**Providencia…**
**Carla**
A finales de mayo, el calor del verano ya se había instalado en la ciudad. Carla subió al autobús y enseguida se arrepintió. A esa hora, el transporte iba abarrotado, sofocante. La apretura era tal que su vestido se pegó al cuerpo sudoroso. Alguien le dio un codazo en la espalda.
—¡Avance, señora! No podemos quedarnos aquí. Con lo grande que es, mejor hubiera ido a pie —masculló una voz anciana detrás de ella.
—¡Y usted tampoco es un palillo! ¡Muévase! —gritó un hombre ronco, empujándola tan fuerte que le cortó la respiración.
—¡Ay, me vas a partir en dos, desgraciado! —chilló una mujer desde atrás.
Las puertas se cerraron con estruendo y el autobús arrancó. Detrás de Carla, la mujer y el hombre seguían peleándose.
—¿Qué le pasa, señora? ¿Tan amargada vive?
—Cállese. Ya cuesta respirar sin su pestillo a alcohol —replicó ella.
Carla no podía verlos, ni siquiera volver la cabeza sin chocar con el hombro de alguien. Los pasamanos estaban fuera de su alcance, bloqueados por los cuerpos.
El autobús avanzaba a sacudidas, frenando y acelerando bruscamente. Los pasajeros se tambaleaban como sardinas en lata, sosteniéndose mutuamente para no caer. Cuando el vehículo se detenía en un semáforo, el aire caliente se estancaba, y las riñas aumentaban.
Carla callaba, mordiéndose el labio, soñando con llegar a casa, quitarse la ropa húmeda y meterse bajo una ducha fría. De pronto, el autobús dio otro bandazo.
—¡Oye, conductor! ¡No viajamos como ganado! —gritó el hombre ronco—. Tú ahí fresco con tu ventilador, mientras nosotros asamos como chorizos…
El autobús redujo la velocidad antes de la siguiente parada.
—¡Ni lo piensen, no cabe un alfiler! —advirtió el hombre—. ¿Alguien baja?
—¡Yo! ¡Ábranme, por favor! —gritó Carla, sin aguantar más el sofoco.
Las puertas cedieron a regañadientes. Primero salió la mujer, luego el hombre, y por último Carla. Al pasar, la señora le dio un puñetazo en el hombro.
—¡Vaca! Para una parada, ¿no podías caminar?
Carla no tuvo tiempo de responder. El autobús cerró las puertas y se alejó. Decidió no esperar el siguiente y caminó hacia casa, tragando lágrimas. El insulto le resonaba: *”Vaca”*.
Desde el colegio, la habían llamado así: vaca, hipopótamo, elefante. Nunca se acostumbró. ¿Era culpa suya haber nacido grande? Los médicos no encontraban nada malo en su cuerpo.
—Mamá, ¿para qué me tuviste? ¿Quién me va a querer así? —lloraba al volver del colegio—. Si te hubieras casado con un hombre delgado, habría salido como tú.
—No eres gorda, eres fuerte. El corazón no elige. Tu padre era un hombre imponente, las mujeres lo admiraban. Tú te pareces a él. Ya verás con quién te casas tú —replicaba su madre.
—Nadie. ¿Quién me va a amar así? —sollozaba.
—Te amarán. No a todos les gustan las delgadas. Muchas mujeres engordan después de tener hijos —intentaba calmarla.
Carla probó dietas, pasó hambre, corrió por las mañanas. Pero nada funcionaba. Las chicas esbeltas se burlaban de ella.
—No corras tanto, que el suelo resbala con tu grasa… —comentó un chico al pasar.
Dejó de intentarlo. Se resignó a su cuerpo y evitaba los espejos.
Luego, su madre enfermó gravemente. Ni siquiera entonces perdió peso. Ni después del funeral, cuando apenas comía.
A sus treinta y tres años, no había amor, ni familia, ni alegría en su vida. *”Nunca más me subo a un autobús”*, pensó. *”Iré caminando”*.
Pero al día siguiente, un autobús casi vacío llegó a la parada. Subió, sacó su tarjeta para pagar el pasaje, y de pronto el vehículo arrancó bruscamente. Carla perdió el equilibrio y se tambaleó hacia atrás. *”Me voy a estrellar…”*, pensó.
***
**Miguel**
Por la mañana, Miguel intentó arrancar su coche, pero no hubo manera. Tras varios intentos, llamó a la grúa y lo llevó al taller.
Llegó tarde al trabajo. Como no tenía prisa por volver a casa —nadie lo esperaba—, decidió caminar. Pero al pasar por una parada, vio un autobús semivacío. No recordaba cuándo había usado transporte público por última vez. El 24 iba justo hacia el taller. Entró.
Más tarde, lo recordaría como el día en que el destino intervino. Su coche se averió, tomó ese autobús, y su vida cambió para siempre.
Se había casado con Lucía, una mujer esbelta y hermosa, de la que se sentía orgulloso. Los hombres la admiraban, las mujeres la envidiaban. Pero Lucía era fría como el mármol. Solo se preocupaba por su cuerpo, por las dietas interminables.
—No me quejes. Un hombre también debe cuidarse. Comes suficiente basura en el trabajo —decía ella—. Si engordas, dejaré de quererte.
Miguel soñaba con carne jugosa. A veces cenaba en casa de su madre, quien refunfuñaba:
—Con esa mujer no vas a durar. ¿Y si tienen hijos? ¿También los alimentará con lechuga?
Lucía no quería hijos.
—No arruinaré mi cuerpo por ti. Si quieres hijos, búscate a otra.
Finalmente, se separaron. Las noches en soledad le hacían anhelar una familia, una esposa cálida, risas en la mesa.
En el autobús, una mujer con vestido de flores subió. Al pagar, el vehículo arrancó, y ella perdió el equilibrio. Miguel la atajó antes de que cayera.
En ese instante, sintió lo que siempre había deseado: un cuerpo cálido, suave, el olor a champú de su pelo. Su corazón latió con fuerza.
—Perdón, no pude sostenerme —dijo ella, separándose—. ¿Le he hecho daño?
—¿Y usted? ¿Se ha lastimado? —preguntó él.
—No, gracias a usted.
Hablaron un momento, riendo del incidente. Luego, ella bajó.
Miguel se quedó paralizado, viéndola desaparecer entre la multitud. No pudo olvidarla. Era grande, pero no gorda, con una belleza natural. *Esas mujeres no se matan de hambre*, pensó.
Al día siguiente, dejó el coche cerca de la parada. La esperó. Y la encontró.
—¿Me recuerda? Soy el que la salvó en el autobús.
Ella sonrió.
—Claro. No me lo esperaba.
—Me llamo Miguel. ¿Puedo llevarla a algún sitio?
—Vivo ahí —señaló un edificio cercano—. Pero gracias.
—Entonces… ¿puedo invitarla a cenar?
Ella dudó.
—No mienta. Soy enorme, ¿qué quiere de mí?
—Cuando la sostuve, supe que la había esperado toda mi vida.
Al principio, Carla desconfió. Pero poco a poco, se enamoró. Se casaron.
Y entonces, algo curioso ocurrió. Las dietas nunca la habían adelgazado, pero la felicidad sí. Porque como dicen, nada embellece más a una mujer que ser amada.
**Moraleja:** La verdadera belleza no está en el espejo, sino en los ojos deY así, entre risas y cenas abundantes, descubrieron que el amor verdadero no se mide en kilos, sino en la felicidad compartida.