El Día de la Reconciliación

**El Día del Perdón**

El último autobús trajo a Lucía de vuelta al pueblo desde la ciudad. Había pasado el día entero yendo del hospital—recogiendo documentos y certificados—a la funeraria, luego otra vez al hospital para entregar el hatillo con la ropa que su madre había preparado con antelación. Incluso tuvo tiempo de pasar por su piso y cambiarse, vistiendo ahora un suéter negro.

Exhausta, cayó en la silla junto a la mesa, las piernas pesadas, incapaz de desvestirse. La casa estaba helada. Debía encender la estufa. Había salido al amanecer y ahora ya anochecía. Miraba, absorta, las huellas de barro en el suelo—las del médico de urgencias, los hombres que se habían llevado a su madre, los vecinos. Sólo entonces se dio cuenta de que la puerta había quedado abierta todo ese tiempo, en pleno octubre. Dudó si limpiar el suelo. Al final, decidió dejarlo todo como estaba.

Pasos resonaron tras la puerta. Lucía se levantó, esperando ver a su hermana Raquel, pero era la vecina, tía Carmen, amiga de su madre.

—Te vi llegar. ¿Necesitas algo? —preguntó, observando el frío que envolvía la casa.

—No —murmuró Lucía, hundiéndose de nuevo en la silla.

—Está helado aquí. Voy a encender la lumbre.

Por un instante, Lucía imaginó que era su madre quien avivaba el fuego, que todo había sido un sueño.

—Ya verás, pronto estará calentito —dijo tía Carmen al volver, rompiendo la ilusión—. No te preocupes por el velatorio. ¿El funeral es mañana? Ve a la ciudad, que Ana y yo nos ocupamos. ¿Raquel lo sabe? ¿Vendrá?

—No contesta el teléfono. Le escribí. No sé… Gracias —respondió Lucía, casi sin voz.

—No hace falta, hija. Tu madre y yo éramos como hermanas —dijo Carmen con un dejo de reproche. Lucía la miró, y la vecina se apresuró a marcharse—. Bueno, me voy. No cierres mañana, ¿vale?

Lucía asintió, mordiéndose el labio. El crujir de la leña, el rumor del fuego devolvieron vida a la casa. Ya no sentía ese silencio opresivo que invadía todo desde la muerte de su madre. Dicen que en los primeros días, los muertos aún están cerca. Lucía miró alrededor, pero no percibió nada.

Su madre había enfermado gravemente tras la muerte de su padre. Perdió las ganas de vivir, como si corriera hacia él. Se volvió callada, sombría. Lucía, tras terminar el instituto, se mudó a la ciudad para estudiar contabilidad.

Cada fin de semana regresaba al pueblo, llevando comida y ayudando en la casa. El último año, su madre adelgazó, debilitándose sin remedio. El diagnóstico fue demoledor. Su madre lo recibió con indiferencia, casi con alivio.

Cuando ya no pudo levantarse, Lucía pidió una excedencia. Dos días antes de morir, dejó de comer, de hablar. Lucía le hablaba sin cesar, aunque no supiera si la oía. Le pidió perdón por todo, acariciando su mano frágil, suplicándole que no la dejase sola.

Mencionó a Raquel. Los párpados de su madre temblaron levemente. Quizá ya estaba en otro mundo, con su padre, donde tanto anhelaba estar.

Él había sido trabajador, apenas bebía. Muchas mujeres del pueblo lo pretendieron, pero él nunca traicionó a su madre. Siempre traía bolsas de caramelos para sus hijas.

A los siete años, Lucía vio morir a su padre. Raquel, con quince, huyó del pueblo tras la tragedia y nunca volvió.

—¿Vendrá al funeral? —pensó Lucía, llenando el hervidor.

De pronto, la puerta se abrió. No oyó pasos. El miedo la paralizó hasta que, asomándose, vio a Raquel en la penumbra.

—¡Gracias a Dios que viniste! —exclamó, abrazándola con fuerza.

Raquel permaneció rígida.

—¿No me esperabas? —su voz sonó seca, como hoja marchita.

Lucía sirvió té en la taza de nomeolvides de su hermana.

—Sobrevivió —murmuró Raquel, con una sonrisa amarga.

Bebieron en silencio. La casa olía a hierbas secas, las que su madre colgaba cerca de la estufa.

—Nunca contestaste mis llamadas —dijo Lucía—. ¿Me odias tanto?

—¿Tú también me culpas? —Raquel la miró fijamente.

—No…

—Mientes. Lo veo en tus ojos.

Raquel habló de aquel día en el río, del ahogo, de cómo su madre la culpó.

—Yo lo vi —confesó Lucía, en voz baja—. Padre te salvó… y luego se lo llevó la corriente.

Quedaron frente a frente, agotadas por el peso de la verdad.

—¿Por qué no lo dijiste?

—¿Y tú me escuchaste alguna vez? —Lucía apretó los puños—. Madre no te culpaba. Se culpaba a sí misma.

Raquel rompió a llorar.

Después del funeral, mientras recogían, encontraron una nota escondida tras la foto de sus padres:

*”Mis niñas, viví por vosotras. Ahora puedo irme con vuestro padre. Perdonadme. Raquel, no me guardes rencor.”*

Raquel la leyó una y otra vez, luego se desplomó, sollozando.

—Sabía que vendrías —murmuró Lucía, acariciándole el pelo—. Nunca te odió.

Antes de irse, visitaron el cementerio.

—Perdóname, mamá —susurró Raquel.

En el autobús, se abrazaron, temiendo soltarse. Había tanto tiempo que recuperar, tanto amor perdido.

Perdonar a un enemigo es fácil. Perdonar a los tuyos… eso duele. Las heridas del rencor no sanan, pero esa noche, entre lágrimas, empezaron a cerrar las suyas.

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El Día de la Reconciliación