El Destino que Llama a la Puerta
En un pequeño pueblo costero, donde las gaviotas gritaban sobre las olas, Marina pasó todo el día revolviéndose en la cocina. Preparaba una cena aromática: pescado al horno, patatas con hierbas e incluso horneó su postre favorito, milhojas. Cansada pero satisfecha, limpió la mesa, la cubrió con un mantel blanco y se sentó a esperar a su marido del trabajo. Su corazón latía más rápido de lo normal—hoy le esperaba una conversación importante. Finalmente, la llave chirrió en la cerradura, y en el umbral apareció Pablo.
—¡Hola, cariño! —sonrió al quitarse el abrigo—. ¿Qué ocasión es esta? ¿Hay algún festejo? —preguntó, señalando la mesa rebosante de platos apetitosos.
—Cariño, necesitamos hablar en serio —dijo Marina con voz baja pero firme—. Esto afecta a nuestra familia.
Pablo se quedó inmóvil, su sonrisa se desvaneció y en sus ojos asomó la inquietud.
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—¿Nadia, cómo puedes hacer esto? ¡Es tu hijo! —la voz de Marina temblaba de indignación.
—¿Mi hijo, y qué? —se encogió de hombros Nadia, arreglándose el pelo—. ¡No es para siempre, solo un par de meses!
—¿Estás en tus cabales, Nadia? ¡Es tu hijo, tu sangre! —Marina apenas contenía las lágrimas.
—Escucha, Marina, ¡ya te lo he explicado! Si eres tan compasiva, llévate a tu sobrino contigo. Basta, se acabó la conversación. Con Miguel no pasará nada en un par de meses, y en cuanto me estabilice, lo recojo —Nadia se levantó bruscamente y, dando un portazo, salió de la habitación.
Marina se quedó sola, aturdida. No podía creer que su hermana fuera capaz de algo así. ¿Entregar a su propio hijo, aunque fuera temporalmente, a un orfanato? Era inconcebible. Pero llevarse a Miguel consigo tampoco era una opción.
Ella y Pablo vivían con sus dos hijas en el piso de su madre política, Isabel Fernández. El apartamento de dos habitaciones era diminuto, y su suegra nunca había simpatizado con ella. A sus nietas también las trataba con frialdad, soportándolas solo por su hijo. Marina sabía que Pablo era la única luz en los ojos de Isabel Fernández. Si no fuera por él, seguramente ni siquiera le habría permitido casarse, menos aún con Marina.
Una vez, Marina oyó por casualidad a Isabel quejarse a las vecinas: “La nuera de Pablo lo ha hechizado, ¿cómo si no se explica su amor por ella?”. Al principio, su suegra había sido tolerante, pero todo cambió cuando Marina y Pablo anunciaron que esperaban un bebé. Desde entonces, Isabel se volvió insoportable. Delante de su hijo se contenía, pero en cuanto Pablo salía a trabajar, su suegra se transformaba: comentarios cáusticos, reproches, pullas. A veces, Marina sentía que no podría aguantar más, pero por sus hijas apretaba los dientes y seguía adelante.
No se quejaba con Pablo. Pensaba que no la creería—amaba demasiado a su madre, considerándola bondadosa y atenta. ¿Y cómo decirle que su “madre perfecta” atormentaba a su esposa? Marina soñaba con irse, pero no tenía adónde ir.
Ella y Nadia habían crecido en un orfanato. Cuando llegó el momento de graduarse, les dijeron que no recibirían vivienda—tenían una casa en el pueblo, heredada de sus padres. Pero nadie se molestó en comprobar si era habitable. Al llegar al pueblo, las hermanas encontraron una ruina inclinada, con el techo derrumbado. Vivir allí era imposible, y no había trabajo en la zona. Sin perder la esperanza, regresaron a la ciudad.
