El destino abrió una puerta feliz
Impredecibles son los caminos de la vida. Todo sucede, y de repente, tras una cadena de pérdidas y penurias, llega la felicidad más inesperada. Así le ocurrió a María Fernández.
**Charlas familiares en el banco**
A veces, ya entrada en años, no podía dormir y rememoraba su pasado mientras pensaba en el presente. En su juventud, María se había casado con Miguel. Se amaban, o al menos ella estaba segura de que él era su único amor. Miguel construyó una casa, con la esperanza de llenarla de hijos.
Trabajaban juntos en la huerta y, cuando terminaban, se sentaban en el banco del jardín a compartir sueños.
—He pensado —decía Miguel— que deberíamos ampliar la casa. Aunque es sólida, pronto será demasiado pequeña cuando lleguen los niños. —María lo abrazaba, agradecida por tener un hombre tan considerado.
Pero había algo que inquietaba a Miguel, a pesar de su juventud.
—Si alguna vez me toca partir antes que tú —murmuraba—, prométeme que me enterrarás con dignidad.
—¿Pero qué dices, Miguel? Estamos en la flor de la vida, ¿por qué hablar de eso? —replicaba María, incrédula.
—De niño vi enterrar a un anciano sin familia. Solo un cruz de madera sobre la tierra, sin nombre ni flores. Jamás lo olvidé. Por eso, María, si algo me pasa…
—Basta, mi vida —lo calmaba ella—. No es momento de pensarlo. Y cuando llegue, haré todo como debe ser.
**Un propósito en la vida**
Desde entonces, María comprendió que debía ahorrar para su vejez y funeral. Todos necesitan un propósito que los impulse. El suyo fue ese.
Los años pasaron. Envejeció sola, guardando cada moneda para asegurarse un entierro digno. Lo escondía todo en casa, sin familia que la acompañara. Nunca pudo tener hijos, y el destino quiso que no fuera ella quien enterrara a Miguel, sino otra mujer.
Él la abandonó, no por falta de amor, sino porque, siendo joven y trabajando como conductor, viajó a un pueblo cercano durante la cosecha. Allí reencontró a su primer amor, Vera. Cayó en sus brazos, y aunque la culpa lo atormentó, el destino tenía otros planes.
Volvió al pueblo tiempo después y vio a Vera con un niño de tres años, idéntico a él.
—¿Vera, es mi hijo? —preguntó, seguro de la respuesta.
—Sí, Miguel. Es Esteban. —Lo miró con ternura, abrazando al pequeño.
**El golpe que superó**
Un día, mientras María estaba en el patio, Miguel llegó con su camión y entró sosteniendo la mano del niño. Al instante supo que era suyo.
—Perdóname, María. Nunca imaginé esto —dijo él, angustiado—. Este es mi hijo. Hace años, en aquel pueblo… Vera y yo…
María miró a Esteban y sonrió entre lágrimas. Era buena mujer, y aunque le dolía, sintió alegría por Miguel.
—Al menos alguien pudo darle un hijo —pensó—. Que conozca la dicha de ser padre.
Tras una larga conversación, tomó una decisión.
—Un niño necesita a su padre. Si el destino lo quiso así, me alegro por ti. Vete con ellos. Yo seguiré adelante.
Miguel se fue, pero nunca la olvidó. La visitaba, a veces con Esteban, y ella los recibía con pasteles y té. El niño creció, ayudándola y respetándola como a una madre.
—Gracias, María —decía Miguel— por tu comprensión y bondad.
**La triste noticia**
Esteban ya era un joven cuando Vera, vestida de luto, llamó a su puerta.
—Miguel ha muerto —dijo entre sollozos.
María la consoló, aunque apenas podía sostenerse.
—Muéstrame su tumba, quiero visitarlo.
Desde entonces, fue asidua al cementerio. Hablaba con él, contándole sus pensamientos.
—Todo como quisiste, Miguel. Esteban te honró con una lápida hermosa y flores frescas. No guardo rencor. Solo temo estar sola.
Una mañana de invierno, recordó que a Miguel le encantaban las bayas escarchadas. Cortó un ramito de madroño y fue al camposanto.
**El dolor de Esteban**
Desde lejos vio a un hombre alto junto a la tumba. Al acercarse, reconoció a Esteban, con canas en las sienes, hablando en voz baja. No quiso interrumpir, pero él no la escuchó llegar.
—Padre, dime qué hacer —oyó María—. Mi hijo Miguel está muy enfermo. El medicamento es caro, y aunque vendimos todo, no alcanza.
Tosió detrás de él, y Esteban se volvió, sorprendido.
—¡Tía María! ¡Cuánto tiempo! —exclamó, abrazándola—. ¿Recuerdas tus pasteles? Mi madre nunca los hizo igual.
María suspiró, aliviada.
—Oí parte de tu conversación. Dime cuánto falta para el tratamiento. Yo te ayudaré.
Esteban se resistió, pero aceptó. María le entregó sus ahorros de toda una vida.
—Ve pronto, tu hijo te espera.
**El nieto que nunca esperó**
Tiempo después, alguien golpeó su puerta. Al abrir, vio a Esteban y a un joven sonriente: Miguel, su nieto.
—¡Dios mío! Sois iguales a él —musitó.
—Hola, abuela —dijo el chico, abrazándola—. Por fin nos conocemos.
María lloró de felicidad. Aquel muchacho, aunque no de su sangre, le era tan querido como si lo fuera.
—María —dijo Esteban—, ven con nosotros. Catalina te espera.
Al oírlo, rompió a llorar.
—¿Esto es real, Esteban?
—Sí, abuela. Eres parte de nuestra familia.
La recibieron con cariño. En la mesa, María no se sintió forastera, sino en casa.
—No te dejaremos volver —insistió Esteban—. Quédate con nosotros.
**Una vejez feliz**
Así, María encontró un hogar. Esteban y Catalina le prepararon una habitación, y Miguel pasaba horas escuchando sus consejos.
—Abuela, ¡qué lástima no haberte tenido antes! —reía él.
María seguía ahorrando, pero ahora con un nuevo propósito: ayudar a su nieto cuando se casara, y luego a sus bisnietos.
—Solo ahora empiezo a vivir —pensaba—. El destino me abrió una puerta, y hallé mi razón de ser.
Y así, rodeada de amor, María supo que la felicidad verdadera es sentirse necesitada.