**Providencia…**
**Cristina**
A finales de mayo, el calor del verano ya se había instalado en Madrid. Cristina subió al autobús y enseguida se arrepintió. A esa hora, el transporte estaba abarrotado: cuerpos apretados, sudor y falta de aire. Su vestido se pegó al cuerpo húmedo mientras alguien le empujaba con fuerza en la espalda.
—¡Avance, que todos tenemos que llegar! Y usted debería ir a pie, ocupando tanto espacio —refunfuñó una voz femenina y mayor detrás de ella.
—Tampoco es que usted sea un junco. ¡Muévase! —gruñó un hombre con voz ronca, y una nueva presión dejó a Cristina sin aliento.
—¡Ay, me ha aplastado, desgraciado! —se quejó una mujer atrás.
Las puertas se cerraron con estruendo y el autobús arrancó. Detrás de Cristina, la discusión continuaba entre la mujer y el hombre ronco.
—¿Qué le pasa, señora, siempre tan amargada?
—Y usted cállese. Ya cuesta respirar, y encima huele a alcohol barato —replicó ella.
Cristina no podía verlos, ni siquiera girar la cabeza sin chocar con algún hombro. Tampoco alcanzar las agarraderas, bloqueadas por la masa de cuerpos.
El autobús avanzaba a trompicones, frenando y acelerando bruscamente. Los pasajeros se balanceaban como enlatados, sosteniéndose unos a otros para no caer. El aire que entraba por las ventanas aliviaba un poco, pero en cada semáforo, los empujones y protestas resurgían.
Ella no participaba, solo apretaba los dientes, anhelando llegar a casa, quitarse la ropa pegajosa y bañarse bajo el agua fresca. Otro frenazo sacudió el vehículo.
—¡Eh, conductor, que no llevas leña! —gritó el hombre ronco—. Seguro que ahí adelante tienes el aire acondicionado, y nosotros asándonos…
El autobús redujo la velocidad antes de la parada.
—¡Que no pare, no cabe ni un alma más! ¡Nos vamos a aplastar! ¿Alguien baja? —preguntó el ronco.
—¡Yo! ¡Bajo aquí! —gritó Cristina, desesperada por escapar del sofoco.
Las puertas se abrieron con dificultad, dejando salir primero a la mujer y al hombre antes que a ella. Al final, un codazo doloroso en el hombro.
—¡Vaca! ¿Para una sola parada llenas el autobús?
No tuvo tiempo de responder. El autobús se marchó, y ella, con lágrimas de humillación, decidió caminar. Aquella voz cruel resonaba: *«Vaca»*.
La habían insultado así desde el colegio. ¿Acaso era su culpa ser grande? Los médicos no encontraban nada anormal.
—Mamá, ¿para qué me tuviste tan grande? ¿A quién le voy a gustar así? —lloraba al volver a casa—. Si te hubieras casado con un hombre delgado, yo habría salido como tú.
—No eres gorda, eres robusta. El corazón no elige. Tu padre era alto, guapo, todas lo miraban. Tú saliste a él. Ya verás con quién te casas tú —replicaba su madre.
—Nunca me casaré. ¿Quién me querrá?
—Te querrán. No a todos les gustan las delgadas. Y muchas flacas engordan después de los hijos —intentaba consolarla.
Cristina probó dietas, sufrió hambre, pero su cuerpo pedía comida. Intentó correr, pero las miradas burlonas la detuvieron.
—Mira, el suelo está resbaladizo… ¡es la grasa que escurre! —se rió un chico al pasar.
Dejó de intentarlo. Se resignó, evitando los espejos.
Luego, su madre enfermó gravemente. Ni en esos días de angustia adelgazó. Tampoco después del funeral, aunque apenas comió.
A sus treinta y tres años, no había amor ni familia en su horizonte. *«Nunca más el autobús»*, pensó.
Pero al día siguiente, uno casi vacío llegó a la parada. Entró, sacó su tarjeta para pagar, y justo entonces, el autobús arrancó bruscamente. Perdió el equilibrio, sintiendo que caería…
***
**Alejandro**
Esa mañana, su coche no arrancó. Tras intentos inútiles, lo llevó al taller. Llegó tarde al trabajo y, como no tenía prisa por volver a su casa vacía, decidió caminar. Pero un autobús semivacío apareció. ¿Cuándo fue la última vez que viajó en transporte público? Subió.
Más tarde, recordaría ese día como un designio del destino. Su coche se estropeó, tomó ese autobús hacia el taller en lugar de su casa, y todo cambió.
Se había casado con Lucía, una belleza esbelta, por un amor apasionado. La envidia de otros hombres lo enorgullecía. Pero Lucía era fría, obsesionada con su cuerpo. Solo hablaba de dietas, comía ensaladas y lo obligaba a hacer lo mismo.
—Si engordas, te dejaré de querer —decía.
Soñaba con carne jugosa. A veces cenaba en casa de su madre, quien refunfuñaba:
—¿Qué clase de esposa es esa? Ni cocina ni quiere hijos. Búscate una mujer de verdad.
Finalmente, se separaron. Ya no soportaba vivir con alguien a quien no amaba.
Noches en vela lo llevaron a desear una familia: una esposa cariñosa, hijos, cenas juntos. Pero ninguna mujer lo conmovía… hasta que ese día, en el autobús, una chica en vestido floral pagaba su billete cuando el vehículo arrancó. Perdió el equilibrio y, de no ser por él, habría caído.
La sostuvo, sintiendo su cuerpo cálido, el olor a champú. Su corazón latió fuerte.
—Perdone, no me sujeté… ¿Le he hecho daño? —preguntó ella.
—¿Está bien? —respondió él.
Hablarían del incidente, pero luego ella bajó. Alejandro no reaccionó a tiempo. La vio desaparecer entre la multitud.
No podía quitársela de la cabeza. Grande, pero no gorda. Hermosa. No como esas que se matan de hambre. *¿Dónde encontrarla?*
Al día siguiente, estacionó cerca de la parada donde ella bajó. Y allí estaba. Con otro vestido, pero era ella. La llamó:
—¿Me recuerda? La sostuve en el autobús.
Ella sonrió.
—Gracias. Aquel día no me recuperé en horas.
—Yo tampoco —confesó—. No sé nada de usted… ¿Cómo se llama?
—Cristina.
—Alejandro. Suba, la llevo.
—¿A dónde? Mi casa está ahí —señaló un edificio cercano.
—Qué pena… —murmuró él. Desesperado, improvisó—: Mañana puedo llevarla al trabajo. ¿Para qué sufrir el autobús?
Ella desconfiaba.
—No mienta. Soy enorme como una vaca. ¿Qué quiere de mí?
—Cuando cayó en mis brazos, supe que la buscaba toda mi vida.
Así empezó todo. Cristina, que nunca creyó ser amada, se enamoró. Se casaron.
Ella floreció. Las dietas no la adelgazaron, pero la felicidad sí. Porque, como dicen, nada embellece más a una mujer que el amor de un hombre que la quiere tal como es.
**Reflexión final:** A veces, el destino actúa de formas inesperadas. Lo que parece un inconveniente —un autobús lleno, un coche averiado— puede ser el camino hacia lo que realmente necesitamos. La verdadera belleza no está en los kilos, sino en la mirada de quien te ama sin condiciones.