Marina intentaba no recordar todas las dificultades que habían pasado. Pero el destino le sonrió—conoció a Pablo. Se casaron, y pronto nacieron sus hijas gemelas. A Nadia no le fue tan bien. Vivía en una habitación alquilada con el pequeño Miguel, del cuyo padre nunca quiso hablar. Solo una vez mencionó que estaba casado y que no había futuro entre ellos.
Miguel era un año menor que las hijas de Marina, y ella lo adoraba. Nadia parecía quererlo también, pero su reciente decisión la había dejado helada. Había conocido al “hombre de sus sueños”, Víctor. Marina no lo conocía, pero según su hermana, era perfecto. Ella no lo veía así. Un hombre de verdad, pensaba, no rechazaría al hijo de la mujer que amaba, aunque no fuera suyo. Víctor insistió en enviar a Miguel a un orfanato—”solo por un tiempo”. Nadia, ciega de amor, aceptó.
Marina intentó hacerla entrar en razón, pero Nadia se mantuvo firme: “Víctor se acostumbrará, y luego lo recuperaremos”. Pero Marina sabía que eso no pasaría. Miguel repetiría su destino, y a Nadia no parecía importarle. Pero ella no podía permitir que su sobrino terminara en un orfanato.
Sabía que llevarlo a su casa con su suegra era imposible—Isabel ya apenas toleraba a Marina y sus hijas. Pero tampoco podía quedarse callada. Decidió hablar con Pablo. Era su esposo, la amaba, tenía que ayudarla.
Pasó todo el día cocinando, preparando el pastel, creando un ambiente acogedor para la conversación. Cuando Pablo llegó, respiró hondo y le contó todo.
Pero la reacción de su marido la dejó estupefacta. En lugar de apoyarla, Pablo montó un escándalo, llamando a su madre en su ayuda. Isabel y su hijo gritaban a coro, acusando a Marina. La suegra vociferaba que debía estar agradecida por tener un techo y que, en lugar de eso, “quería meter a un niño ajeno en casa”. Pablo asentía, como si Marina y sus hijas no fueran su familia.
Le dieron un ultimátum: olvidarse de su sobrino y vivir bajo sus reglas, o irse de casa. Al oírlo, Marina sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies.
A la mañana siguiente, empacó sus cosas y se marchó con sus hijas. No sabía adónde ir, pero quedarse en esa casa era insoportable. De pronto, recordó que en el centro de salud una mujer le había hablado de un centro de ayuda para mujeres en situaciones difíciles. Decidió acudir allí.
En el centro la recibieron con calidez. Al enterarse de lo de Miguel, le permitieron traerlo. Así comenzó un nuevo capítulo en su vida.
Una semana después, Pablo apareció en el centro. Le rogó que volviera, jurando que la extrañaba a ella y a sus hijas. Pero entre líneas, dejó escapar que los vecinos los criticaban a él y a su madre por “echar a la esposa y a los niños”. Esas palabras lo dejaron todo claro. Marina entendió: Pablo no la quería a ella, sino su reputación. Lo echó.
Después de esa conversación, le quedó un amargo regusto. ¿Cómo había podido fingir tanto tiempo, hablando de amor? No encontraba respuesta.
Dos semanas después, Ana, una trabajadora del centro, le ofreció a Marina mudarse a un pueblo cercano. Tenía una casita modesta pero habitable, y le ayudaría a encontrar trabajo. Marina no lo pensó dos veces. No le asustaba trabajar, y necesitaba un hogar con urgencia.
Pronto, se trasladaron al pueblo. Lograron inscribir a sus hijas y a Miguel en la guardería, aunque para ello tuvieron que llamar a Nadia. Su hermana apareció, firmó los papeles, pero no pudo evitar reprocharle: “Si lo hubieras dejado en el orfanato, no habría problemas”. Las hermanas discutieron, y Nadia se fue. Miguel se quedó con Marina.
Pasó un año. Marina trabajaba, los niños iban a la guardería, la vida comenzaba a estabY al mirar atrás, Marina comprendió que el destino, aunque a veces golpea con fuerza, siempre deja una puerta abierta para quienes tienen el valor de empujarla.