**OLGA: HISTORIA DE UNA NUERA NO ACEPTADA**
Cuando Miguel llevó a su novia Olga a casa, el ambiente se tensó al instante. El padre, Pablo Luis, se quedó callado en un rincón, sin decir ni mu. Parecía que su opinión no pintaba nada en aquella casa. En cambio, la madre, Ana Teresa, no perdió la ocasión de soltarle mil preguntas a la chica. La miraba de reojo, como si intentase descubrir algún truco, alguna falsedad… o simplemente que “no era la adecuada”.
Olga no le cayó bien desde el principio. Bajita, discreta, vestida con una sencillez casi cómica —parecía una colegiala, no una mujer. Las coletas no ayudaban. ¿Dónde estaba el manicura, el maquillaje, la ropa a la última? No, así no se imaginaba a la nuera de su único hijo. Vamos, que la vecina, Susana, era todo lo contrario: guapa, con clase, su padre director de una fábrica de quesos y su madre contable senior. Y Susana siempre había echado el ojo a Miguel. ¡Esa sí que era una buena partida! No como esta… ratoncilla gris.
Pero Miguel no cedió. Estaba locamente enamorado de su Olguita. Cuando su madre lo arrinconó para soltarle el discurso de Susana, él la cortó en seco:
—Yo quiero a Olga. Ya hemos puesto los papeles en el registro. Basta ya, mamá.
La boda fue modosita, sin aspavientos —como quiso Olga. Decía que mejor ahorrar para vivir. La suegra se puso hecha una fiera, lo consideraba una humillación. Pero, una vez más, Miguel apoyó a su esposa.
Al principio vivieron con los padres. Ana Teresa no paraba de criticar a la nuera: que si cocinaba fatal, que si descuidaba a su hijo, que si limpiaba de cualquier manera. Miguel aguantó, pero un día se plantó:
—Nos mudamos.
Alquilaron un piso. La cosa estaba apretada, pero él se dejó la piel trabajando. Hasta se embarcó en construir su propia casa. Y encima Olga se puso a estudiar Magisterio, así que el apoyo económico brillaba por su ausencia. Todo caía sobre los hombros de Miguel.
Olga estudió como una posesa y acabó con matrícula de honor. Contentísima, fue a contárselo a su suegra, por si acaso ahora la veía con otros ojos. Pero Ana Teresa solo resopló:
—Qué cruel eres con mi hijo. No era esta la mujer que necesitabas, Miguel. Con Susana habrías sido más feliz.
Olga se marchó llorando. No se quejó con Miguel. Ya tenía bastante dolor en su vida. Su padre las abandonó cuando su madre cayó en el alcohol. Y aunque su madre la quería, borracha se volvía otra persona, agresiva. Olga pasó hambre, escondiéndose de los amigos de copas de su madre. Hasta que el amor de Miguel la salvó.
Terminaron la casa y llegaron los niños. Primero trabajó de maestra, luego de jefa de estudios. Tuvieron dos hijos, Carlos y Javier. La suegra adoraba a los nietos, los mimaba sin parar, pero con Olga seguía igual: fría, casi hostil. Se hablaban con un “hola” y un “adiós”.
Los hijos crecieron y se marcharon a la Academia del Aire en otra ciudad. Primero uno, luego el otro. La casa quedó vacía. Pablo Luis falleció —calladito, como había vivido. Ana Teresa se quedó sola, pero ni así quiso visitar a Olga. El hielo entre ellas nunca se derritió.
Olga cumplió 45. Para el cumpleaños vinieron todos: los hijos con sus novias, amigos, vecinos. Hasta la suegra apareció, aunque se quedó en un rincón. En plena fiesta, a Olga le dio un mareo. Se sentó, palidísima. Todos se asustaron.
Al día siguiente fue al médico. Volvió con una noticia que a ella misma le dejó de piedra: estaba embarazada. Se lo contó a Miguel por la noche. Él guardó silencio un rato, luego dijo suave:
—Es tarde para nosotros, Olga. Hay que solucionarlo. La gente se reirá…
Ella asintió. Pero por dentro algo se rompió. A la mañana siguiente, fue a casa de su suegra. Su madre ya no estaba, no tenía a nadie más con quien hablar. Pensó: quizás un reproche duro de ella la ayudaría a decidirse…
Ana Teresa al principio calló. Luego, de pronto, rompió a llorar. Le contó cómo Miguel nació enfermizo, cómo lo cuidó noches enteras, lo mucho que temió perderlo. Olga la escuchó en silencio hasta que, sin pensarlo, la abrazó —por primera vez. Y entonces lloró también, hablando de su infancia, de la bebida de su madre, del miedo y el hambre.
Lloraron juntas casi una hora. Dos extrañas que, en ese instante, se sintieron familia.
Esa misma noche, la suegra apareció en su casa sin avisar.
—No he venido por ti, Miguel. He venido por Olguita —dijo.
Olga se echó a llorar. Nadie la había llamado así jamás —ni su madre, ni su suegra.
Se sentaron a la mesa. Ana Teresa le cogió la mano:
—Ni se te ocurra terminar con eso. Vamos a tener ese niño. Aún estamos a tiempo. No eres tan mayor. Esto es un milagro. No a todos les pasa. A Miguel ya le hablaré yo.
Y así fue. A su debido tiempo, nació una niña —Anita. Preciosa, con rizos y unas pestañas de escándalo. Cuando se la pusieron en brazos, Olga no pudo contener las lágrimas —de felicidad.
Miguel y la suegra las esperaban a la salida del hospital. Ana Teresa vendió su piso y se mudó cerca, para ayudar con la pequeña. Venía todos los días, puntual como un reloj. Ella y Olga no solo hicieron las paces —se volvieron uña y carne. Pasaban horas en la cocina charlando, cotilleando, riendo.
Y por primera vez en su vida, Olga tuvo una madre. No de sangre, pero de corazón. Cálida, que la abrazó cuando más lo necesitaba y le dijo: “No estás sola”. Y eso, al fin y al cabo, era lo más valioso que podía regalarle el destino.