El destino de un espíritu libre

Hoy quiero contar algo que me pasó hace un tiempo.

Lucía estudiaba en la universidad y, como la mayoría de estudiantes, trabajaba por las noches para llegar a fin de mes. Su madre no podía ayudarla económicamente, y con solo la beca era imposible sobrevivir en una ciudad grande como Madrid.

Tras los exámenes de verano, se tomó unas vacaciones y pasó tres semanas en casa de su madre, en un pueblo de Castilla. Volvió renovada, cargada de verduras de la huerta y tarros de mermelada que su madre había metido con cuidado en su mochila.

Al bajar del autobús en la estación de Atocha, la mochila le pesó el doble. Casi arrastrándola, llegó al andén donde esperaba su cercanías y, con alivio, la dejó en un banco.

Volvía a la ciudad con una sensación de libertad. En casa de su madre estaba bien, pero llevaba dos años viviendo sola, acostumbrada a su independencia. Echaba de menos el bullicio de Madrid, sus amigos. Gracias al trabajo, había logrado alquilar un pequeño piso y dejar la residencia universitaria.

Era minúsculo, en un barrio residencial, pero lo importante: barato. Las ventanas daban a un solar abandonado, lleno de hierbajos, y más allá, un bosque de pinos. Por las noches no se veía ni una luz, pero al amanecer, el sol entraba a raudales. En invierno, la nieve que cubría el descampado iluminaba incluso de madrugada.

De pronto, un gemido suave. Lucía miró bajo el banco y vio un hocico puntiagudo y marrón. Dos ojos grandes y tristes la observaban, llenos de miedo. Solo entonces notó la correa atada a la pata del banco. Se agachó, pero el perro retrocedió, temblando.

—No tengas miedo, sal —dijo Lucía con suavidad, tirando levemente de la correa.

El perro, un teckel, salió arrastrándose, preparado para esconderse de nuevo al menor gesto. Pero Lucía sostuvo firme la correa.

Jadeaba, con la lengua fuera. Era un agosto abrasador, y el animal se refugiaba bajo el banco para escapar del sol.

Lucía entendió que tenía sed. Cerca había un quiosco.

—Espera aquí —susurró al perro y se dirigió hacia allí.

—Una botella pequeña de agua, por favor —pidió a la dependienta, una mujer de mirada hosca—. Oye, ¿no tendrás por casualidad una lata vacía?

—¿Para qué? ¿No prefieres un vaso de plástico? —respondió con ironía.

—Es para un perro. El teckel que está atado al banco. ¿Sabes cuánto tiempo lleva ahí?

La mujer entrecerró los ojos, miró hacia el banco y suspiró.

—Qué cruel es la gente. Abrí a las ocho y vi cómo un tipo en un BMW sacó al perro, lo ató y se fue. No ha vuelto. Supongo que lo abandonó. Toma, esto servirá —le pasó una lata de sardinas sin lavar—.

Lucía pagó el agua —al doble de precio que en cualquier supermercado— y regresó al banco. Enjuagó la lata, la llenó y la colocó frente al teckel, que se había vuelto a esconder.

—Bebe, no temas.

El animal, calmado por su voz, se acercó oliendo y empezó a beber con avidez. Cuando terminó, Lucía rellenó la lata.

—¿Qué hago contigo? —murmuró—. Por la noche, los perros callejeros podrían atacarte. O… peor. —Se estremeció—. Ven conmigo. No tienes otra opción.

Dejó su número en el quiosco por si aparecía el dueño, soltó la correa y arrastró al perro, que se resistía, hacia el cercanías. Pagó por los dos, pero ni el conductor ni los pasajeros protestaron. El perro se quedó quieto en su regazo, sin emitir un sonido.

En casa, se arrinconó en el recibidor, olfateando los nuevos olores. Lucía improvisó una cama con una manta y el teckel se acurrucó allí, observándola con sus grandes ojos oscuros.

—¿Cómo te llamarás? —pensó en voz alta, probando nombres—. ¿Te gusta… Max?

El perro ladró.

—Max será —sonrió—. ¿Cómo pudieron dejarte así?

Esa noche, Lucía escuchó el rasguño de sus uñas en el parqué. Max exploraba la casa. Al menor movimiento, volvía corriendo al recibidor. Pero, poco a poco, se acostumbró. A los días, ya esperaba impaciente su regreso, moviendo la cola con alegría.

El parque cercano estaba lleno de coches, así que lo paseaba por el descampado. Al alejarse de la carretera, Lucía lo soltaba. Temía que huyera, pero siempre volvía al oír su voz. Le sorprendía cómo corría entre la maleza con esas patas tan cortas.

Llegó septiembre, seco y cálido, y con él, las clases. Lucía volvió a trabajar de noche. Max pasaba solo casi todo el día. La esperaba con entusiasmo cada vez, y ella ya no concebía la vida sin él.

Una mañana de domingo, salieron como siempre al descampado. Max corrió en círculos alrededor de Lucía y, de pronto, se lanzó hacia el bosque. Ella lo siguió, llamándolo, pero la hierba alta le dificultaba el paso.

—¡Max, ven! ¡Vamos a casa! —gritó.

Silencio.

“Quizá encontró algo…”, pensó. Entonces, un ladrido agudo, convertido en chillido, que se cortó de golpe. Corrió hacia el bosque. Entre los árboles, vio a varios adolescentes agachados, observando algo. Tendrían unos quince años. Sin miedo, se acercó.

—¿Habéis visto a mi perro?

Al oírla, se levantaron. Entonces, Lucía lo vio: Max, clavado al suelo con una rama gruesa que le atravesaba el costado. No podía apartar la mirada.

Uno de los chicos se agachó y arrancó la rama de un tirón. Max gimió. La sangre manó de la herida.

El adolescente, más alto que ella, avanzó con la rama ensangrentada en la mano, afilada como una lanza. Sus ojos, vacíos y fríos, no parpadeaban. Detrás, sus amigos sonreían con malicia. Lucía quiso gritar, pero el pudo se lo impidió.

Dio media vuelta y echó a correr. La hierba la entorpecía, pero no se detuvo. Oía pasos tras ella, el sonido de la respiración de sus perseguidores.

Casi llegando a los edificios, algo pesado le golpeó la espalda. Cayó de rodillas, con el aliento cortado. Esperó más golpes, que la rama la atravesara…

Pero no pasó nada. Quizá los chicos temieron ser vistos. Solo le habían lanzado una piedra y habían huido.

Un coche plateado se detuvo junto a ella. Un hombre joven bajó y la ayudó a levantarse.

—¿Quién te atacó? —preguntó.

—Tres o cuatro… adolescentes —logró decir—. Mataron a Max.

—¿Max? ¿Tu novio?

—Mi perro… Por favor, ayúdeme a buscarlo… Se desangrará.

El hombre pareció relajarse al saber que era un animal.

—Espera aquí —dijo, deteniendo a otro conductor. Ambos corrieron hacia el bosque.

Lucía se sentó en la acera, llorando. Pareció una eternidad hasta que los vio regresar. Uno llevaba un bulto ensangrentado envuelto en una sudadera.

—Está vivo. Vamos al veterinario —ordenó el hombre.

En el coche, LucíaMax murió antes de llegar, pero semanas después, ese mismo hombre apareció en su puerta con una pequeña teckel llamada Lola, y así, entre lágrimas y sonrisas, Lucía entendió que el amor siempre encuentra la manera de volver.

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