El destino

El Destino

Hoy hablé con Lucía. ¿Te imaginas? Alejandro ha vuelto a liarla —dijo Carmen mientras en la tele empezaba la publicidad, interrumpiendo la telenovela del canal dos.

Miró a su marido. Estaba medio sentado, recostado contra las almohadas, observando los anuncios con curiosidad.

—Paco, ¿me escuchas? Alejandro otra vez con sus tonterías —repitió, al no recibir respuesta.

—Te oigo. ¿Y a ti qué? —preguntó él sin apartar los ojos de la pantalla.

—¿Cómo que a mí qué? Lucía es mi amiga. Me preocupa. ¿No te ha contado nada Alejandro? —insistió Carmen, estudiando el perfil de su marido.

—No me debe explicaciones. Además, hace mucho que no lo veo. Y tu amiga, te lo digo claro, es una histérica. Cualquiera saldría huyendo. Ya está bien. Va a seguir la serie.

—¿Ah, sí? ¿Eso te dijo él? O sea, la culpable es Lucía. Para vosotros siempre tenemos la culpa nosotras, con tal de justificar vuestras juergas. ¿Y quién la convirtió en histérica? Toda la vida liándola. —Carmen apretó los labios, mientras su marido clavaba la mirada en la tele.

—Oye, a mí también me regañas mucho. ¿Cuántas veces te he dicho que te limpies los zapatos antes de entrar? Llenas la casa de barro. Nunca limpias la bañera… ¿Entonces yo también soy una histérica? ¿Tú también andarás de juerga? ¿Por compañía? —Carmen lo fulminó con la mirada.

—Ya estamos. Ahora me toca a mí. —Víctor apartó la manta y se levantó de la cama. —Termino el capítulo en la cocina.

—Solo me da pena mi amiga —dijo Carmen a la espalda de su marido.

—Se querían tanto. Hasta le subió flores por la ventana al segundo piso. ¿Qué os pasa, que no tenéis bastante con vuestros hombres? —gritó hacia la puerta abierta.

—Al principio somos vuestros soles, vuestras princesas. Y en cuanto os pillamos una amante, pasamos a ser locas histéricas —murmuró para sí, como si él pudiera oírla—. Cuántas veces lo perdonó Lucía. La primera vez se puso de rodillas, juró que nunca más. Hasta lloró. Lo hizo por los niños. No, Alejandro es buen tipo, pero la ha destrozado el alma. Seguirá así hasta que se le seque… —Carmen calló y aguzó el oído. Desde la cocina no llegaba ningún ruido.

«¿Y si Víctor también me engaña? ¿Por qué se ha puesto así? ¿Le he tocado el alma? Nah, es un vago. Alejandro al menos cuida su físico, va al gimnasio. El mío tiene barriga y hasta entradas…»

Pero la duda, sembrada en su corazón, empezó a germinar en forma de ansiedad. Carmen ya no miraba la tele. Se levantó, se calzó las zapatillas y fue a la cocina. Víctor estaba sentado, las piernas cruzadas, fumando y dirigiendo el humo hacia la ventana entreabierta. Una corriente de aire helado hizo estremecer a Carmen.

—¿Desde cuándo fumas?

Él se sobresaltó, y la ceniza cayó sobre la mesa.

—Joder, qué susto. —Víctor sopló la ceniza al suelo—. Igual yo también estoy preocupado. Alejandro y yo somos colegas.

—Pues habla con él. ¿No le da vergüenza delante de los niños? ¿Qué ejemplo les da? —Carmen cogió el cenicero del alféizar y lo puso delante de su marido.

—Como si me fuera a hacer caso. No me meteré. Es su vida, sabe lo que hace. —Víctor dio una última calada, apagó el cigarrillo y cerró la ventana—. Vamos a dormir. —Pasó junto a ella sin mirarla.

Carmen meneó la cabeza, apagó la luz y volvió al dormitorio. Su marido ya estaba de espaldas, en su lado de la cama. En la tele ponían un debate. Carmen apagó todo y se acostó. Llevaban meses durmiendo así, vueltos de espaldas, sin tocarse.

