El destino no da más de lo necesario

De vuelta de su viaje, Javier conducía por la carretera a una velocidad moderada, reflexionando sobre su vida. El día estaba gris, y la lluvia comenzaba a caer, cubriendo el parabrisas de gotas en un instante. Los coches en sentido contrario pasaban rápidos.

Había ido a la provincia por trabajo. Él era alguacil en un pueblo grande, y aunque el viaje estaba planeado para tres días, todo se resolvió en uno. No quiso quedarse en el hotel; prefirió volver a casa. Además, era el cumpleaños de su mujer, Lucía. Le había comprado ropa nueva y algo de cosmética, aunque él no entendía mucho de eso y se dejó aconsejar en la tienda.

Condujo toda la noche, cansado, y ahora con la lluvia.

—Voy a acortar el camino— pensó—. Tomaré el desvío por el pueblo de al lado. Es más corto, aunque la carretera es de tierra. Pero ya es de día.

Así lo hizo. Con Lucía llevaban diez años casados, y su hijo Pablo tenía esa misma edad. Ella se quedó embarazada enseguida, aunque el niño nació antes de tiempo. Pero no importaba, Pablo era un chico listo y despierto.

Javier sentía el cansancio, pero faltaban solo unos quince kilómetros. Amanecía, aunque la lluvia arreciaba. De pronto, un golpe sordo en el capó lo sobresaltó, y frenó de golpe.

—Menos mal que no iba rápido— pensó—. Algo he atropellado. Con el bosque cerca, quizá fue un animal…— Bajó corriendo del coche.

En el suelo yacía una mujer, con su paraguas tirado a un lado. El pánico lo invadió. La había atropellado. Tal vez aún vivía. La levantó en brazos y la llevó al asiento trasero.

—Está viva, gracias a Dios que no iba rápido—. Luego, dirigiéndose a ella—: ¿Cómo se encuentra? La llevaré al médico, hay un pueblo cerca— señaló las casas que se veían a lo lejos.

La mujer se agarró la pierna.

—No hace falta, estoy bien. Solo es un golpe, nada grave.

—¿Quién es usted?— preguntó ella, alzando la cabeza.

Javier la miró a los ojos y se quedó petrificado. Ella también parecía paralizada.

Se observaron un momento hasta que reaccionaron.

—¿Sofía?— exclamó él.

—¿Javier?— respondió ella, igual de sorprendida.

—Vaya casualidad— dijo él—. Así que aquí estás. Y yo te buscaba. Y resulta que vivías a quince kilómetros.

—No me lo puedo creer— contestó Sofía, olvidando por un instante el dolor.

—Sí, soy yo en persona. Créeme— respondió él, más animado.

—Deberíamos ir al médico. Indícame el camino.

—De acuerdo— aceptó ella, aunque el dolor era leve.

El ambulatorio estaba cerca. El médico le revisó la pierna y le pidió que apoyara el peso. El dolor era casi imperceptible.

—Es solo un golpe, Sofía— dijo—. Le daré un justificante para el trabajo.

—No, por favor, tengo clases en el colegio. Además, me siento bien. Javier me llevará, ¿verdad?— Él asintió.

Sofía era profesora de lengua y literatura en el pueblo. Había salido temprano para preparar unos exámenes.

—Vuelva en unos días si el dolor persiste— le recomendó el médico.

—Sí, si me molesta, volveré— respondió ella con una sonrisa.

Al salir, cojeaba levemente. Javier caminaba tras ella, aliviado de que no fuera grave.

—Necesito cambiarme. No puedo ir así a clase. Todavía tengo tiempo.

—Claro, dime dónde vives— accedió él.

Su casa no estaba lejos. Entró y, minutos después, salió con un abrigo claro. La llovizna continuaba. No tuvieron tiempo de hablar mucho.

—Sofía, ¿quedamos esta tarde? ¿Por aquí?

—¿Para qué? Tú tienes mujer…

—Hace diez años que no nos vemos. Solo para hablar, si puedes— dudó un momento, pensando si tendría marido.

—No has cambiado nada, solo estás más seria. Más guapa, con la mirada más firme.

—¿Y tu mujer te deja hacer cumplidos?— preguntó Sofía, mirando su anillo de casado, mientras él notaba que ella no llevaba ninguno.

—Venga, Sofía, es de corazón. Y tú sigues igual de pícara…

—Bueno, hay una glorieta al entrar al pueblo. Allí— aceptó ella.

Se rieron. Ambos sintieron que el rencor de su ruptura había sido una tontería y ahora se disipaba. Tenían mucho de qué hablar, pero no sabían por dónde empezar. Y el tiempo apremiaba.

Hacía diez años, ambos terminaban la universidad. Sofía estudiaba magisterio, y Javier, derecho. Su relación era bonita, llevaban dos años juntos. Planeaban su futuro, pero no se ponían de acuerdo sobre dónde vivir.

—Sofía, me voy a mi pueblo. Me han ofrecido un puesto como alguacil. Y tú, como mi futura esposa, vendrás conmigo— dijo él con firmeza.

Pero ella quería quedarse en la ciudad.

—No, no quiero irme a un pueblo. Después de tantos años, sigues aferrado a tu tierra— respondió ofendida.

Discutieron acaloradamente, cada uno creyéndose en lo cierto. Pensaron que se reconciliarían al día siguiente, pero no fue así. El orgullo los separó, y el resentimiento los alejó para siempre.

Así terminó todo, por culpa de la terquedad.

Javier llegó a casa por la mañana y entró en silencio. Olía a comida, pero todo estaba desordenado. Al asomarse al dormitorio, se quedó helado. En su cama, junto a Lucía, estaba Adrián, un vecino del pueblo.

—Javier, ¿por qué tan pronto? Puedo explicarlo… No es lo que piensas— balbuceó ella, cubriéndose con la sábana.

Adrián, siempre descarado, seguía tumbado, aunque su seguridad flaqueó al ver la mirada de Javier.

—¿Me vas a pegar, alguacil?

Esas palabras lo hicieron recapacitar. No valía la pena ensuciarse las manos. Su matrimonio estaba acabado. No era una crisis, era infidelidad. Salió de la casa y se fue a la de su madre, en las afueras. Pablo también estaba allí.

—¿Cuánto tiempo llevará esto?— pensó—. Adrián nos ayudó a poner el tejado y los azulejos del patio…

Pablo fue el primero en verlo.

—¡Papá! ¡Qué bien que has vuelto! Dijiste que estarías tres días.

—Hola, hijo— lo abrazó—. Las cosas se resolvieron antes.

—Genial. Se me ha roto la bici. ¿Me ayudas?

—¿Tú solo lo has intentado? Buen chico. Vamos a arreglarlo— prometió el padre.

Su madre, con esa intuición de las madres, supo que algo iba mal. Su nuera llevaba tiempo dando que hablar en el pueblo, aunque Javier no lo sabía.

—Seguro que se encontró a Adrián en su casa— pensó, secándose una lágrima. —Hijo, come algo—. Pero él se negó y se tumbó en una habitación pequeña. Necesitaba descansar. Demasiado en un solo día.

Por la tarde, ya repuesto, anunció:

—Voy al otro pueblo. Tengo asuntos pendientes.

Tenía que ver a Sofía, su amor del pasado. Ella seguía siendo alegre, inteligente y hermosa. Al llegar a la glorieta, no la vio, pero al rato apareció.

—Javier, vamos a mi casa. Aquí no es cómodo. Tomaremos algo y hablamos.

—¿Y tu marido?

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MagistrUm
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