba fría; debía encender la chimenea. Había salido al amanecer y ahora ya era noche cerrada. Fijó la mirada en las huellas de barro en el suelo, dejadas por los médicos, los hombres que llevaron a su madre y los vecinos. No se había dado cuenta hasta ahora de que la puerta había quedado abierta todo el tiempo. ¿Podía limpiar? Decidió dejarlo todo como estaba.
Unos pasos en el porche. Se levantó de un salto, pensando que era su hermana, pero era doña Carmen, la vecina.
—Vi que habías vuelto. ¿Necesitas algo? —preguntó la mujer, amiga de su madre.
—No —murmuró Lucía, hundiéndose de nuevo en la silla.
—Qué frío hace. Voy a encender la chimenea.
Doña Carmen salió y volvió con un haz de leña, revolviéndose en la cocina para avivar el fuego. Por un instante, Lucía creyó que era su madre, que su muerte había sido solo un sueño.
—Pronto estará caliente —dijo doña Carmen al entrar, rompiendo la ilusión—. No te preocupes por el velatorio. ¿Mañana es el entierro? Ve a la ciudad, que Ana y yo nos encargamos aquí. ¿Lo sabe Marina? ¿Vendrá?
—No contesta el teléfono. Le mandé un mensaje. No sé. Gracias.
—No hay que darlas. Tu madre y yo éramos como hermanas.
El tono de reproche no pasó desapercibido para Lucía, que alzó la vista. Doña Carmen se turbó.
—Bueno, me voy. —Se detuvo en la puerta—. No cierres mañana, ¿vale?
Lucía asintió, mordiéndose el labio. La chimenea crepitaba, el fuego rugía en el interior, devolviendo algo de vida a la casa. Ya no sentía aquel silencio opresivo que se había apoderado de todo desde la muerte de su madre. Dicen que en los primeros días los muertos están cerca. Lucía miró a su alrededor, pero no sintió nada.
Su madre había estado enferma mucho tiempo. Desde la muerte de su padre, había perdido las ganas de vivir, como si se dejase caer. A veces, Lucía creía que iba adrede, que quería reunirse con él. Se volvió callada, hosca. Después del instituto, Lucía se marchó a la ciudad, hizo un grado de contabilidad.
Volvía todos los fines de semana. Traía comida, ayudaba en casa. El último año, su madre adelgazó mucho. La llevó al médico, y el diagnóstico no fue bueno. Su madre lo recibió con indiferencia, casi con alivio.
Cuando ya no pudo levantarse, Lucía pidió vacaciones. Avisó en el trabajo de que igual necesitaba más tiempo. Al mes, su madre murió. Los últimos días no comió, apenas hablaba.
Lucía le hablaba sin parar. Le daba miedo el silencio. El último día, le pidió perdón por todo, le rogó que no la dejase sola, acariciando su mano fría.
—Marina va a venir —le dijo.
Al oír el nombre, los párpados de su madre temblaron, pero no abrió los ojos. Quizá ya estaba en otro mundo, con su padre, donde siempre quiso estar.
Su padre era trabajador, bebía poco, algo raro en el pueblo. Muchas mujeres intentaron seducirlo, pero él solo quería a su madre. Siempre traía un paquete de caramelos cuando cobraba.
Murió joven. Y su madre no lo superó. A Lucía solo le daban siete años; Marina ya había terminado la secundaria. Se fue a estudiar y nunca volvió.
Poco antes de morir, cuando aún podía hablar, su madre pidió llamar a Marina. Lucía lo intentó, pero su hermana no contestó. Mintió, diciendo que su sobrina estaba enferma.
Recordó cuando llamó a Marina hace un año, cuando le dieron el diagnóstico. Su hermana lo recibió con frialdad.
—Me echó, ¿no te acuerdas? No iré.
—Las dos cometieron errores. Puede morirse, ven, habla con ella…
—No tuve la culpa de lo de papá. Yo solo era una cría. ¿Y ella pensó en mí cuando me echó?
—No fue así, habló sin pensar. Por favor, ven.
—No iré.
*Así que no vendrá*, pensó.
Se quitó el abrigo. La casa se calentaba, pero ella temblaba. *¿Me estaré poniendo mala?* Encendió la vitro y puso la tetera.
No tenía hambre, pero el té la calentaría. La cocina, antes reluciente, ahora tenía migas y manchas. Su madre la habría regañado. Pasó un trapo por la mesa, como si aún pudiera hacerlo.
Tendrían que decidir qué hacer con la casa, pero sin Marina no podía.
En ese momento, la puerta chirrió. Lucía aguzó el oído, pero no oyó pasos. ¿Sería doña Carmen?
El miedo le recorrió la espalda. Se levantó, lista para huir, aunque ¿a dónde?
Entonces alguien entró.
—¡Gracias a Dios! —gritó, abrazando a su hermana—. ¡Has venido!
Marina no la correspondió.
—¿No me esperabas? —su voz sonó seca.
—Sí, claro. ¿Quieres té? Solo hay azúcar y magdalenas, pero…
—No hace falta.
—¿Murió aquí? —Marina miró la cama.
—Sí. Esperándote.
Se acercó al retrato de sus padres en la pared. Lucía colgó el abrigo y se unió a ella.
—¿Mañana es el entierro?
—Sí. Todo está listo. Doña Carmen preparará el velatorio… —Las lágrimas caían sobre su jersey negro—. Gracias por venir.
—Hablabas de té.
Tomaron en silencio. La casa olía a las hierbas que su madre colgaba.
—Te pareces a ella —dijo Marina, evitando llamarla «madre»—. ¿Trabajas?
—Sí. Pedí vacaciones. ¿Y tú? ¿Por qué no contestabas?
—¿Tú también me echas la culpa?
—No, claro.
—Mientes.
—Yo… lo vi todo —susurró Lucía—. Fui yo quien llamó a papá.
—¿Tú?
—No había piezas en el taller. Decidió volver a comer. Mamá se alegró. Preguntó por ti. Le dije que habíais ido al río. Me mandó a buscarte.
—¿Y por qué no me lo dijiste?
—No me escuchabas. Luego te fuiste. Corrí a buscar a papá. Cuando llegué al río, él ya te empujaba hacia la orilla. Estuvimos a punto de perderte. Y cuando me di cuenta de que él no salía…
—¿Nunca se lo contaste?
—Sí, después. Pero ella solo se culpaba a sí misma.
—Y a mí.
—Eras una niña. Yo también.
—Debí volver.
—Ahora está con él. Nos toca vivir.
Al día siguiente, después del entierro, decidieron vender la casa. Nueve días después, se despedían.
—¿Puedo llevarme la foto? —preguntó Marina.
—Claro.
Al sacarla, un papel doblado cayó al suelo.
*”Mis queridas hijas. Viví por vosotras. AhoraAl abrazarse en el autobús de vuelta a la ciudad, las dos hermanas sintieron por primera vez en años que, a pesar del dolor, el perdón había empezado a sanar sus viejas heridas.