El destino oculto en una billetera perdida

El destino escondido en una cartera perdida

Isabel Martínez secó sus manos en el delantal y miró hacia la puerta cerrada de la habitación de su nieta. Lucía había vuelto de la universidad con el ánimo por los suelos, y su abuela supo al instante que algo andaba mal. «Seguro que ha tenido una pelea con Adrián», pensó, moviendo la cabeza. No era la primera vez, pero siempre guardaba la esperanza de que los jóvenes lo solucionaran. Tras un rato, decidió llamar a la puerta.

—Lucía, mi niña, ven a comer algo. Llegas de clase y estarás hambrienta —dijo con suavidad.

—No quiero, abuela, no tengo ganas… —La voz de Lucía temblaba, como si contuviera las lágrimas.

Isabel entreabrió la puerta y asomó la cabeza. Su nieta estaba sentada en la cama, abrazando las rodillas. Sus ojos estaban enrojecidos, aunque ya no se veían lágrimas. La abuela entró, se sentó junto a ella y la rodeó con sus brazos. —Esos chicos no merecen nuestras lágrimas —murmuró—. Todo irá bien, cariño.

—¿Cómo sabes que he discutido con Adrián? —preguntó Lucía, sorprendida, secándose las mejillas.

—¿Por qué más iba a estar tan disgustada una chica de tu edad? —Isabel esbozó una sonrisa—. No vale la pena, Lucía. Encontrarás un amor verdadero.

La abrazó con más fuerza mientras recordaba tiempos pasados, llenos de pruebas y alegrías. Lucía, acurrucada, susurró: —Cuéntame de tu vida, abuela. Casi no sé nada, solo que el abuelo falleció hace siete años.

Isabel respiró hondo, y su relato fluyó como un río, llevando a ambas al pasado.

A los veinte años, se casó con Gregorio, su vecino. El amor parecía eterno, pero la vida conyugal se convirtió en una pesadilla. Su madre le advertía: —Isabel, Gregorio no será un buen marido. Mira a su padre: juerguista y vago. Tu tía del pueblo vecino te presenta a Andrés, que es formal. —Pero Isabel no escuchó; creía en el buen corazón de Gregorio. Al año, empezó a beber, y las peleas eran constantes. Un día, perdió el control y la golpeó. Isabel, agarrando a su hijo pequeño, Miguel, salió corriendo y se refugió en casa de sus padres. Su padre recibió a Gregorio con firmeza: —Si vuelves a acercarte, te arrepentirás. —El hombre se marchó y no reapareció.

Isabel se quedó sola con Miguel. A los veintidós años, ya divorciada, se mudó a la ciudad con su tía, enferma y sin familia. Su tía las acogió como propias, e Isabel cuidó de ella hasta su muerte. Heredó un pequeño piso y consiguió trabajo como cuidadora en una guardería, donde dejó a Miguel. Vivían con lo justo, pero nunca faltó el calor ni el alimento. A veces, Isabel traía restos de comida —una croqueta, un trozo de pan— lo que los niños no habían terminado.

Un día, de vuelta del trabajo, entró en una tienda. Al pagar, no notó que se le caía la cartera con casi todo su sueldo. Al darse cuenta en casa, el pánico la invadió: ¿cómo sobrevivirían? Miguel necesitaba zapatos nuevos, y faltaba un mes para el próximo pago. Regresó corriendo a la tienda. La dependienta, una mujer robusta con cara de pocos amigos, refunfuñó: —Más atención la próxima vez. —Pero luego le entregó un papel—: Un chico encontró tu cartera. Dejó esta dirección.

Isabel, sin hacer caso a su tono, salió disparada. La dirección estaba cerca. Llamó a una puerta en un edificio antiguo. Un joven de ojos bondadosos abrió. —Buenas tardes —susurró Isabel—. He perdido mi cartera. Él sonrió. —No te preocupes, la guardé. Dime el color y la cantidad. —Ella describió la cartera —azul marino— y la cifra exacta. —Es tuya —dijo el chico, devolviéndosela—. Me llamo Víctor, ¿y tú?

—Isabel —respondió, sintiendo un alivio cálido—. Muchas gracias, era todo mi dinero.

Víctor le hizo un gesto desde la ventana al marcharse, e Isabel pensó: —Debo agradecérselo mejor. —El fin de semana, compró un pastel y fue con Miguel a su casa. La puerta la abrió una señora mayor, su abuela. Víctor, al verlos, se ruborizó: —No había necesidad. —Pero aceptó y les invitó a merendar. Miguel, serio, le estrechó la mano: —Soy Miguel Ángel. —Todos rieron, y el ambiente se llenó de calidez.

Al conversar, Isabel supo que Víctor vivía con su abuela, había perdido a sus padres, tenía veintitrés años, había hecho el servicio militar y trabajaba en una fábrica. Sus ojos azules y sonrisa sincera hacían que Isabel se sintiera a gusto. Hasta Miguel, normalmente reservado, escuchaba atento a Víctor.

Comenzaron a salir. Iban al cine, paseaban por el parque, a veces con Miguel, que se encariñó con la abuela de Víctor, María del Carmen. Isabel dudaba por la diferencia de edad —ella era dos años mayor—, pero los sentimientos la vencieron. Víctor también temía: ¿aceptaría Miguel tenerlo como padre? Un día, tras un paseo, Miguel lo decidió por ellos. —Mamá, ¿cuándo vivirá Víctor con nosotros? —preguntó—. Y a la abuela María también, que es muy buena. —María del Carmen, al oírlo, sonrió: —La boca de los niños dice la verdad. —Víctor, valiente, le pidió matrimonio. Isabel, entre risas y lágrimas, aceptó.

Se casaron, y la vida floreció. Tuvieron una hija, Marta, y Miguel llamó a Víctor «papá». Vivieron cuarenta y seis años de amor, hasta que una enfermedad se lo llevó. Isabel sintió que perdía la mitad de sí misma, pero sus hijos y su nieta Lucía la ayudaron a seguir adelante.

—Así fue, Lucía —concluyó Isabel—. La vida es complicada, pero el amor siempre aparece. No sufras por Adrián. Lo verdadero aún está por llegar; solo hay que reconocerlo.

Lucía sonrió. —No sabía que papá era tan decidido de pequeño. —Un año después, se casó con su compañero de universidad, Álvaro, y no con Adrián, que no valía la pena. Tuvieron un hijo, e Isabel, al sostener a su bisnieto, sintió la dicha de haber vivido para ver tanta felicidad.

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