El destino no preguntó: una historia de amor que intentaron destruir

El destino no preguntó: una historia de amor que intentaron destruir

Alba estaba en el séptimo cielo de felicidad. Por fin, su amado Lucas le había pedido matrimonio —sencillo, sincero, sin aspavientos, con esa calidez en la voz que le hizo sentir un nudo en el pecho. Ella, por supuesto, aceptó— y en pocos días comenzó el ajetreo: listas de invitados, pruebas de vestido, debates sobre el menú. Todo parecía un cuento de hadas.

—Alba, cariño, creo que es hora de que conozcas a mis padres —dijo Lucas un día—. Mi madre nos ha invitado a cenar el sábado.

—Ya era hora —rió Alba, dándole un beso en la mejilla.

El sábado por la tarde llegaron a casa de los padres de Lucas. Alba abrió la puerta con nerviosismo y se quedó petrificada. En el sillón estaba sentado el padre de Lucas —un hombre de mirada severa y manos curtidas. Alzó los ojos y… su expresión cambió de golpe. Alba sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.

Aquel hombre era el enemigo de su familia.

Cuando Alba tenía solo once años, una tragedia partió su infancia en dos. Los padres de su mejor amigo, Alejandro, murieron en un accidente de moto al regresar de la ciudad. Fue un día horrible. Su madre, Carmen, lloró en el porche, mientras su padre, Fernando, apretaba los labios con rabia. Siempre había despreciado al padre de Alejandro, Roberto, su antiguo rival desde la escuela. Ambos estuvieron enamorados de la misma chica, Marina. Ella eligió a otro, y Fernando jamás lo superó.

Tras la muerte de sus padres, Alejandro se quedó un tiempo con ellos, pero Fernando no lo soportó. Fue al orfanato e insistió en que se lo llevaran. Le dijo a Carmen:

—No quiero que mi hija se relacione con el hijo de ese hombre.

Incluso prohibió que el chico llamara a Alba. Un mes después, la familia se mudó a otra ciudad.

La conexión se rompió.

Catorce años después, Alba terminó la universidad y consiguió trabajo en una importante empresa de comercio. El equipo era joven, pero frío. La recibieron sin entusiasmo —algunos envidiaban su belleza, otros creían que no duraría. El primer día se le hizo interminable.

Al cuarto día, mientras llevaba documentos por el pasillo, chocó con un joven. Los papeles cayeron al suelo, los dos se agacharon al mismo tiempo y Alba se paralizó. El corazón le dio un vuelco.

—¿Alejandro? —susurró.

Él alzó la mirada. Y la reconoció al instante.

—Alba… Dios mío, ¿eres tú?

Se abrazaron en medio del pasillo, sin importarles las miradas sorprendidas de sus compañeros.

Después del trabajo, Alejandro la esperó a la salida. Fueron a una cafetería y hablaron durante horas. Le contó que lo habían adoptado y que trabajaba en la misma empresa. Alba lo invitó a su casa para presentárselo a sus padres. La madre se alegró, pero su padre… Fernando ni siquiera intentó disimular su frialdad. Preguntó bruscamente:

—¿En qué dices que trabajas?

—De repartidor —contestó Alejandro sin pestañear. Aunque Alba sabía que era humilde.

Pronto empezaron a salir. Eran felices. Alba brillaba, Alejandro la cuidaba. Volvieron a ser uno. Y un día, él le tomó la mano y dijo:

—Cásate conmigo, Alba.

—¡Claro que sí, Alejandro! ¡Claro!

Corrió a contárselo a sus padres. Su madre lloró de alegría. Pero su padre dijo:

—Haz lo que quieras. Pero a mí jamás me caerá bien.

—¡¿Por qué lo odias tanto?! —gritó Alba.

—No tengo por qué explicarme. Ya eres mayor. Decide tú.

La invitación a cenar la hizo Alejandro —quería que conociera a sus padres adoptivos. Alba llegó… y se quedó helada en la puerta. El padre de Alejandro no era otro que Luis Miguel, el director general de la empresa. Un hombre al que todos trataban como a un rey en la oficina. Y Alejandro no era repartidor, sino su segundo al mando y copropietario del negocio.

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó en un susurro.

—Tú nunca preguntaste —sonrió él.

Los compañeros, al parecer, lo sabían todo. Por eso la miraban con envidia. Y su padre… su padre permaneció en silencio en la mesa, sin poder articular palabra. Entendió que no solo se había equivocado. Había destruido una amistad de la infancia. Casi los separa para siempre.

La boda fue espléndida. Los padres de Alejandro les regalaron un lujoso apartamento. Fernando no salía de su asombro. Más tarde, confesó a su hija que él mismo fue al orfanato, prohibió que Alejandro la llamara y planeó la mudanza, creyendo que podría burlar al destino.

—Perdóname, hija —dijo—. Creí que hacía lo correcto.

—Solo te vengabas de un hombre que ya no está. Y los afectados fuimos nosotros. Pero el destino nos encontró igual. Porque el amor lo puede todo. Incluso vencer tu rencor.

Ahora Alba y Alejandro están bien. Construyen su futuro juntos, y el pasado solo es un recuerdo —una prueba de que el amor verdadero siempre abrirá camino. Incluso entre prohibiciones, distancia y años.

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