Se habían conocido en la universidad, en aquellos años felices, locamente enamorados. Dos años después, se casaron. Todo fue normal: peleas, reconciliaciones, seguir adelante. Su hija creció, se licenció y se marchó a Madrid. Carmen no pensaba en la felicidad, aunque la había tenido. Sus amigos se divorciaron, se volvieron a casar. Cada uno con su historia. Pero ellos habían estado juntos veintisiete años, veinticinco de matrimonio. Un cuarto de siglo.

Sus pensamientos volvieron a Lucía. Su voz resonaba en sus oídos: «¿Por qué me hace esto? Lo he dado todo por él. Le di hijos. Ahora ni juventud ni marido, me quedo sola en la vejez…».

Al otro lado de la cama, Víctor permanecía con los ojos abiertos, mirando fijamente la oscuridad, conteniendo los suspiros, sin moverse.

Dos días después, Víctor se retrasó del trabajo. Carmen no se alarmó. Ocurría a veces. Podía ser el tráfico, algún amigo, horas extras. Sabía la razón con solo verlo. Si llegaba alegre y achispado, había estado con los colegas. Si venía serio, problemas en la oficina.

Finalmente, la llave giró en la cerradura. Carmen oyó cómo se desvestía, sin sus habituales gruñidos. Luego fue a la cocina.

Cuando entró, Víctor estaba sentado a la mesa, pegado a la pared. Pero no parecía relajado, sino más bien como un muelle a punto de saltar. Carmen sintió su tensión. El corazón se le encogió. La misma ansiedad de aquella noche. Víctor miraba al frente, como tomando una decisión crucial.

—¿Pasa algo? —preguntó Carmen en voz baja, mientras la angustia crecía dentro de ella, llenándole los ojos—. ¿Quieres que te caliente la cena?

—No, ya he comido. —Se levantó y salió sin mirarla.

Carmen captó un tenue aroma a perfume. No era el suyo, pero le resultaba familiar. Lo había olido antes.

Esperó en el salón, pero Víctor no apareció. ¿Enfermo? ¿Se habría acostado? Entró en el dormitorio. Él seguía ahí, sentado al borde de la cama, con el traje puesto, las manos entrelazadas y la cabeza gacha.

—Paco… —llamó ella.

—Siéntate —dijo él.

Ella obedeció, manteniendo cierta distancia. Volvió a percibir aquel perfume ajeno y la tensión que emanaba de Víctor. Carmen guardó silencio. Algún sexto sentido le decía lo que iba a escuchar.

—No puedo mentirte. Hay otra mujer —confesó al fin.

—¿Te vas?

Era innecesario preguntarlo. Lo sabía. Cuando un hombre dice eso, ya ha tomado la decisión.

—Sí. No puedo evitarlo. Pienso en ella constantemente.

«Constantemente. Llevan tiempo, entonces. Y yo, ingenua, creyendo que estaba con los amigos.» Carmen sonrió con amargura.

—Si te vas, no te aceptaré de vuelta como hizo Lucía —dijo.

—Lo sé. Ya está decidido. No puedo seguir engañándote. Voy a hacer las maletas y me iré.

Carmen quiso preguntar: ¿y ella? ¿Y su hija? ¿Y sus veinticinco años juntos? Pero, de pronto, todo le dio igual. Siempre creyó que a ellos no les pasaría. Pero sabía que no perdonaría una infidelidad. No sería como Lucía, aguantando por miedo a quedarse sola.

Salió del dormitorio y cerró la puerta. Oyó a Víctor moverse, el ruidoCarmen se dejó caer en el sofá, miró por la ventana la lluvia que empezaba a caer y, por primera vez en meses, sintió que el destino, caprichoso y extraño como un sueño, les había dado una segunda oportunidad que ninguno de los dos merecía, pero que ambos necesitaban.

Rate article
MagistrUm
El destino